Extractos - David González Raga
Ken Wilber - Una visión personal
Por David González Raga* Versión PDF¿Qué podría decirse de alguien que a los 23 años escribió un libro por el que fue calificado como el “Einstein de la conciencia”? ¿Qué podría decirse de quien ha recibido el reconocimiento de pensadores y psicólogos como Huston Smith, Michael Murphy, James Fadiman, Rollo May y Daniel Goleman, entre otros? ¿Qué podría decirse, en fin, de quien a los 50 años todavía en plena vida activa―acaba de ver publicadas sus obras completas?
La contundencia que suele provocar el impacto de su obra es tan rotunda que hay quienes recomiendan vacunarse para no contagiarse de ella. En mi opinión, sin embargo, quien esté interesado en lo transpersonal ―y en una aproximación integral a la psicología― haría bien en leerlo detenidamente... y leer también, obviamente, la obra de Grof, Washburn, Welwood, etcétera.
Me daría, pues, por satisfecho si en los siguientes comentarios lograra transmitir simplemente el aroma de su pensamiento. Para ello comenzaremos echando un vistazo a alguno de sus temas fundamentales y concluiremos esbozando unas breves consideraciones críticas.
La tesis original de Wilber ―expuesta ya en su primer libro― es que la conciencia ―y, en consecuencia, el mundo― es pluridimensional, que está compuesta de múltiples niveles (físico, emocional, mental, existencial y espiritual) y que cada escuela importante de psicología, psicoterapia y espiritualidad se centra fundamentalmente en un nivel distinto. Desde esta perspectiva, las aparentes disparidades presentes en las diferentes escuelas no son tan contradictorias como parecen, y cada enfoque es más o menos correcto y válido siempre y cuando no pretenda salirse de su propio nivel. De este modo es posible llevar a cabo una síntesis que vaya más allá del mero sincretismo, teniendo en cuenta y ponderando adecuadamente las aportaciones de Freud, Jung, el Buda y Krishnamurti, pongamos por caso. Desde este punto de vista, la salud depende del adecuado desarrollo e integración de los niveles físico, emocional, mental, existencial y espiritual.
Este enfoque, además, nos proporciona un marco de referencia para la comprensión del desarrollo, de la patología y del tratamiento que puede contribuir muy positivamente a la integración de los diferentes abordajes psicológicos y psicoterapéuticos.
Desde esta perspectiva, pues, los primeros estadios del desarrollo son prepersonales (porque en ellos todavía no ha aparecido el ego personal, individual y separado), los estadios intermedios del desarrollo son personales o egoicos, y los estadios superiores, por último, son transpersonales o transegoicos.
Es fácil confundir a los estadios “pre” con los estadios “trans”, por su similitud superficial aparente. Es esta similitud la que lleva a equiparar, en muchas ocasiones, el estadio de fusión infantil (que es prepersonal) con la fusión mística (que es transpersonal), con lo cual no queda más remedio que elevar al estadio infantil a la categoría de unión mística o, por el contrario, relegar el misticismo a una especie de narcisismo infantil o de fusión oceánica. Pero ambas visiones, en opinión de Wilber, están parcialmente en lo cierto y parcialmente equivocadas, porque ninguna tiene en cuenta la gran diferencia existente entre lo “pre” y lo “trans”. Porque hay que decir que la espontaneidad del zen no tiene nada que ver con la impulsividad del niño, y hay que afirmar también en voz bien alta la realidad de un misticismo genuino que no tiene absolutamente nada de infantil.
Desde esta perspectiva, pues, el desarrollo requiere tener en cuenta tanto los aspectos psicológicos (que apuntan a la consolidación del yo) como los aspectos espirituales (que apuntan a la mengua del yo) del desarrollo. Y es que está muy bien avanzar en el camino espiritual, pero sería un error creer que ello nos ahorra la necesidad de llevar a cabo un trabajo de integración psicológica. Recordemos que hay que disponer de un ego mínimamente estable antes de estar en condiciones de acometer el trabajo de renunciar a él.
Hay dos grandes modos de estar en el mundo sin pensamiento, uno de ellos anterior y el otro posterior a la emergencia del pensamiento. El primero de ellos constituye un estado previo al proceso de individuación en el que el sujeto ―indiferenciado, fundido y confundido todavía con el entorno― ni siquiera existe. Se trata de un estadio en el que el niño, carente todavía de los mediadores verbales que le van a permitir operar intelectualmente sobre el mundo (imágenes, palabras, símbolos, ego, etcétera), se encuentra inmerso y a merced del medio que le rodea. En la segunda modalidad, en cambio (una modalidad a la que, por cierto, sólo puede accederse mediante un trabajo consciente, como la meditación, por ejemplo), el sujeto ―ya claramente diferenciado del entorno― re-descubre, maravillado, el sustrato que se halla más allá de todas sus operaciones cotidianas. Ciertamente se trata de dos estadios en los que el pensamiento está ausente (en el primero por carecer de él y en el otro, en cambio, por haberlo trascendido). Confundirlos sería tan necio como equiparar a un preescolar con un postgraduado por el hecho de que ninguno de los dos va a la escuela.
Conviene hacer un especial hincapié en este punto porque, en la actualidad, la vida se ha unidimensionalizado tanto y el ser humano se halla tan ávido de experiencias, que no duda en apuntarse a un bombardeo si con ello puede acceder a otros niveles de conciencia. Ése es el motivo que explica la proliferación de cursillos y talleres que prometen el acceso a los llamados “estados alterados de conciencia” y, lo que es peor, que equiparan genéricamente esos estados con lo trascendente.
En realidad, de poco sirve alcanzar puntualmente un estado de conciencia muy elevado si éste se halla desvinculado de nuestra vida cotidiana y sólo nos deja «unos como rescoldos de pasados resplandores». De este modo sólo conseguiremos divorciar lo “terrenal” de lo “divino”, abonando el campo para un dualismo que acabará dificultando nuestra relación con los demás, con el mundo y con nosotros mismos, y agregando más confusión a la ya existente. Y es que no se trata tanto de tener experiencias extraordinarias de manera aislada ―a las que, sin embargo, debemos reconocer su elevado poder movilizador― como de integrar adecuadamente cualquier experiencia en nuestra vida cotidiana. Repitámoslo de otro modo. Ciertamente, la experiencia es el alimento del alma pero, para poder digerirla e integrarla, para poder asimilarla, en suma, no basta con engullir experiencia tras experiencia. De ese modo no se alcanza la experiencia transpersonal sino tan sólo un empacho transpersonal de experiencia. Tan absurdo es acumular datos sin conexión alguna con nuestra experiencia como perseguir experiencias sin comprenderlas. Y es que cada uno de nosotros tiene un largo camino psicológico y espiritual por delante para recorrer el corto trecho que le separa de sí mismo.
Wilber también señala la necesidad de diferenciar las religiones externas (o exotéricas) de las religiones internas (o esotéricas). Las primeras son rigurosamente concretas y literales, y ofrecen un cuerpo doctrinario dogmático que pone el énfasis en lo externo, mientras que las religiones internas ―mucho más ligadas a la espiritualidad, por su parte― prescinden de todo tipo de dogmas y consideran que la verdad es una cuestión de experiencia interna, algo que el ser humano debe descubrir por sí mismo, y se dedican a diseñar y proponer un conjunto de prácticas que van colocando al sujeto en la situación adecuada para experimentar la trascendencia. Las religiones externas, en definitiva, precisan del apoyo de elementos externos (como templos o rituales, por ejemplo) para el culto, mientras que las religiones internas, por el contrario, se ocupan de transformar al experimentador para que sea capaz de convocar la presencia de lo divino y cualquier lugar pueda, de ese modo, convertirse en el centro del universo.
Se ha dicho ―y con razón― que la obra de Wilber es fundamentalmente teórica. Pero una cosa es decir que la obra de Wilber sea fundamentalmente teórica y otra muy distinta concluir que sólo sea teórica. Basta con leer detenidamente Gracia y coraje ―en donde relata el periplo de la enfermedad, tratamiento y muerte de su pareja, Treya, para vislumbrar una persona tan sincera y humana como lúcida.
De un modo u otro, todo lo dicho hasta ahora es algo ya conocido. Sin embargo, hay un punto que no he visto destacado en ningún lugar ―el único que realmente me atrevería a calificar de original de toda mi aportación― y que me parece el más relevante de toda su obra. Me refiero concretamente a aquellos casos en los que Wilber deja de lado todo intento de demostración y explicación, envaina la espada de la discriminación y se apresta, sencillamente, a describir el paisaje que se contempla desde las dimensiones transpersonales de la existencia o esboza un ejercicio para evocar el Testigo, el Silencio o la Presencia, pongamos por caso. En tales casos, la pulcritud y transparencia de su prosa, una prosa despojada de interpretación, pone al lector atento al borde mismo del abismo en que el susurro de lo divino se torna clamor. Con ello quiero decir que, si bien Wilber es un excelente teórico, su teoría está basada en una experiencia real, porque una descripción tan nítida y transparente de esas regiones sólo es posible desde «ese saber no sabiendo toda ciencia trascendiendo» que sólo se alcanza después de un éxtasis de «harta contemplación».
Para muestra, un botón:
Piense en la persona más hermosa que usted haya visto nunca. Piense en el momento preciso en que vio sus ojos y, por un instante efímero, quedó cautivado sin poder apartar la mirada de esa imagen. Usted miró y quedó paralizado por una Belleza que le transportó fuera del tiempo. Suponga ahora que esa misma Belleza resplandece en el interior de todas las cosas del universo; suponga que cada roca, cada planta, cada animal, cada nube, cada persona, cada objeto, cada montaña y cada arroyo ―incluidos, claro está, los vertederos de basuras y los sueños rotos― irradian esa misma Belleza. En tal caso, usted quedaría quedamente paralizado ante la amorosa belleza de todo cuanto le rodea. Cuando uno contempla la incesante Belleza de la Obra de Arte que es el mundo entero se libera de toda contracción, se libera del temor, se libera del tiempo y descansa finalmente en el ojo del Espíritu.
O, como concluye ese excelente regalo filmográfico de la conciencia contemplativa que es La delgada línea roja: «Mira a través de mis ojos. Contempla tus criaturas. Mira cómo brillan».
Son muchas ―en realidad incontables― las ocasiones en que Wilber nos habla sin tratar de explicar nada, sin tratar de interpretar nada, sin tratar de demostrar nada. Ésos son, precisamente, en mi opinión, los “momentos cumbre” de la obra de Wilber.
Concluyamos este punto señalando que, a lo largo del último cuarto de siglo, la obra de Wilber ha atravesado por fases muy diferentes desde su visión inicial francamente romántica (según la cual el desarrollo espiritual constituye una especie de desaprendizaje y retorno a un Edén primordial) hasta su última formulación manifiestamente integral (que trata de abarcar las dimensiones intencionales, conductuales, sociales y culturales de la existencia), que ha acabado llevándole a crear el Integral Institute, una organización que aspira a aplicar la Visión Integral a campos tan diversos como la medicina, la psicología, la educación, la política, la ecología, la espiritualidad, etcétera.
Nos guste o nos desagrade, vivimos inmersos en los mapas. Seamos o no conscientes de ello, el nuestro es un mundo simbólico y las palabras, las descripciones, las interpretaciones y las visiones del mundo nos son tan necesarias como el aire que respiramos. Es por ello por lo que, para restablecer el contacto con la realidad, deberíamos tener en cuenta que no todos los mapas son iguales y que los más interesantes del camino que nos ocupa son aquéllos que se centran en la transformación del cartógrafo.
Es evidente que el uso de mapas comporta una serie de riesgos en los que solemos caer con inusitada frecuencia: la tendencia a prestar más atención al mapa que al territorio, llegando incluso, en ocasiones, a confundirlo con él; la tendencia a contemplar exclusivamente los fenómenos que se nos señalan desatendiendo el resto; a convertir nuestro viaje en un “recorrido turístico”; a que la ansiedad por alcanzar la meta acabe convirtiendo el viaje en un cúmulo de desatinos; y a amontonar, en fin, mapa sobre mapa, postergando una y otra vez el momento de la partida. Es por ello por lo que la coherencia racional de la visión de Wilber puede propiciar la ilusión de confundir el mapa con el territorio. Éste es un punto al que él mismo alude reiteradamente cuando afirma que el principal objetivo al que apunta todo su intento ―un objetivo mejor o peor logrado según los casos― consiste en que el lector cierre el libro y se ponga a trabajar.
Una crítica frecuente a Wilber es que la suya es una visión lineal. En este sentido, creo que habría que distinguir la “lógica del desarrollo” (que nos ofrece una visión progresiva), de la “dinámica del desarrollo” (en la que también cabe el estancamiento, la regresión y hasta la retroprogresión, es decir, el movimiento en espiral que suponen las llamadas regresiones al servicio del ego y al servicio de la trascendencia).
Otra crítica muy habitual tiene que ver con la naturaleza jerárquica de su modelo, una crítica a la que él mismo responde aduciendo que ese carácter jerárquico está inmerso en la misma naturaleza de la aproximación trans-personal, que, como ustedes saben, afirma la existencia de niveles de conciencia que se encuentran “más allá” de la vigilia cotidiana.
Pero debo decir que la crítica a Wilber era muy puntual y tibia hasta la aparición de Sexo, ecología, espiritualidad (1995) y, más concretamente, de sus polémicas notas finales. A partir de ese momento fueron subiendo de tono hasta llegar, en ocasiones, a ser realmente furibundas.
En opinión de Wilber, la psicología transpersonal fue la primera gran escuela psicológica en tomar en serio la espiritualidad. Pero las grandes diferencias existentes en su seno tras más de treinta años de una singladura en la que “cabe casi todo” ―con tal de que sea no personal― están poniendo en grave peligro todo el intento. Y no se trata, en su opinión, de tensiones menores como las que puede haber en las distintas escuelas psicoanalíticas o junguianas, sino de discordancias fundamentales en torno a la naturaleza, el alcance y el papel de la psicología transpersonal.
Resulta lamentable que la incomprensión de quienes más agradecidos deberían estar por sus esfuerzos por legitimar al Espíritu en el mundo postmoderno actual, haya acabado contribuyendo a su distanciamiento y a su reciente abandono del movimiento transpersonal.
Sea como fuere, su obra ―con sus fortalezas y limitaciones― ha dejado ya una huella indeleble que le ha garantizado un lugar privilegiado en el panteón de la psicología transpersonal.
Poco más quisiera decir en este capítulo. Sólo me resta darles las gracias por su atención, con la esperanza de que alguna de las notas pulsadas en esta aproximación haya despertado en el oyente algún acorde que le lleve a emprender ―o reemprender― sin tardanza el trabajo psicológico y espiritual necesario para acometer con renovado brío su proceso de desarrollo, un proceso que va desde una nada que lo quiere todo (y que, en consecuencia, todo lo teme y se defiende de todo) hasta una nada que no quiere nada (y que, en consecuencia, no teme a nada y de nada se defiende), un proceso en cuyo transitar se nos va la vida... o las vidas.
O, como tan poéticamente resumió Juan de Yepes ―nuestro místico por excelencia― la esencia de la subida al monte Carmelo: “Nada, nada, nada, nada... y en el monte nada”.
En Eso estamos.