María Martínez
Conciencia no dual
Séptima Parte
Por María Martínez 10 de septiembre de 2006Versión PDF7.- EL ENTIERRO DE LAS SARDINAS: «El fin de la creencia de ser un cuerpo y una mente separados»
Nos seguíamos despertando espontáneamente antes del amanecer con el impulso y la necesidad de sentarnos a contemplar. Para mí esto era nuevo, y lo disfrutaba profundamente. Era un bendito silencio en el que uno desaparecía en esa Conciencia infinita, descansando por fin en “casa”.
Después de desayunar fuimos al Centro de Interpretación del Parque, donde nos aconsejaron hacer una excursión para ver un bosque de hayas centenarias. Cogimos el coche y recorrimos varios kilómetros hasta llegar a una zona de descanso, de donde partía una pista. Mi compañero quiso que continuásemos en coche, pero yo tenía miedo y prefería que fuésemos andando, porque nuestro vehículo no era todoterreno. El se enfadó, de modo que accedí y seguí conduciendo. Me temblaban las manos mientras sorteaba los profundos baches y desniveles durante un tiempo que me pareció interminable, pero el camino era tan estrecho que ya no se podía dar la vuelta. Al fin llegamos a un lugar donde podíamos dejar el coche, y cogimos las mochilas y los bastones.
Nos dimos cuenta de que otra vez nos habíamos equivocado de camino, pues estábamos en la ruta de las cascadas de ayer accediendo desde otro punto, y no en el sendero de las hayas. Este partía justamente de otra pista que salía del área de descanso en la que no quisimos detenernos. Lejos de sentir frustración, nos alegró mucho volver a las cascadas, pues era una fantástica oportunidad de disfrutarlas de día e incluso de bañarse en ellas.
Mientras caminábamos, dialogamos acerca de lo que significa “amoldarse” uno a otro en la pareja, y vimos cómo los programas de ambos se alimentan mutuamente. La reacción masculina (que no necesariamente tiene que ser del hombre, a veces es de la mujer) genera agresividad, por “deseo de conseguir algo”, y la femenina genera “miedo a perder algo”. En los dos casos son reacciones biológicas y surgen de la identificación con el cuerpo y la mente.
Llegamos a las Cascadas. Hoy estaban inmensamente luminosas bajo el fuerte sol de la mañana. Había una pareja joven de origen catalán con un niño pequeño al que tenían que sujetar para que no se tirase al agua, porque no tenía miedo a nada. Hice fotos y seguimos luego camino arriba, hasta llegar a un lugar muy bello y solitario en el que decidimos quedarnos a pasar el día. La única sombra estaba en mitad de una pequeña pradera, al otro lado del río, junto a un arbolito que nos resultó irreconocible desde la distancia. Nos acercamos y vimos que se trataba de un manzano silvestre, cargado de diminutas manzanas. Era la primera vez en nuestra vida que veíamos este árbol y eso nos emocionó. La esencia de la flor de manzano silvestre la utilizamos en medicina para el sentimiento de impureza, porque ayuda a contactar con la pureza original que somos. La habíamos recetado y tomado en numerosas ocasiones, pero no conocíamos el árbol.
Mi compañero recordó que todo su guion de vida aparente había sido construido en base a una “desvalorización moral”, cuando creyó, siendo niño, que él era una mala persona y que se encontraba en pecado. Para mí había sido semejante. Nos dimos cuenta que el relato de Adán y Eva en nuestra tradición habla de la pérdida de esa inocencia original. Cuando comieron del “árbol de la Ciencia del Bien y del Mal”, es decir, cuando el ser humano se identificó con la mente, con el pensamiento dual... “vieron que estaban desnudos y sintieron vergüenza”, es decir, perdieron su “inocencia”. Al aparecer el sentimiento de separación, fruto de esa identificación con la mente, aparece también el dolor, el sacrificio, el esfuerzo y el miedo. Todo ello es traído por el pensamiento. Pero no todo está perdido, porque Dios les promete que “enviará a su Hijo para redimirles del pecado”. Ese Hijo es la Conciencia del Sí mismo, que está aquí, al alcance de todos, porque es lo que realmente somos y hemos sido siempre.
Algunas hormigas aladas revoloteaban a nuestro alrededor y caminaban por el suelo, seguramente ya fecundadas y en búsqueda de un lugar en el que establecer un nuevo hormiguero. Había mariposas de múltiples colores y tamaños: naranjas, azules, blancas, amarillas y pardas. Los brezos estaban en flor y la hierba se había adornado con cientos de diminutas flores de color violeta rosado que nacían directamente del suelo, cubriéndolo tanto que había que caminar descalzos y con mucho cuidado para no pisar ninguna de ellas.
Nos bañamos en el río, entre cascadas y rápidos de agua helada. Dejamos que el agua se llevase “todo” como un símbolo de limpieza. Luego preparamos dos deliciosos bocadillos de sardinillas y los comimos al sol, con abundante fruta. Cogimos unas cuantas manzanas silvestres y las mordisqueamos para saborear su amargor, mientras reíamos como niños.
No teníamos bolsa para llevar las latas vacías de sardinas en la mochila, de modo que pensamos en enterrarlas y encontramos el lugar apropiado al pie del manzano silvestre. Mientras lo hacíamos, dije:
―¿No se hace el último día de Carnaval una fiesta que se llama “El entierro de la Sardina”?
―Sí.
―¿Y qué significa?
―Significa el final del personaje, de la mascarada de disfraces, de lo que “no somos”.
Miramos el envase de las latas y observamos que ponía “Sardinillas grandes Hoteles”, seguido de un dibujo de cinco estrellas. Nos reímos. El entierro se convirtió en una ceremonia consciente, que simbolizaba el entierro la idea de ser este “disfraz”, este personaje inexistente como entidad separada, la creencia de ser el “hacedor”. Ese personaje, ese “yo” no es “una” sardina, sino “múltiples sardinillas”, múltiples energías, tendencias o programas con los que vamos alternando en identificaciones continuas.
Las latas quedaron enterradas al pie del árbol del Conocimiento puro, de la Verdad, de la Inocencia, de la Visión Transparente, del Presenciador, simbolizado por el manzano silvestre, y tras el entierro nos damos por “muertos”.
Entre risas, buscamos un lugar en que diese el sol para leer un rato. Encontramos una gran roca en medio del río, que brillaba iluminada entre las sombras de las hayas cargadas de hayucos. Nos acercamos y vimos que tenía forma de “trono”. Había dos auténticos tronos con asiento de musgo, y bajo ellos se encontraban dos cascadas, una a cada lado.
―El Rey y la Reina son el “Sí Mismo” ―dijo mi compañero, haciendo referencia al título del texto que llevaba en sus manos en ese momento para leer―
Nos sentamos. Continuamos con La Llave Maestra de la Realización del Sí Mismo de Siddharameshwar y lo terminamos. El libro finalizaba hablando del Yo permanente, más allá de lo transitorio, donde aparece un sentimiento de unidad porque todos los seres son “Yo mismo”; Aquello y lo Manifestado son una sola cosa. Sus últimas palabras, en sánscrito, corresponden al mantram del “satgurú”, que el maestro deja como regalo a sus discípulos.
Recogimos y descendimos caminando mientras entonábamos el mantram en una melodía espontánea a dos voces, que iban cambiando solas. Allí no había nadie caminando ni cantando; podían verse dos cuerpos aparentes, pero había una Conciencia única manifestándose en todas las cosas.
Conduje el coche ―ya sin miedo― y recorrimos el camino de vuelta. A dos kilómetros encontramos un valle en el que había una enorme escultura que representaba una gigantesca calavera.
―¡Eso es para que no nos olvidemos de que estamos muertos! ―dijimos los dos a la vez riendo―.
Nos detuvimos y subimos hasta la escultura. Estaba hecha con troncos de árboles sin corteza, cortados y envueltos en mallas metálicas que los sujetaban para darles la forma de un esqueleto. Aunque desde lejos se veía sólo la calavera, en realidad simbolizaba un esqueleto completo, en parte cubierto por zarzas y arbustos. Los agujeros de los ojos eran de la altura de una persona, y uno podía ponerse de pie dentro de ellos. Mi compañero se dio cuenta de que había un gran tronco curvo fuera de lugar, caído en el camino. Seguramente alguien lo sacó de su sitio, jugando a romper las cosas. Con gran esfuerzo lo cogió y lo colocó simétricamente a otro de la misma forma y tamaño, en su lugar.
―¿Te has dado cuenta de que es la “costilla”? ―le dije―.
―¿De verdad?
Evidentemente, era la costilla. Soltamos una carcajada.
―¡Pues he vuelto a poner la costilla de Adán en su sitio!
En ese momento llegaron cinco niños corriendo. Uno de ellos, de alrededor de 10 años de edad, se dirigió a mi compañero y le dijo:
―¡Te he visto quitar un tronco, eso no se hace!
―No lo ha quitado ―expliqué yo― Lo ha puesto en su lugar, porque alguien lo había sacado del sitio. ¡Y además con gran esfuerzo, porque pesaba bastante!
―Ah, bueno ―respondió el niño―. ¡Yo soy el hijo del alcalde y en su nombre te doy las gracias!
Extendió su mano y mi compañero se la estrechó. Yo miraba estupefacta.
―La humanidad te da las gracias por restituir la costilla de Adán ―le dije a mi compañero en voz baja―.
―El ser humano necesita volver a ser uno, integrar lo masculino y lo femenino y estar completo por fin ―susurró él con los ojos brillantes de emoción―. Eso es muy importante, sobre todo para los hombres.
Los niños se pusieron a jugar, trepando entre risas por los troncos de la calavera, subiéndose por la nariz, entrando por los ojos, y utilizando el interior del cráneo como cabaña.
―Cuando muere la idea de ser un organismo cuerpo-mente, se recupera la inocencia original. El que está muerto ya no puede temer a la muerte.
―¡Y danza en este mundo de lo manifestado con una alegría limpia y pura, como los niños sobre la calavera!
Cogimos de nuevo el coche y continuamos la vuelta. En la carretera, dos vacas con sus dos terneros caminaban despacio impidiendo que los vehículos los adelantasen. El poder de la inocencia era capaz de detener el mundo.
Al llegar al pueblo, el último rayo del sol poniente iluminaba el campanario de la iglesia. Todos los demás edificios estaban en sombra.
En el puente, un pajarillo muerto aguardaba que alguien recogiese su cuerpo. Nos detuvimos a mirar a los niños jugando en los columpios de un parque desde la barandilla de piedra. Uno de los niños se dio un golpe en la boca al bajar por el tobogán, y su madre lo abrazó mientras le limpiaba la sangre y le decía que “no había sido nada”.
―Esa inocencia y ese no-miedo, esa libertad y poder, no eximen del dolor mientras hay un cuerpo.
―Es cierto. Pero cuando uno se da cuenta de que no es el cuerpo, el dolor “no es nada”.
En la casa de aldea donde nos alojábamos nos esperaba una suculenta cena en el menú. La disfrutamos como una fiesta de funeral. Después del postre, la dueña de la casa se acercó a la mesa y nos devolvió los carnés de identidad que le habíamos dejado ayer. Mi compañero exclamó:
―¡Nos devuelven el carné!
―¿Y qué?
―¡Se nos devuelve nuestra identidad! Cuando muere la identificación con la persona recuperamos nuestra verdadera identidad.
Reímos. Habían pasado tantas cosas, que pensábamos que si lo contásemos nadie podía creerlo. Ya en la habitación, cogimos un cuaderno y un boli y tomamos unas pequeñas notas sobre este día.
―¡Ya no puede ocurrir nada más! ―dije cuando estaba anotando lo de los carnés de identidad―.
Pero apenas había pronunciado estas palabras, se terminó la tinta del bolígrafo.
―Bueno, lo del boli era lo último, un chiste de despedida de la Inteligencia de la Vida ―dije riendo―.
―Nunca se sabe... ―respondió mi compañero―.
―Vamos a dormir antes de que pasen más cosas, que ya no tengo boli para escribirlas. ¿Qué hora es?
―Las 12 en punto.
La hora en que terminan o empiezan los encantamientos ―pensé mientras me tumbaba y apagaba la luz―. La identificación con el cuerpo y la mente es el gran encantamiento del ser humano.
Este día había significado un profundizar en esa dirección, con las intensas vivencias que habían tenido lugar. La Inteligencia de la Vida había construido una bella trama, y entre bromas y risas había tenido lugar un gran aprendizaje. Al día siguiente escribí un poema para recordarlo:
EL ENTIERRO DE LAS SARDINAS: “El fin de la creencia de ser un cuerpo y una mente separados”
Bajo un manzano silvestre
hay dos latas enterradas
de sardinillas en salsa
de muy importante marca.Al funeral de sus cuerpos,
y ¡cómo no! de sus almas,
asistieron las manzanas
y las hormigas aladas.Se reían las hormigas,
Se reían más las hayas.
Y en medio del limpio río
se reían las cascadas.¿Por qué llorar a los muertos
cuando estaban muertos ya?
¡Será mejor que cantemos!
Y empezaron a cantar:“Sardinita, sardinita,
que creías ser real,
como el disfraz de los niños,
cuando llega carnaval.Sardinita, sardinita,
te acabamos de enterrar,
y para que no lo dudes
la calavera verás”Luego les dieron un trono
de grandiosa majestad,
hecho de musgos y piedra,
bajo el sol de la Verdad.Y dijeron en silencio:
“Ahora que estáis muertas ya,
podéis disfrutarlo todo
pues por fin sois Todo ya”“Sardinita, sardinita,
que creías ser real,
como el disfraz de los niños,
cuando llega carnaval.Ahora, muerta y enterrada,
cántate en tu funeral
y disfruta tu inocencia,
¡tu Inocencia original!