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Extractos - Jan Kersschot

Simplemente conciencia

Por Jan Kersschot

El necio niega lo que ve, no lo que piensa.
El sabio rechaza lo que piensa, no lo que ve.

Huang-po
Jan Kersschot

Al caminar por la calle, al estar sentado en un restaurante o al trabajar, uno debería ser capaz de reconocer su verdadera esencia. Por desgracia, la mayor parte del tiempo estamos totalmente absortos en la fantasía de nuestro monólogo interno y por lo tanto no vemos Aquello que en nosotros está viendo y no percibimos. Aquello que en nosotros está percibiendo. Estamos ensimismados con nuestras fantasías y abstracciones, identificados con nuestra personalidad, nuestras pautas habituales de comportamiento y nuestras máscaras sociales. Y todo esto nos impide vivir, momento a momento, la experiencia de la pura conciencia. En otras palabras: la infinidad ya está aquí, pero simplemente no la percibimos. Estamos demasiado ocupados pensando, esperando, soñando. La mayor parte del tiempo, las personas no son capaces ―en la vida cotidiana― de ser simplemente lo que son, de sentarse con total serenidad sin hacer nada más. Alan Watts escribió:

Si está pensando que debiera estar en la oficina o que debiera estar preparando la comida o se está preocupando por algo, entonces usted no puede sentarse en el lugar en el que está. Usted no se encuentra realmente allí. Usted es como un globo de helio que quiere salir volando hacia otro lugar. Pero cuando conozca a personas relacionadas con el zen, verá como ellas si están presentes.

(Buddhism, The Religion of No-Religion)

Cuando seamos capaces de dejar que esta pura conciencia opere en nuestro día a día, la revelación de quién somos en realidad nos acompañará en todo momento. Descubriremos lo maravilloso que es poder decir "yo soy consciente". Esta afirmación puede ser un buen punto de partida para nuestra investigación en este libro. Como dijimos antes, todos podemos afirmar, "yo soy" sin titubear un segundo. Y aunque esto parezca un descubrimiento minúsculo, se trata en el fondo de una revolución de inimaginables consecuencias.

A modo de ejercicio, podemos comenzar por tomar conciencia del mundo a nuestro alrededor. Cuando observamos nuestro entorno inmediato y relajamos nuestra mente, podemos dejar que nuestra mente y el entorno se mezclen. Abandonamos nuestra identidad y simplemente permitimos que todo ocurra. Podemos percibir los objetos que nos rodean, ver su forma y color y darnos cuenta de que esto no nos cuesta ningún esfuerzo. En vez de mirar a los objetos, dejamos que éstos nos miren. Esta forma pasiva de mirar puede hacer que surja una nueva manera de ser: descubrimos nuestra conciencia presente, la conciencia en la cual flotan todas estas imágenes. Todo ocurre de una manera muy natural y podemos entonces darnos cuenta de que esta conciencia está siempre disponible. Simplemente observamos sin esfuerzo alguno todo lo que se presenta.

Ocurre lo mismo con los sonidos, con los olores o con las sensaciones del tacto: les prestamos la misma desapegada atención que a las imágenes visuales. Podemos tomar conciencia de las sensaciones corporales que se presenten. Por ejemplo, la presión de nuestro trasero contra la silla, una molestia en el cuello o en la espalda. Sean agradables o no, podemos tomar conciencia de todas estas sensaciones fácilmente. Hasta cuando estamos demasiado cansados para prestarle atención a todas las sensaciones, podemos sin ningún esfuerzo tomar conciencia de ese cansancio. Todas estas sensaciones aparecen en nuestra conciencia presente. Este campo de conciencia es transparente como el cristal y se encuentra siempre activo de una manera espontánea y libre de esfuerzo.

Comprendiendo todo esto, ¿podemos aún afirmar que estamos dentro de un cuerpo o deberíamos afirmar que es el cuerpo el que aparece en nosotros? Si observamos con cuidado, veremos que nuestro cuerpo se nos presenta como una serie de percepciones sensoriales y como una serie de conceptos que tenemos sobre nosotros mismos. Conocemos nuestro cuerpo porque sentimos sus distintas partes: sabemos que tenemos una espalda cuando sentimos un dolor en las lumbares, sabemos que tenemos dientes cuando éstos nos duelen, y así sucesivamente.

Pero también conocemos (indirectamente) nuestro cuerpo a través de los conceptos: sabemos qué aspecto tenemos porque recordamos nuestra imagen en el espejo o una fotografía. Lo mismo ocurre con nuestro carácter, otros nos han dicho que somos egocéntricos, melancólicos, optimistas, etc. O nos imaginamos que somos inteligentes o impacientes. Y aunque todas estas etiquetas tengan sólo una cierta validez provisional, las aceptamos como si describieran características permanentes de nuestro cuerpo y de nuestra mente. Al reunir toda esta información (mediante el uso de nuestra memoria), obtenemos una imagen de nosotros mismos llamada personalidad.

Cuando llegamos a la edad adulta, ya hemos aprendido a identificarnos con estas sensaciones y características, con todos estos conceptos sobre nosotros mismos. Ya nos hemos convencido de que esta personalidad con sus particularidades es lo que somos en realidad. Pero si nos observamos con mucha atención, podremos ver que todas estas sensaciones no aparecen en nuestro cuerpo ni en nuestro cerebro, sino en nuestra conciencia. Los científicos nos dicen que esta conciencia es una función del cerebro y éste es un órgano de nuestro cuerpo. Pero si nos atrevemos a mirar por nuestra cuenta podremos ver que es justamente al revés: no somos nosotros los que aparecemos en nuestros cuerpos y mentes sino más bien son estos cuerpos y mentes los que aparecen en nosotros. O para decirlo mejor, nuestro cuerpo y nuestra mente aparecen ―como imágenes― en nuestra conciencia presente. Igual que las nubes que pasan por el cielo.