Extractos - José Díez Faixat
Siendo nada, soy todo
Por José Díez FaixatEn el comienzo del proceso evolutivo, el sujeto está completamente identificado con el objeto, o, dicho de otra manera, la conciencia se encuentra íntegramente absorbida por la energía. En la cumbre de este proceso, en el estado del testigo, el sujeto ya se ha desidentificado plenamente del mundo objetivo y la conciencia brilla radiante en toda su pureza. Desde la perspectiva relativa, se ve el origen como la totalidad de la energía objetiva sin ninguna conciencia subjetiva, y la meta como el equilibrio inverso de ambas facetas. El yo reflejado parte, así, de una situación de absorción inconsciente con la totalidad del entorno, y, a través del proceso de desidentificación, va desasiéndose, capa tras capa, de todo el mundo de las formas, hasta descubrirse como una nada objetiva, plena de conciencia pura. Cuando, en un instante sin tiempo, el testigo es arrebatado por el fundamento no dual, descubre la indiferenciación última de la energía y la conciencia, y, por tanto, la absoluta identidad de la base y la cumbre, del todo y la nada, "reconciliando en sí mismo lo más alto y lo más bajo". El camino de la desidentificación resulta ser, sorprendentemente, el camino de la plena expansión. Desde la perspectiva zen, el proceso íntegro se puede resumir así: "Estudiar el budismo es estudiarse a uno mismo. Estudiarse a uno mismo es olvidarse de uno mismo. Olvidarse de uno mismo es percibirse a uno mismo como la totalidad de las cosas".
Los términos todo y nada sólo tienen sentido en relación con un "algo", pero cuando ese algo se desvela como ilusorio, el todo y la nada se comprenden como una misma y única realidad no dual. En el origen, cuando todavía no estábamos identificados con algo particular, éramos realmente el todo, es decir, lo no dual. En la cumbre, cuando ya no estemos identificados con algo particular, ni siquiera con el testigo, seremos verdaderamente la nada, es decir, lo no dual de nuevo. Desde la perspectiva relativa del ego separado esos polos parecen antagónicos, pero en sí mismos resultan absolutamente idénticos. Y, más aún, esa no dualidad que descubrimos en los puntos extremos del trayecto temporal es también, en verdad, la única realidad en cada instante del proceso, pero el yo reflejado la interpreta erróneamente en función de su propia posición relativa. La aparente paradoja entre lo que parece, por un lado, un proceso temporal rectilíneo ―desde el todo hasta la nada― y, por otro, un movimiento circular ―desde lo no dual a lo no dual pasando por el ego―, se resuelve al comprender el carácter ilusorio de la perspectiva temporal y la radical atemporalidad de cada instante presente. Sólo hay cambios en el ámbito de identificación del yo fenoménico ―primero con el todo, luego con algo y al final con nada―, pero el Sí mismo real permanece eternamente inmutable.
Nuestro único problema, nuestro único pecado, consiste en creer que somos alguien, o algo, porque en el mismo momento en que nos identificamos con una cosa determinada, automáticamente dejamos de ser todo lo demás. "Ser esto" implica, inexorablemente, "no ser aquello". Y así comienza el inagotable juego de las dualidades, las fronteras, los miedos y los conflictos. La única solución está en trascender nuestra identidad separada y, al descubrirnos como nada, ser uno con todo y con todos. Porque sólo cuando no somos nada en particular, somos realmente todo. Al no ser absolutamente nada, no tenemos nada que nos limite, y, de esta forma, toda la existencia se revela como nuestro propio ser. Como explicaba una mística medieval: "El conocimiento de mi nada, me ha dado el todo". Cuando creíamos ser algo, sólo éramos unos pobres egos aislados, pero al sabernos nada, somos literalmente infinitos. Al ser algo, teníamos una limitada vida temporal, pero al ser nada somos en verdad eternos. En cuanto algo, éramos tan sólo eso, pero en cuanto nada, somos también todo lo demás y por siempre. Podemos decir, así, indistintamente, que somos nada o que somos todo, que el yo no existe o que es uno con todas las cosas, pues ambas expresiones hacen referencia a una misma experiencia no dual, en la que el engañoso algo ha desaparecido por completo.
Todas las tradiciones espirituales insisten en la necesidad de vivir con un corazón vacío para que pueda ser llenado por el mundo, de estar dispuestos a no ser nada para llegar a ser todas las cosas. Sólo cuando ya no hay yo se puede descubrir, vivencialmente, que todo el universo no es sino yo mismo. En palabras de un místico castellano: "para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada", porque "cuando reparas en algo, dejas de arrojarte al todo". Sólo el que ha renunciado a sí mismo posee todas las cosas, sólo el que se ha vaciado plenamente puede llenarse de todo, sólo el que está completamente desnudo puede vestirse con todas las formas del mundo. Por eso, cuando uno ya no es nada, absolutamente nada, descubre que nada le falta, que no ha perdido nada y lo ha ganado todo, porque al hacerse transparente se ha llenado por completo de luz. Al renunciar a todo, todo le ha sido dado. "Quien todo da, todo tiene". Cuando el yo separado es, así, trascendido totalmente, en el mismo momento en que parece que se va a quedar sin nada, se desvela radiante su plenitud sin límites. En el mismo instante de la muerte, acontece inesperada la resurrección. Con la pérdida total, surge la ganancia total. Con la humillación, la exaltación. Con la aniquilación, la gloria eterna.
El camino para descubrir nuestra verdadera naturaleza no dual pasa, inexorablemente, por la paulatina desidentificación de todo el universo objetivo. Sólo soltándolo todo, podemos poseerlo todo. Sólo sabiéndonos nada, logramos reconocernos como todo. Dado que el nacimiento del yo fenoménico no es sino la aparición de la engañosa identificación con algo particular, resulta absolutamente indispensable desmontar por completo esa perspectiva ilusoria, si aspiramos a reconocer nuestra verdadera realidad. Para pasar desde nuestra limitada persona imaginada hasta nuestra infinita identidad real ―la totalidad siempre presente―, es imprescindible atravesar la puerta estrecha de la nada. Sólo cuando el algo se ve como nada, se desvela diáfanamente lo no dual. Sólo cuando se descubre el fundamento vacío, y no antes, se puede afirmar que uno es, en verdad, todas las cosas. Primero es necesario darnos cuenta que no somos ninguna forma particular, y, sólo posteriormente, podemos comprender que todas esas formas trascendidas son, en realidad, nuestros propios reflejos. Descubrimos, así, que somos, simultáneamente, tanto el flujo total de los procesos del mundo, como la luminosa lucidez vacía en la que esos procesos discurren. Somos, en definitiva, un océano sin límites en el que todo sucede, una sorprendente nada rebosante hasta el borde con sus propias proyecciones fenoménicas.
Nuestra identidad suprema es esta no dualidad integral que, como decía un místico renano, "ante el mundo parece la nada, pero que para los hijos de la sabiduría es todas las cosas". Es la identidad del origen y el fin, de la base y la cumbre, de lo exterior y lo interior, de la energía creadora y la conciencia pura, de la luz y la lucidez, de Shakti y Shiva. Como es "previa" a esta polarización aparente que da origen a todos los procesos finitos del universo, no es, literalmente, ninguna cosa en particular, porque no tiene límites, pero como todos esos procesos fenoménicos no son sino sus propios reflejos temporales, es también, a la vez, todos y cada uno de ellos. Es, pues, la unión de los contrarios, plenitud y vacuidad simultáneas, inmanencia y trascendencia, infinito y cero, todo y nada. Está libre de todas las cosas y, por eso, es todas las cosas. No tiene ninguna propiedad y, de ese modo, las tiene todas. En un sentido, es todo: "Todo esto ―el mundo― es brahman", y, en otro, es nada: "Él no es esto, ni esto". Quien lo descubre encuentra nada y todo. Lo diáfano, lo informe y lo silencioso es lo mismo que todo el juego de colores, de formas y de sonidos.
Afirmaba un sabio de nuestro tiempo: "El amor dice: yo soy todo. La sabiduría dice: yo soy nada. Entre ambos fluye mi vida". Todo el proceso universal no es sino esta corriente entre las dos facetas aparentes del Sí mismo, como base de amor y como cumbre de sabiduría. La identidad de estos polos en el fundamento vacío, o realidad no dual, no es, así, de ningún modo, una nada impotente, sino la fuente misma de todas las cosas, que las crea, constituye y comprende. Es una claridad pura que no sólo contiene sino que es todas las criaturas del mundo. Una matriz infinitamente fértil en la que surgen, subsisten y se disuelven todas las formas del universo. Un océano sin límites que permanece eternamente inmutable y creativo tras el dinámico juego de sus olas fugaces.