Extractos - Hui Hai
La Vacuidad Budista
Por John BlofeldLa vacuidad budista ―shunyata― es un gran misterio. Es un concepto que está en el corazón mismo de toda la enseñanza del Budismo Mahayana. Se ha escrito sobre este tema innumerables tratados y las alusiones que se han hecho sobre él en las escrituras sagradas llenarían volúmenes. Sin embargo, como todo lo que es objeto de experiencia mística, la vacuidad no puede ser ni descrita ni definida. En verdad, casi nada puede decirse que tenga valor. Pocos sabios occidentales parecen haber captado su sentido, y aún en los países budistas, con la excepción de algunos místicos realizados, los que en sus meditaciones más profundas se han encontrado cara a cara con la vacuidad, hay relativamente pocas personas que gracias a ciertas intuiciones preliminares adquiridas en el curso de la meditación, asociadas a un vasto conocimiento de los sutras, puedan haberse formado una idea aproximada de lo que es la vacuidad.
En cuanto a mí, que estoy muy lejos de ser un místico realizado, escribir aunque sea unas líneas sobre este tema es presunción pura. La razón que me incita a correr este riesgo es doble. En primer lugar, el conocimiento adquirido de mis maestros chinos y tibetanos me autoriza, aunque sea un poco, a proponer algunas pautas que permitan hacerse una idea imperfecta de lo que los sutras quieren decir cuando hablan de la vacuidad.
En segundo lugar, creo que la acusación de pesimismo, totalmente infundada, que ciertos críticos occidentales lanzan contra el Budismo se debe, en gran medida, a que confunden la vacuidad con el vacío puro y simple ―en el sentido negativo de la nada― llegando así a la conclusión ―blasfemia para los Budistas― que el nirvana es sinónimo de extinción. Sin embargo, no estoy absolutamente seguro de haber comprendido correctamente la enseñanza recibida de mis maestros y de los sutras, y en mis meditaciones en ningún momento me he aproximado yo mismo a la experiencia de la vacuidad. Por consiguiente, estas afirmaciones deben ser recibidas con la circunspección que pueda experimentar un ciego que acepta dejarse guiar por un pobre miope.
La idea clave está dada en el pequeño Sutra del Corazón que es recitado cada día ―en chino, en japonés, en tibetano o en sánscrito― por millones de budistas del Mahayana. Este sutra afirma nítidamente que “la forma es vacuidad y la vacuidad es forma; la forma no difiere de la vacuidad ni la vacuidad de la forma.” Aunque su sentido real pueda no parecer de una claridad luminosa, al menos demuestra que la vacuidad es algo muy diferente de la simple nada. La explicación dada generalmente es que no puede existir separación valedera entre lo absoluto y lo relativo, entre la realidad y las apariencias, entre la fuente de origen y el universo manifestado, o entre el “creador” y lo “creado”. Nada es real, en el sentido en que nada tiene una existencia independiente que le pertenezca como propia, y no es más que un fenómeno transitorio, combinación de millones de fenómenos todavía más fugaces. Sin embargo, todo es real en el sentido que es una manifestación del Ser sin atributos y por lo tanto inasequible.
Propongamos una comparación burda: las olas aisladas del mar no tienen ninguna permanencia ni existencia, ellas cambian de instante en instante confundiéndose para desaparecer en el acto ¿se podría decir que ninguna existe en tanto que el mar permanece? Esta comparación no deja de tener sus puntos débiles, pues si una ola, en cualquier momento que se la considere, no es otra cosa que mar, no es el mar en su totalidad sino sólo una parte. En tanto que si hablamos de vacuidad, no estamos tratando con algo sometido a leyes espaciales, de manera que cada “partícula” es en efecto el todo. Es por eso que los chinos prefieren la comparación con el sol cuya imagen se refleja en el agua de múltiples receptáculos: “cada uno de estos receptáculos contiene un sol y cada sol es completo en sí mismo y no obstante idéntico al sol del cielo… y aún más… el sol del cielo de ninguna manera ha sido disminuido por eso.” (Huai-Hai, siglo VIII D.C..)
Además este mismo escritor habla de la Iluminación como de “la identidad de la forma y de la vacuidad”. Sin embargo, él indica más adelante dos especies de vacuidad: la que está asociada a la no-vacuidad y “la última vacuidad” que está más allá de la dualidad de la vacuidad y de la no-vacuidad. Es obvio que la vacuidad de la que el místico hace la experiencia es la primera de las dos, porque él llega allí a partir de un estado de conciencia llamado “normal”, en el cual la no-vacuidad es constantemente aparente, y se espera que recuperará ese estado después de su experiencia mística. ¿Cómo podría él evitar la comparación de su estado de vacuidad con el estado de no-vacuidad que le precede y que le sigue? No obstante, si su experiencia ha sido profunda, sale de su meditación con la total convicción que vacuidad y no-vacuidad no son alternativas, pues ellas son no sólo coexistentes sino además absolutamente idénticas.
Es aquí donde la lógica nos traiciona. Lógicamente nada puede ser a la vez vacío y no vacío, si no es en el sentido que algo pueda tener dos aspectos diferentes. Es por eso que el occidental entrenado a pensar en términos de categorías lógicas cae, hasta cierto punto, en el dualismo. Él puede admitir que, en abstracto, el vacío y el no vacío sean realmente una sola y misma cosa, pero las limitaciones que le impone su formación lógica lo obligan a considerar los dos aspectos coexistentes de la realidad: vacuidad y no-vacuidad, de todas maneras como transitoriamente separados en alguna medida. El iniciado oriental experimenta el mismo género de dificultad porque su experiencia en el estado místico (de vacuidad) difiere de su experiencia en el estado llamado “normal” (de no-vacuidad); pero, como su espíritu está menos moldeado por la lógica occidental, está desde el comienzo más dispuesto a admitir intelectualmente que el vacío y el no-vacío pueden ser una sola y misma cosa al mismo tiempo. Así en su búsqueda de una experiencia mística realmente vivida de la unidad de ambos, él tiene menos obstáculos que superar.
Se podría objetar que Huai-Hai también había sucumbido a este error del dualismo, porque él indica dos clases de vacío; pero estoy seguro que, menos que nadie, podría ser culpable (o víctima) de un error tan burdo. Es evidente que la distinción que establece es subjetiva: la vacuidad es asociada a la no-vacuidad en el espíritu de los que van y vienen entre un estado de conciencia que percibe todo como no-vacuidad y otro que percibe todo como vacuidad; pero esta misma vacuidad ―tal como es ella realmente y aparte de como es experimentada y de la persona que lo hace― está por siempre más allá de las distinciones del vacío y del no vacío.
Esta doctrina de la vacuidad, aún si es sólo vagamente comprendida ―siempre que no sea mal interpretada― es suficiente para desengañarnos de la idea que el Budismo es pesimista. ¿Cómo la muerte o la extinción pueden ser una causa de dolor si absolutamente nadie muere o se aniquila? Tanto tiempo como persistamos en creer que somos verdaderamente entidades individuales, que soportan el nacimiento, el crecimiento, la declinación y la muerte, tendremos suficientes razones para verter lágrimas. Pero cuando ―por la práctica de la verdadera meditación― aparece de súbito claramente que “yo” no es “yo”, que la conciencia individual no es del todo individual sino que se identifica con esta conciencia luminosa, cuya existencia es independiente, sin objeto, y que es el ser del universo entero ―sin nacimiento, sin muerte, increada e indestructible― entonces uno puede permitirse reír ante el pensamiento de la muerte, la propia ola de no importa quien.
Admitamos que haya gente que se aferra a esta vida por fuerza insatisfactoria y a la creencia en la realidad de su yo, de manera tan tenaz como para que el pensamiento de perderse en el infinito sea mucho menos atrayente que la creencia en una existencia individual, bajo una forma u otra, que sea eterna. Si nos figuramos que ahora somos individuos, el temor de perder nuestra individualidad bien puede causarnos una cierta ansiedad; pero para un místico realizado que sabe, sin ninguna duda posible ―después de una experiencia vivida― que ninguna individualidad ha existido jamás, el pensamiento de perderla está absolutamente desprovisto de sentido. Todo lo que vamos a perder ―en esta vida o en una vida futura― es la ilusión vana de ser individuos. Es esta ilusión, dicho sea de paso, que es responsable de todas las frustraciones de la vida y de la mayor parte de sus sufrimientos. Es una felicidad perderla.
Si yo mostrara este artículo a uno de mis maestros tibetanos o chinos, me diría probablemente: “!Rómpelo! ¿para qué perder tu tiempo y el de los otros en discusiones filosóficas, en especulaciones desprovistas de sentido, sobre lo que los sutras llaman la vacuidad? Diez gruesos volúmenes sobre este tema no te conducirían a ti ni a tus lectores, más cerca de una verdadera comprensión. La vacuidad está allí en tu espíritu y por todas partes alrededor. Lo que hace falta, es vivir la experiencia. Cesa entonces de escribir y aún de leer y busca hacer la experiencia directa ahora.”
Presumo que este consejo sería acompañado de una sonrisa; pues, en efecto, aún los maestros más iluminados son llevados, en cierta medida, a escribir y a hablar justo lo suficiente para hacer tomar conciencia a sus discípulos que hay un tesoro que buscar, y evitar que corran el riesgo de derrochar las horas y los años sin intentar esta búsqueda.
Por lo tanto, jamás he escuchado a alguno de mis maestros pretender definir la vacuidad. Ellos están mucho más preocupados en proporcionar los métodos gracias a los cuales todo discípulo puede, si tiene suficiente celo, descubrirla por sí mismo, franqueando los estrechos límites de la lógica, sus encadenamientos conceptuales y su dualismo, para penetrar en el dominio ilimitado de la experiencia pura.
Los métodos tibetanos para realizar tal experiencia son multiformes, porque está reconocido que los obstáculos varían según la aptitud natural, la inteligencia y el entrenamiento de cada discípulo. No obstante, todos ellos son muy próximos en su esencia. Para preparar el espíritu al salto hacia adelante, en todos ellos se exige una frecuente meditación de un mantra que se puede traducir así: “La vacuidad es la esencia de todos los dharmas (objetos, conceptos, etc.) y yo mismo soy también de la esencia de la vacuidad”. El poder de sugestión de la repetición frecuente es muy fuerte, tan fuerte como para ayudar a la destrucción de los obstáculos levantados en el curso de una vida por gente que juzga el mundo fenomenal según la apariencia. La mayor parte de los métodos comprenden también un entrenamiento basado en la representación visual. Una serie de símbolos bien escogidos es visualizada tan a menudo y tan nítidamente como sea posible. Progresivamente estos símbolos se funden el uno en el otro y, luego, en el meditante que se confunde también con el símbolo. El proceso de fusión y de reducción se prosigue hasta que no subsiste sino un punto minúsculo y éste desaparece a su turno en la vacuidad. Naturalmente el proceso rara vez tiene éxito antes de que se haya alcanzado una maestría considerable del espíritu. Sin embargo, pequeños éxitos al comienzo permiten captar lo que resta todavía por realizar.
El valor de una cierta percepción directa o indirecta de la vacuidad es evidente. Si el discípulo está, por experiencia, perfectamente convencido de la relatividad y de la impermanencia de toda cosa ―comprendido, naturalmente, su propio yo― él será liberado de su aferramiento a formas e ideas vacías, condición elemental y previa a todo real progreso espiritual. Será libre en el sentido en que nada podrá dominarlo o retenerlo. Su punto de vista sobre todas las cosas de la vida será radicalmente modificado. No será más presa de la codicia, del deseo, del egoísmo, del pesar, del miedo; desprendido de todas las trabas, podrá avanzar libremente por el sendero que conduce a la plena Iluminación.
Cuando se habla de enfrentarse cara a cara con la Vacuidad, se habla de una experiencia infinitamente sagrada, pues la vacuidad no es otra cosa que la matriz de la existencia, la realidad última en la cual el pasado y el porvenir, lo próximo y lo lejano, el Uno y lo Múltiple son transcendidos y donde nada oscurece el resplandor radiante de lo Verdadero. En el estado actual, vemos el Uno bajo el aspecto de lo Múltiple; en un estado más avanzado ―la vacuidad menor― veremos lo Múltiple bajo el aspecto del Uno; cuando la meta es alcanzada, se revelan los dos en su forma eterna que transciende toda distinción más allá de las palabras y de los pensamientos.