Extractos - Rupert Spira
La sensación de ser yo
Por Rupert Spira Versión PDFTodos tenemos la sensación o el sentido de «ser yo». Es nuestra experiencia más común, íntima y familiar. Impregna toda experiencia sin importar cuál sea el contenido de la misma. Es el trasfondo de toda experiencia.
La sensación de «ser yo» nunca nos abandona, es imposible separarla de nosotros mismos.
Si me siento solo, la sensación de «ser yo» está presente, aunque haya sido temporalmente teñida por la sensación de soledad. Si estoy enamorado, la sensación de «ser yo» está presente, si bien aparece entremezclada con la sensación de estar enamorado. La sensación de «ser yo» está presente por igual en ambos sentimientos.
Si estoy cansado, si tengo hambre, si me siento excitado o dolorido, la sensación de «ser yo» siempre permanece presente, aunque mezclada con la experiencia del cansancio, el hambre, la excitación o el dolor. De hecho, toda experiencia está impregnada o imbuida de la sensación de «ser yo».
Del mismo modo que una pantalla se tiñe o se colorea con las imágenes que aparecen en ella, nuestro conocimiento de «ser yo» adquiere las características o las condiciones de los pensamientos, los sentimientos, las sensaciones, las percepciones, las actividades y las relaciones.
Y así como las imágenes cambian constantemente pero la pantalla sigue siendo la misma en todo momento, la experiencia también cambia todo el tiempo pero el hecho de «ser yo» es siempre el mismo.
«Ser yo» es el factor eternamente presente en todas las experiencias cambiantes.
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Aunque todos tenemos esta sensación de «ser yo», no todo el mundo experimenta su yo* con claridad. En la mayoría de los casos, nuestro sentido del yo se mezcla con el contenido de la experiencia (pensamientos, sentimientos, sensaciones, percepciones, actividades y relaciones).
* En este contexto, «yo» no se refiere a una entidad o a un yo individual, sino que simplemente estoy tomando este término común que habitualmente usamos para designar lo que parecemos ser con el fin de aplicarlo a nuestro ser esencial, autoconsciente y sin objeto.
Por lo general, en la experiencia que habitualmente tenemos del yo hay dos elementos diferenciados: nuestro ser eternamente presente e inmutable y las cualidades que este deriva de nuestra experiencia en constante cambio, las cuales parecen condicionarlo y limitarlo.
Toda experiencia es limitada por naturaleza, y esta mezcla del yo con las cualidades de la experiencia da lugar a un sentido de identidad ―un yo― limitado. Esto constituye el ego o el yo aparentemente separado, en cuyo nombre surgen la mayoría de los pensamientos y sentimientos y en cuyo servicio emprendemos la mayoría de las actividades y relaciones.
Despojado de las cualidades de la experiencia, nuestro yo no tiene características propias ni, por consiguiente, limitaciones. Es simplemente ser ilimitado o infinito: transparente, vacío, silencioso, inmóvil.
Puesto que no comparte la agitación de nuestros pensamientos y sentimientos, nuestro yo o ser esencial es inherentemente pacífico. Del mismo modo que el espacio de una habitación no puede verse alterado por ninguna de las personas o los objetos que hay en su interior, nada de lo que ocurre en la experiencia puede tampoco perturbar nuestro ser.
En ausencia de cualquier sensación de carencia inherente, nuestro ser se encuentra plenamente realizado por su misma naturaleza, no requiere absolutamente nada de la experiencia para estar completo, al igual que nada de lo que ocurre en una película añade ni quita nada a la pantalla.
Por tanto, la paz y la felicidad son la condición natural de nuestro ser esencial. Esta paz y felicidad impregnan o condicionan los pensamientos, los sentimientos, las actividades y las relaciones de quien se conoce a sí mismo con claridad.
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Cuando permitimos que nuestro yo esencial se mezcle o se identifique con las cualidades de la experiencia, su condición natural de paz y felicidad queda velada o eclipsada.
Así como el agua no tiene sabor propio, sino que adopta o asume el sabor de cualquier cosa con la que se mezcle y parece convertirse en eso (por ejemplo, en té o café), tampoco nuestro yo o ser esencial posee atributos propios, sino que adopta o asume las cualidades de la experiencia y, de ese modo, parece convertirse en una persona, en un yo finito, en un ego.
Por ejemplo, cuando surge un sentimiento (como pueda ser la tristeza, la soledad o la ansiedad), dejamos de conocernos a nosotros mismos como lo que somos en esencia: transparentes, silenciosos, pacíficos, plenos, completos, realizados. El conocimiento de nuestro yo se entremezcla con el sentimiento y dicho sentimiento lo altera, lo modifica. Pasamos por alto nuestro ser a favor del sentimiento.
De hecho, parece que nos convertimos en el sentimiento mismo. «Siento tristeza» se convierte en «Estoy triste». Perdemos nuestro auténtico yo en la experiencia. Nos olvidamos de nosotros mismos. Sin embargo, este olvido nunca eclipsa por completo la sensación de «ser yo». Por así decirlo, lo cubre parcialmente, pues hasta en los más oscuros sentimientos seguimos teniendo la experiencia de «ser yo».
En la depresión, por ejemplo, nuestra experiencia está tan sumamente teñida por la oscuridad que nuestras cualidades innatas de paz y felicidad quedan casi totalmente ocultas o enmascaradas. Nuestro yo parece quedar empañado u oscurecido.
Sin embargo, así como la naturaleza del agua sigue siendo la misma incluso cuando se mezcla con té o café, también nuestro yo esencial permanece en su estado prístino incluso cuando se mezcla con el contenido de la experiencia. Lo único que hemos de hacer es no perder el contacto con nuestro yo o ser esencial en medio de toda experiencia.
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Al sentirse limitado, el ego o yo separado tiende a sentirse vulnerable e inseguro, por lo que intenta defenderse. Este es el impulso que subyace tras la reactividad emocional: es un intento de restaurar el equilibrio que constituye la condición natural de nuestro yo o ser esencial.
Al ser vulnerable, el ego o yo separado tiende a sentirse inseguro, inferior, no amado, y en un intento por restablecer la dignidad inherente a su verdadera naturaleza trata de engrandecerse a sí mismo de algún modo. Este es el impulso básico que origina la gran mayoría de las quejas, las críticas y los juicios de valor.
Y al sentirse incompleto, al ego o yo separado lo inunda una sensación de insuficiencia, de inadecuación e insatisfacción, por lo que, en un intento por recuperar su condición natural de totalidad, busca alcanzar la plenitud mediante la adquisición de objetos, sustancias, actividades, estados mentales o relaciones.
De este modo, el ego o yo separado vive en un constante estado de carencia: una sensación de insuficiencia crónica y penetrante salpicada por periodos de intensa angustia. Este sufrimiento es la consecuencia inevitable de olvidar o pasar por alto nuestro verdadero yo.
La profundidad del sufrimiento depende del grado de amnesia, es decir, de la medida en que permitimos que el sentimiento o la experiencia actual velen u oculten la paz y la felicidad que yacen en el centro de nuestro ser.
Si el sufrimiento es inevitable para el ego o yo aparentemente separado, la resistencia y la búsqueda son las dos actividades que gobiernan sus pensamientos, sentimientos, actividades y relaciones en su intento por restaurar su paz y felicidad innatas.
El yo separado está lejos de saber que lo que realmente anhela no es defender o llevar a su máxima realización la entidad que se imagina ser, sino despojarse de sus aparentes limitaciones y regresar a su condición natural.
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Esta pérdida de la paz y la felicidad da comienzo a una gran búsqueda en el ámbito de la experiencia objetiva, la cual está destinada a fracasar tarde o temprano. De hecho, ninguno de nosotros estaría leyendo este libro si no hubiésemos fracasado, en mayor o menor medida, en nuestra búsqueda.
Cuando ya estamos lo suficientemente desilusionados con la capacidad de la experiencia objetiva como para proporcionarnos la paz y la felicidad que anhelamos, muchos centramos nuestra atención en las tradiciones religiosas o espirituales, ya que estas parecen ofrecer una promesa de realización.
Con este fin, es posible que nos entreguemos a prácticas meditativas, a la oración, el yoga, visualizaciones, dietas especiales, disciplinas restrictivas o maestros espirituales. Y, hasta cierto punto, puede que estas prácticas alivien el dolor de nuestro anhelo y restauren un cierto grado de equilibrio y armonía en nuestra vida.
Sin embargo, si la paz y la felicidad que anhelamos siguen dependiendo de la experiencia objetiva de algún modo, por refinada o noble que sea, podemos estar seguros de que bajo una capa superficial de paz seguirá ardiendo la sensación de carencia. Tarde o temprano hemos de tener la claridad y el valor necesarios para abandonar la aventura de la experiencia y regresar a nuestro verdadero yo.
El gran secreto que subyace en el corazón de las principales tradiciones religiosas y espirituales es la comprensión de que la paz y la felicidad que todo el mundo anhela jamás se pueden alcanzar por medio de la experiencia objetiva. Solo es posible encontrarlas en nuestro yo, en lo más profundo de nuestro propio ser.
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El ego o yo separado es la entidad aparente que surge cuando nuestro yo se entremezcla con las limitaciones de la experiencia. En la literatura tradicional, el término iluminación hace referencia al proceso mediante el cual nuestro ser se despoja de las cualidades que parece haber adquirido de la experiencia; nuestro ser se deshace de las limitaciones de la experiencia que parecían velarlo u oscurecerlo.
Como tal, la iluminación no es una experiencia nueva o extraordinaria que haya que conseguir, sino simplemente la revelación de la naturaleza original de nuestro yo, de nuestro ser. Nada podría ser más íntimo y familiar que nuestro ser, y por eso nos hace sentir como si regresásemos a nuestro verdadero hogar. En la tradición zen esto se conoce como «el reconocimiento de nuestro rostro original».
La iluminación no tiene nada de exótico o místico. No es más que el reconocimiento de algo que siempre hemos sabido ―de algo que, de hecho, siempre sabemos― antes de que quedase eclipsado o empañado por la experiencia.
Nadie se ilumina. Nuestro ser sencillamente se libera de una limitación imaginaria y, como resultado, su condición natural de paz y felicidad vuelve a brillar.