Extractos - Javier Alvarado
La meditación en el cristianismo
(Segunda Parte)
Por Javier Alvarado¿Cómo mantener la atención constante?
¿Cómo mantener la atención fija y constantemente desasida de los pensamientos? Los místicos son recelosos a la hora de mostrar por escrito la técnica de su arte. La práctica requiere retirarse a un lugar silencioso y oscuro para que el oído y la vista no distraigan la atención de modo que la mente pueda aquietarse y recogerse en sí misma. Tras unos minutos de relajación corporal, algunos recomiendan propiciar el recogimiento con una meditación objetiva, es decir, basada en un pensamiento (16). Otros recomiendan la observación de los propios pensamientos para comprobar cómo surgen incesantemente sin control alguno. Desde este estado de observación de los propios pensamientos poco a poco se va estableciendo una cierta distancia o lejanía con ellos hasta que llega un momento en que la atención puede ser más fácilmente concentrada en un solo pensamiento, palabra o frase corta. Cada vez que surjan los pensamientos y nos distraigan, recurriremos a esa frase o palabra para centrar nuestra atención. La contemplación no es otra cosa que “cerrar la puerta del entendimiento para que no haya variedad de pensamientos, ni discursos, aunque sea de cosas santas y buenas; que ahora no es tiempo de ello, sino de estarse suspenso callando, con quietud y con sosiego en el mejor modo que pudieres” (17). Se trata de resignar los sentidos y acallar la mente de modo que “ni has de desear entender, ni sentir, ni allí mirar, si tú has salido con eso, o no; sino estarte allí rendido y humillado, sin pensar en cosa ninguna criada, estando cierto de esta verdad, de que El solo es el que puede enseñar y enseñará a cumplir esa su voluntad” (18). En otro caso, “no podrás orar con pureza si te encuentras inmiscuido en asuntos de cosas materiales, y agitado por continuas preocupaciones. Pues la oración es la remoción de los pensamientos” (Filocalia, vol. I, Nilo el asceta, Discurso sobre la oración, 71). “Lucha por mantener sordo y mudo tu intelecto en el tiempo de la oración, y así podrás rezar” (Filocalia, vol. I, Nilo el asceta, Discurso sobre la oración, 11).
Algunos contemplativos del siglo XIV, como el autor del libro La nube del no-saber y El libro de la orientación particular, (19) recomiendan concentrarse en la sensación “yo soy” para debilitar paulatinamente la identificación con los pensamientos. “No pienses en lo que eres sino que eres o existes” (Orientación Particular 2). Mediante este sencillo y antiguo método no se trata de reflexionar sobre lo que somos o lo que deberíamos ser sino sólo en fijar la atención en la sensación de “yo soy”; “Olvídate de tu miseria y de tus pecados, y a este simple nivel elemental piensa sólo en que eres lo que eres” (Orientación Particular 2), es decir, en el nombre de Dios “Yo soy lo que soy” (Éxodo, 3,14). Esta forma de meditación es tan simple que “es ciertamente un plato de principiante, y considero desesperadamente estúpido y obtuso al que no puede pensar y sentir que es o existe, no cómo o qué es, sino que es o existe” (Orientación Particular 2). No se trata de discurrir sobre lo que tengo, es decir, mis facultades, mi cuerpo, mi inteligencia, etc. sino sobre el primero de esos dones que es precisamente el don de ser y que, en cierto sentido origina los demás; “Es el don del ser mismo, el primer don que recibe toda criatura” (Orientación Particular 3); en suma, el don “yo soy”. De esta manera, recogidos todos los pensamientos en uno solo, el pensamiento “yo soy”, “no prosigas, quédate en esta simple, firme y elemental conciencia de que tú eres lo que eres” (Orientación Particular 1). De esta manera, “tu pensamiento no quedará dividido o disperso, sino unificado en El que es el Todo” (Orientación Particular 1). Solo así se unifica el pensamiento y “así es como podrás juntar todas las cosas, y de una manera maravillosa, glorificarás a Dios con él mismo, puesto que lo que eres lo tienes de él y es él, él mismo. Tuviste, naturalmente, un comienzo, ese momento en el tiempo en que te creó de la nada, pero tu ser ha estado y estará siempre en él, desde la eternidad y por toda la eternidad, pues El es eterno” (Orientación Particular 5). Finalmente, la atención sostenida y constante en ese único pensamiento “yo soy” dará paso a la sensación de ser, y ésta, paulatinamente nos abrirá las puertas a un estado del Ser que está por encima o sobre el estado mental ordinario basado en los pensamientos. Se trata de un estado de auto-atención, auto-alerta o auto-observación que la literatura metafísica de la época define como consciencia pura o inteligencia pura, es decir, un estado libre de la apropiación de pensamientos que es identificado con el estado originario o natural del hombre, porque tal estado siempre ha estado allí. Y es el “estado” originario porque es el que sostiene o desde donde se presencia el mundo sensible y todas las creaciones del pensamiento.
No se trata de prestar atención a una «nada» filosófica o intelectual, sino que consiste en una operación meta-física de vaciamiento de los sentidos, el entendimiento e incluso de la voluntad propia para que la mente quede como nada, es decir, vacía y limpia, sin obstáculos que se interpongan a la visión pura. Esta visión desde la nada es, no obstante, una visión plena y total en cuanto que no se efectúa desde la pluralidad sino desde la suprarracionalidad. Allí, como diría el benedictino David Augustín Baker (1575-1641), el alma y Dios no son dos cosas distintas sino como una sola; “Comprende y considera este dicho místico sacado de la práctica de la aritmética, para la cual, cuando nos aprestamos a sumar dos ceros, se dice, como he indicado: «Nada más nada, nada». Esto se puede aplicar a significar y expresar la unión mística. En efecto, cuando el alma ha arrojado fuera de su entendimiento todas las imágenes y las preocupaciones naturales, y de la voluntad todos los amores y los afectos por las criaturas, se vuelve, respecto a las cosas naturales, como nada, estando libre, desnuda, limpia de todas ellas, como si fuese en verdad nada. Así es, en efecto, en ese caso y por ese tiempo, en cuanto a las criaturas. Mas, cuando se encuentra en tal condición de nada, entiende también a Dios como nada —como ninguna cosa imaginable o inteligible—, como cosa diversa que está sobre todas las imágenes, y sobre todo no expresable por especie, sino como una nada, no siendo cosa alguna de las que se pueden comprender o concebir por imagen o especie; y cuando ella añade su antedicha nada a dicha nada de Dios, nada permanece respecto al alma ni respecto a Dios, sino cierta vacuidad o nada; en tal nada se actúa y acontece una unión entre Dios y el alma. Quiero decir que de tal nada, al elevarse y unirse a Dios y entenderlo según su totalidad y sin imagen alguna de Él, resulta y emerge nada; como he dicho: «Nada más nada, nada». Y verdaderamente, en esa unión realizada entre Dios y el alma, ésta no tiene conocimiento imaginativo ni de sí ni de Dios; pero, siendo como son meramente espíritus, quedan en una nada que, sin embargo, puede llamarse totalidad. Y de este modo podéis concebir lo que es una unión mística activa. Está causada, en efecto, por una aplicación del alma, desligada por el momento de todas las imágenes, a Dios, aprehendido según la fe, sin imagen alguna y sobre toda imagen. Por eso, en este caso de la unión, hay nada y nada que hacen nada. En efecto, cuanto menos se aprehende por vía de imagen en tal unión, tanto más pura es dicha unión; y si ésta es perfecta, no hay tiempo ni lugar, sino cierta eternidad sin tiempo ni lugar, de manera que el alma, en tal caso, no discierne ni tiempo, ni lugar, ni la imagen, sino cierta vacuidad o vacío, tanto respecto a sí, como a todas las demás cosas. Y es entonces como si nada hubiese en el ser, salvo ella misma y Dios, y Dios y ella, no como dos cosas distintas, sino como una sola cosa; y como si no hubiese otra cosa existente. Éste es el estado de perfecta unión, al que algunos llaman estado de la nada y otros, con otro tanto de razón, estado de totalidad. Pues allí se ve y se goza a Dios, que está como conteniendo todas las cosas, y el alma es como si estuviese perdida en Él” (post scriptum al comentario a La nube del no-saber).
De esta manera “cuando nuestro entendimiento cesa de discurrir meditando en cualquiera pensamiento justo y santo y se para y goza en quietud de aquello que meditaba, se llama inteligencia, y cuando en aquella su quietud no se mezcla ni se bulle cosa criada, llámase pura inteligencia” (Laredo, Subida al monte Sión XIII). Es decir, cuando la mente se desapropia de los pensamientos y se vuelca o converge sobre sí misma sobreviene un estado de pura consciencia de sí mismo sin apropiación de pensamientos (el intelecto individual). Y aún más, al permanecer en ese estado se accede a un estado de consciencia suprarracional (intelecto puro) que es como no pensar nada. Por tanto, en ese “no pensar en nada” se esconde un misterio muy sutil que sólo unos pocos consiguen descifrar; “Entienda quien tiene orejas y sepa que en este no pensar nada se comprende un gran mundo, en el cual la contemplación perfecta comprende y tiene en sí todo cuanto hay que merezca ser querido; y como éste es solo Dios, resta que en presencia suya todo lo demás es nada; y como tal no se ha de pensar en ello... Pues el alma que por amor unitivo en la contemplación quieta está ocupada en su Dios, bien se dirá con verdad que no debe pensar nada, pues que en este pensar nada, tiene cuanto hay que pensar” (Laredo, Subida al monte Sión XXVII). Tal estado de consciencia pura es difícil de comprender porque, generalmente, el hombre vive tan absolutamente identificado a sus pensamientos que no da crédito a cualquier otra forma de conocimiento que no sea el estrictamente racional (20) e individual.
Paradójicamente, ese estado de consciencia pura desapegada de pensamientos es elocuente porque su silencio enseña; “Subidos a la contemplación lléguense a Dios, pídanle consejo y ayuda para ejercitar su oficio. Y hablen con Dios como con verdadero amigo, diciéndole la verdad de su corazón” (Bernabé de Palma, Via Spiritus, 3,1). Pero esa comunicación es tan sutil que se interrumpe o adultera si intentas apropiártela o razonar sobre ella porque, en ese mismo instante, habrás generado pensamientos. Y has de recordar que el pensamiento te arroja del estado contemplativo porque es incompatible con la meditación sin objeto. La práctica de la meditación ha de llevar al meditador desde una comprensión meramente racional del asunto, hasta una inequívoca verificación o “experiencia” metafísica.
La Nube del No-saber y el Rayo de Tinieblas
Cuando en la meditación sin objeto el recogimiento es completo, es decir, cuando cesan las operaciones de los sentidos y del entendimiento y la voluntad se encuentra firmemente establecida en “no pensar en nada”, puede acontecer un fenómeno extraordinario difícil de expresar; la consciencia parece penetrar en una oscuridad intensa, silenciosa, insondable y sobrecogedora que parece diluir todas las barreras y límites, incluido el propio sentido de individualidad, y que, por eso mismo, pone a prueba la determinación del contemplativo. Por eso también es denominada como nube del no-saber, porque se trata de un estado preliminar o fronterizo con los estados supraindividuales en el que hay olvido de uno mismo. Los contemplativos lo han llamado Nada supraesencial, tiniebla mística o nube del no-saber dado que allí no se sabe o conoce nada porque la relación de un sujeto que conoce objetos es transcendida. Algunos filósofos han utilizado un vocabulario más intelectual al afirmar que ese “abismo de las tinieblas se llama nada o no-ente o no-fin” (Robert Fludd (21), Medicina catholica I, 1). Los cabalistas lo denominan âlef tenebroso porque oculta o esconde al âlef luciente o también Ain Sof (Cesare della Riviera, El Mundo Mágico de los Héroes, Milán, 1603, I, 8).
Al principio esa tiniebla es aterradora porque obliga al meditador a enfrentarse a sus más profundos miedos y angustias. Es como una cámara densa y oscura en la que uno teme arriesgar su vida al pretender atravesarla. Sólo el que ha experimentado ese vacío y oscuridad absolutas puede entender la descripción que hizo Jacob como lugar “sobrecogedor”. Hay una regla de oro de San Juan de la Cruz para atravesar ese tiempo-lugar o noche del espíritu: «Ni cogeré las flores, ni temeré las fieras, y pasaré los fuertes y fronteras» (Cántico espiritual, 3), es decir, no apropiarse de nada. En algunas tradiciones literarias tanto orientales como occidentales ese antro oscuro está animado o es la morada de un dragón que custodia una estrecha puerta impidiendo el paso a las personas que no poseen la debida cualificación, es decir, que pretenden entrar siendo “alguien”. Es estrecha y angosta la vía que conduce a la vida; y pocos pasan por ella (22). Sólo se puede acceder sin desear o pensar en nada, es decir, siendo nadie. “Pero esta tiniebla no es pacífica, porque no estáis habituada a ella, a causa de la falta de comprensión y de la impureza que hay en vos. Por eso entrad en ella a menudo, y con la costumbre y por gracia de Dios se os hará más fácil y más pacífica. Es decir, vuestra alma será así, por gracia, liberada de impedimentos, y tan robusta y recogida, que no sentirá atracción hacia los pensamientos mundanos, y ningún objeto material le impedirá pensar en nada. Entonces es una oscuridad fructuosa” (Walter Milton, Escala de perfección, II, 24). Aunque es un “silencio tenebroso donde quedan perdidos todos los que aman” (Juan Ruysbroeck, “Bodas del Alma” 3,5), hay que resistir dentro de la tiniebla hasta que ella misma nos limpie y libere de toda inquietud.
Esa tiniebla es una antesala del Paraíso. Y como el Paraíso está en el interior de todo hombre, la tiniebla se asocia al corazón espiritual dentro del cual puede accederse con el debido recogimiento; “Adán, luego de la caída, sus pensamientos se tornaron bajos y terrenales. El Paraíso cerrado y confiado a la espada de fuego del querubín, con la entrada prohibida al hombre; pero este Paraíso también se encuentra escondido en cada alma. En efecto, alrededor del corazón hay un velo de tiniebla” (Macario el Egipcio, Paráfrasis de Simeón Metafrasto 37, Filocalia, vol. III). Se trata de un lugar que conduce a otra morada. Sólo cuando uno cede el control y se entrega a ella sin reservas, esa oscura nube se muestra en su verdadera esencia acogedora. La noche se convierte en día y la oscuridad en luz “porque dentro de esta nada Jesús yace escondido en su alegría, y todas vuestras búsquedas serán inútiles para encontrarlo si no pasáis por esta tiniebla de la mente” (Walter Milton, Escala de perfección, I, 54). Tras la nube oscura de la auto-privación sensorial, se esconde la Luz, porque “Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en El” (Jn 1,5).
Es precisamente la abundancia de luz la que crea la propia tiniebla. Es el llamado rayo de tinieblas, una luz exquisita que brota, sobreviene o es vista por quien atraviesa la nube del no-saber; “en haciendo esto de tu parte serás llevado al rayo de las divinas tinieblas. De manera que lo que a ti toca es ponerte en esta oscura fe” (23). Se trata de un “rayo luminoso, que va más allá de todo pensamiento de esta luz muy divina, y se ve movido por el corazón de modo sobrenatural” (Ignacio y Calixto, Centurias 68). Entonces se verifica que «quien me ha visto, ha visto al Padre» (Juan 14, 11). En efecto, “la iluminación es algo indescriptible, actividad, entender sin entenderse, vista siempre invisible” (Juan Clímaco, Scala paradisi, VII, 70). No puede entenderse porque la mente no puede alcanzar ese estado. La mente no la comprende porque no estaba. Es el premio de los que han rebasado los sentidos y las operaciones intelectuales, lo sensible y lo inteligible, para arribar en virtud de esta negación, a la unión con Dios que mora en la tiniebla, y allí ser alumbrado por “la luz inaccesible de Dios” (24). Algunos místicos relacionan ese estado espiritual con un estado previo a los lugares sagrados de la tradición cristiana; el Paraíso celeste, la Jerusalén celeste, el monte Sión; “Ésta es aquella Jerusalén y aquel Reino de Dios escondido en nuestro interior, según el juicio del Señor. Este lugar es la nube de la magnificencia de Dios, en la cual entran sólo los puros de corazón, para contemplar el rostro de su Señor” (Ignacio y Calixto, Centurias 68).
¿Es ese el final del camino? La tradición cristiana es unánime en afirmar que cualquier visión en esta vida nunca será tan pura o beatífica como la que acontecerá tras la muerte del cuerpo, cuando se rompan todos los velos; «El único que posee la inmortalidad, que mora en la luz inaccesible, a quien no vio ninguno de los hombres ni puede ver...» (I Tim 6, 16). Pero, en todo caso, las visiones o estados experimentados en estra vida no son algo alejado o separado de nosotros, sino que constituye un anticipo de nuestra verdadera naturaleza. La luz somos nosotros porque “Todo lo manifestado es luz” (San Pablo, Ef. V, 13) de modo que todas las criaturas ya la tienen por naturaleza (datum) aunque puedan verificarla en esta vida por gracia (donum). Y en Evangelio de San Juan se dice que “Hubo un hombre llamado Juan, a quien Dios envió como testigo, para que diera testimonio de la luz y para que todos creyesen por medio de él” (Juan 1,7-8). Esa “luz inmutable” (San Agustín, Confesiones, VII, 10) es la de la Gracia que se realiza en el osculum contemplationis, la cognitio secretorum, que se adquiere no “entendiendo”, por ser Dios incomprehensible, incogitable e inaccesible. Es un modo de conocimiento tan directo y verificable que algunos místicos lo definen como un “toque” de Dios al alma. Haciendo de ese estado una morada, “accederás a la santa contemplación de los santos y recibirás de Cristo la luz de sus profundos misterios, donde se encuentran los tesoros escondidos de la sabiduría y de la ciencia [Col 2,3], y en el cual habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad [Col 2,9]. Pues junto a Jesús sentirás que el Espíritu Santo ha invadido tu alma; de Él recibe la luz el intelecto del hombre para poder mirar a cara descubierta” (Filocalia, vol. I, Hesiquio, Discurso sobre la sobriedad, 29).