Extractos - Manuel López Casquete
El camino del Silencio
Por Manuel López Casquete Versión PDFExiste un camino de antigua sabiduría trazado por todas las culturas en todos los continentes y en toda época que trata de devolver al hombre a su casa, a su ser. Es una llamada a recuperar lo más genuino del hombre y el camino de una gozosa vuelta a casa.
El mundo moderno nos conduce a llevar una vida ajetreada, siempre volcados hacia el exterior, presa de nuestras ansiedades, de nuestros objetivos, de nuestros anhelos y codicias nunca satisfechos. Objetivos tras los cuales nos pasamos la vida corriendo de forma compulsiva mientras la vida pasa por delante de nuestros ojos sin que seamos capaces de verla, de vivirla a fondo. Siempre persiguiendo el final del arco iris.
Y mientras tanto, el hombre continúa su viaje ansioso, infeliz, corriendo tras de metas que no tienen sentido, que no alivian su infelicidad, su soledad, su frustración.
De fondo existe una profunda nostalgia en el hombre. La nostalgia de quien se siente lejos de sí mismo, lejos de su plenitud, carente de algo. Nostalgia de un viaje que, de todos los posibles, es el más importante: viajar dentro, allá donde el hombre puede recobrar su ser y reconocerse a sí mismo.
En el camino del Silencio se nos ofrece algo que es realmente una aventura. Dice un místico sufí: “desdichado aquél que ni siquiera ha atisbado el aroma de esta aventura”. Es la aventura de la vida de muchos caminantes del Silencio. Es un riesgo. La elección es asumirlo o no. Aceptar la posibilidad de quedar libre, vacío, limpio para acoger la vida, o permanecer en la seguridad de nuestros conceptos, aspiraciones y objetivos. Seguir corriendo en pos del arco iris o mirar lo absurdo del movimiento enloquecido.
Toda aventura conlleva sus riesgos. En el camino del Silencio se corre el riesgo de volverse un extraño para los demás, para nuestro entorno. Pero la gran tragedia es la de convertirse en un extraño para uno mismo.
El Silencio es, ante todo, un descanso, un reposo. Es una de sus bellezas. Hemos estado tan alterados, tan agitados corriendo en pos de nuestros objetivos... De pronto el Silencio nos permite descansar de todo ello.
Tradicionalmente se nos ha presentado el camino interior como un sendero de lucha: somos egoístas y debemos convertirnos en generosos. O perezosos y debemos convertirnos en diligentes.
Por primera vez, en el Silencio se nos dice que todo está bien, que no hay nada que cambiar porque la plenitud ya está en nosotros. Esto no significa que no nos importe el mundo, que no estemos comprometidos con un mundo más justo, más pacífico. Esto vendrá después.
Ahora estamos hablando de un vaciarse, de un abandonarse a la vida, al presente. Tal vez el Silencio es el primer lugar en el que nos dicen esto. Pero es que no hay nada que cambiar, porque no hay nada que pueda ser cambiado.
Estamos hablando de una libertad sin límite que conmueve nuestras entrañas, que nos lleva a lo más hondo. No tenemos que ocultar lo que somos, las limitaciones que imponen nuestro ego o la naturaleza en nosotros. Somos lo que somos, pensamos lo que pensamos, decimos lo que decimos. Basta de corsés, de luchas por convertirnos en alguien distinto. Incluso las luchas por estar atentos, en Silencio. Esto no es algo que se conquiste con la lucha.
El Silencio es algo que llega, que aflora. No hay que hacer nada para ello. No hay que parecerse a nadie. No hay que emprender ningún viaje ni ninguna guerra. No hay que hacer absolutamente nada.
O, dicho de otro modo, cambiar nuestra programación mental por otra de signo contrario es un mecanismo limitado, un truco provisional, un parche. Aquí estamos hablando de algo más importante. De algo que está más allá, pero que no se conquista con esfuerzo, con renuncias y sacrificios. Es un abandonarlo todo, sí. Pero no es un sacrificio, ya que sólo sucede cuando nos damos cuenta de que no hay nada que sacrificar. Que aquellos conceptos que nos servían de base no son ciertos, no son verdad. Son del todo irreales.
No hay guerra porque no hay posibilidad de batalla. No hay campo de batalla. Sólo es una gran mentira, un gran espejismo. Una voz que agita nuestra interioridad y que nos llama a la lucha contra ella misma. Ese es el disparate. Esa es la contradicción. Una voz que nos llama a luchar contra la voz.
El camino del Silencio es, por tanto, dejar que las cosas sucedan. Mirar los movimientos de la voluntad, el pensamiento, los sentimientos... Dejar que todo aflore, que nada se enquiste. En el Silencio todo puede ser abrazado. Nos lo podemos perdonar todo.
No existe un programa de acción, un itinerario, un plan de trabajo, una metodología... Todo esto son asuntos de esa voz a la cual llamamos ego. Sin luchas, quedamos en Silencio, tan sólo atentos. Pero es una mirada, una atención, que no necesita brotar de ninguna parte. Ya estaba ahí desde siempre. Tan solo que ahora somos capaces de verla. No porque lo hayamos decidido. Si lo hemos decidido será sólo el cumplimiento de una orden del ego, no hay claridad, no hay limpieza. Sólo un movimiento de concentración limitado, que durará segundos, minutos, si nos adiestramos mucho tal vez horas. Pero concentración no es Silencio. Concentración significa focalización tensa de la atención en un punto.
El Silencio está más allá. Es el telón de fondo, la llanura donde se agita el pensamiento. Basta con ver que desde siempre el Silencio estuvo allí. Basta con ver que somos ese Silencio, y no las grotescas figuras que aparecen sobre él.
Puede que al principio descubrir que somos ese Silencio nos deje un halo de frustración. Después de todo, ¿qué se puede hacer en el Silencio? No es más que vacío. ¿Para qué vivir en un vacío, sin actividad, sin personas, sin trabajo, sin objetivos?
Pues bien, esa sensación de frustración es uno de los últimos ruidos que vemos evolucionar sobre la vasta llanura de nuestro Silencio. Cuando dicho ruido se esfuma, quedamos en paz, sin objetivos, sin teatros, sin cadenas. Sin nada que nos ate. Quedamos prestos para abandonarnos a la dicha más hermosa de la vida. A vivir sin exigencias. Tan sólo a vivir. A gozar intensamente de la dulce maravilla de cada instante, sin angustias, sin expectativas que cumplir, sin apariencias que guardar. Qué hermosa liberación... Sin apariencias que guardar. No hay que hacer nada. No hay que parecer nada. Hemos llegado a nuestra tierra, de la que nunca habíamos salido.
Es como el dulce reencuentro del regreso a casa. Desde siempre estuvimos en la luz del Silencio, o de Dios, o del Amor. Desde siempre la perfección fue nuestra casa, el amor infinito nuestra morada. Ya no queda nada más que hacer. Tan sólo gozar de la vida que, instante a instante, nos depara una fiesta maravillosa. No hay nada que cumplir. Desde siempre todo estuvo cumplido.
En el Silencio la tarea más importante es la de no hacer nada. No hay que pretender, lograr ni conquistar nada, ni visitar libros y gurús de forma interminable. Quien nos proponga un objetivo, un método, está suplantando una programación por otra. Todo permanecerá igual.
La tarea es mirar las evoluciones en la llanura, en la planicie sin final. Se desatan tantas mentiras, tantos espejismos... Dejar que todo ocupe su lugar, que todo encuentre su sitio, que todo sienta el abandono en los brazos de la vida. Sin hacer. Sin proponerse observar, ni decir, ni buscar.
Existen muchas otras distracciones, pensamientos y ruidos. Todo el cúmulo de pensamientos y sensaciones que vienen de nuestro ego. Con frecuencia, al iniciarnos en el camino del Silencio, creemos que debemos aniquilar todos estos pensamientos. En realidad, la aniquilación de estos ruidos se convierte en algo codiciado por nuestro ego. Es decir, hemos re-programado nuestro ego y ahora, en lugar de pretender cosas más toscas, dinero, poder, estatus, etc., lo que busca es la aniquilación del ruido, ya que le hemos dicho que seremos felices si lo logramos.
Pero el camino del Silencio consiste en no aniquilar nada. En el Silencio se acoge todo. Nos lo podemos perdonar todo a nosotros mismos: ruidos, tristezas, miedos, sufrimientos, inconsciencias... Podemos perdonárnoslo todo, aceptarlo todo.
Así pues, los deseos, los pensamientos, siempre nos inducen a luchar, a ponernos en camino de algo que está más allá. A buscar el fin del arco iris. Siempre viajando, siempre codiciando, siempre en tensión, nunca felices, dichosos, libres aquí y ahora. Así que aplazamos nuestra felicidad eternamente.
El Silencio nos plantea mirar todo ese movimiento. Es decir, no reprimir los deseos. No se trata de re-programarnos para no desear nada. Igual que no se trata de re-programarnos para amar más. El amor nunca es fruto de la programación, sino es algo que para ser verdadero debe brotar de forma espontánea.
¿Puede esto convertirse en una codicia, en una aspiración, en un objetivo? Si realmente estamos atentos, no. Podemos ver toda motivación, todo objetivo. Podemos ver el movimiento del pensamiento mientras construye alrededor de la atención todo un mundo de fantasía y aspiraciones. Pero, si verdaderamente estamos atentos, la atención nos traerá de vuelta al Silencio, donde no hay codicias ni aspiraciones.
Cuando se está atento desaparecen las codicias. Desaparecen los deseos por conseguir cosas que están lejos, más allá. No hay combates cuando existe atención. La atención posa su mirada sobre nuestra lucha, y poco a poco la vida vuelve a centrarse.
Desaparece toda fantasía, todo pensamiento, toda irrealidad. También todos los miedos, todas las angustias.
Cuando no codiciamos nada no hay impaciencia, no hay sensación de frustración, de angustia. Cuando nada queremos nos es regalado todo. La vida nos es ofrecida como un don. Todo viene a nosotros. Todo cede. Todo deja de oprimirnos. No hay conflictos en una mente silenciosa.
Es como soltar la rama cuando uno está colgando sobre el precipicio. Soltar la rama es dar el paso definitivo, la aceptación del riesgo, quedarse suspendido en el vacío sin tener a qué aferrarse. Por eso dice Jesús: “Las zorras y los conejos tienen madriguera; pero el Hijo de Dios no tiene donde reclinar la cabeza”. Es un pasaje de profunda belleza, de un profundo Silencio. La invitación es total; es soltarlo todo. No quedarse nada. Aceptar el riesgo, el desafío, la aventura.
El Silencio es algo distinto, no es un camino más. Es el todo, la verdad que nos habita. Es la ausencia de técnicas, de caminos. Es la presencia de Dios.
Volver al Silencio es dejarse abrazar por el Padre del hijo pródigo. Es dejarse acariciar cuando volvemos a casa. Es volver a nuestra tierra, a nuestro país, donde nos esperan y nos abrazan.
Volver al Silencio es volver a la Vida, a la intensidad de cada instante, a la flor que brilla un momento en alabanza a su creador y luego se marchita, en un movimiento misterioso y rápido, igual que el nuestro.
Abandonarse al Silencio es abandonarse a la vida. Es soltar amarras y estar dispuesto a navegar, donde la brisa nos lleve. Donde el corazón nos lleve. Sin más timonel que el viento.
Basta caminar con paciencia, dejando que cada paso sea el único que existe.