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Extractos - Javier Melloni

Dios como tú

Dios como Tú y Dios como Todo

(Primera Parte)
Por Javier Melloni

«No es sólo que el alma esté junto a Dios
y Dios junto a ella, en mutua igualdad,
sino que el Padre engendra a su Hijo en el alma
de la misma manera que Él la engendra en la eternidad,
y no de otro modo»
(Maestro Eckhart)

Las religiones teístas están fundamentadas en la creencia-experiencia de un Dios Trascendente que es el Totalmente-Otro, el Tú por excelencia, hacia el cual se dirige el anhelo más hondo del ser humano. En cambio, las religiones oceánicas ―predominantemente orientales― no conciben que Dios sea trascendente al mundo, sino que le es inmanente, como el Fondo último que todo lo contiene y sostiene, y que, como tal, no tiene razón de ser el invocarlo. (1)

A la concepción de un Dios personal, trascendente y autosubsistente está ligada la noción de Creación. Dios crea desde la nada (ex nihilo), y no por necesidad, sino por libre amor. La noción de ema-nación, en cambio, está ligada a la concepción de un Dios impersonal e inmanente que se expande y se contrae, y respecto del cual el mundo y, con él, el ser humano son un tiempo o un momento de esa expansión-contracción divinas. Desde la primera perspectiva, la noción de emanación parece conllevar un carácter necesario y privar a Dios de la libertad de «crear el mundo», limitando así su trascendencia. Desde la segunda perspectiva, la noción de creación parece abrir una distancia insalvable entre el Creador y las criaturas. Si bien la primera aproximación preserva a Dios en su irreductibilidad, tiene también el peligro de marcar una distancia irrevocable de carácter dualista, mientras que la noción de emanación lleva a la igualación de la trascendencia con la inmanencia, pero con el riesgo de confundirlas, cayendo entonces en el monismo.

La primera concepción se despliega a partir del vínculo entre un yo y un Tú ―o entre el Yo divino y el tú creatural―, es decir, entre dos núcleos de libertad y de conciencia inconfundibles, que entran en relación desde el amor. Aquí, la palabra clave es alteridad. La razón de la existencia es expandir al máximo la plenitud de esta relación, sosteniendo hasta el final cada uno de sus polos. De ahí la noción ―característica de la teología cristiana― de persona, concebida como el núcleo más irreductible del ser, tanto en Dios (comunión de tres Personas) como en el ser humano.

La segunda concepción, en cambio, no se sitúa en la relación yo-tú, sino que avanza hacia el Todo a partir de los distintos estadios de un yo que es concebido como un punto de partida ilusorio de la conciencia humana. Cuanto más se avanza, tanto más se descubre que no hay ningún «yo», sino un Todo, del cual el «yo» no es más que una forma posible de manifestación, pero no la única ni la más profunda ni la definitiva. Aquí, la palabra clave es la identificación o la realización de que todo es Uno. Desde esta perspectiva, la existencia se concibe como la reunificación hacia ese Todo, donde el yo humano y el Tú divino desaparecen.

Estos dos modelos son relacionables con dos modos fundamentales de acercarse a Dios: por el camino del amor o de la devoción (Bhakti) y por el camino del conocimiento (Jñana). Sin ser excluyentes , el primero es más propio de las religiones teístas, mientras que el segundo está más asociado a las religiones oceánicas. Uno gira primordialmente en torno al polo de la afectividad y de la relación, mientras que el otro gira en torno al polo de la autoconciencia (2). El primero está ligado a la noción de salvación ―Dios como el Otro de mí es quien salva―, mientras que el segundo está ligado a la noción de iluminación, por medio del despertar de la propia conciencia. La dificultad de reconciliar esta posición con la anterior radica en la diferencia de perspectivas.

La corriente personalista no distingue entre Dios y el Absoluto, si por «Absoluto» se entiende algo superior a Dios. Según dicha corriente, Dios es el Ser Supremo, y no es posible imaginar conceptualmente nada que esté por encima de Él. Dios y el Absoluto son lo mismo, y es concebido como un Ser Personal. Su manifestación impersonal es considerada inferior a la manifestación personal. El amor devocional constituye la más alta aspiración o consumación del creyente. Significa servicio a Dios como expresión de la más completa entrega a Él. La distinción que se establece entre el ser humano y Dios se sostiene hasta el final.

La postura teísta-personalista puede llegar a admitir una absorción completa de la conciencia en Dios, pero la interpretación que da de ello difiere respecto de la concepción jñana: para los bhákticos la conciencia es un atributo del Ser, mientras que para los jnanas el Puro Ser y la Pura Conciencia son idénticos. Para éstos, cuando el ser humano y Dios se hacen uno en la conciencia, también se convierten en un único Ser. En cambio, para la corriente bháktica, incluso cuando la conciencia está absorbida en Dios, la identidad sólo se da como atributo, como la llama de una vela deja de verse ante la luz solar, pero su identidad permanece diferenciada.

Podemos decir que las dos religiones que encarnan más expresivamente esta polaridad son el cristianismo, como la religión del amor, y el budismo, como la religión del conocimiento. Las demás religiones no presentan una decantación tan clara.

 

Más allá del monismo y el dualismo: la experiencia adváitica

El advaitismo (3) consiste en superar la oposición dualista entre Dios y el mundo, así como el mutuo absorcionismo. Dicho en lenguaje sufí, la relación entre Dios y el mundo no es de 1 + 1, que sería mera yuxtaposición (dualismo), ni de 1 = 1, que sería mera identificación (monismo), sino de 1 x 1, donde cada factor mantiene su propiedad sin que por ello se multiplique la realidad. Es decir, Dios ―como Fondo del cual y en el cual todo surge― y el mundo ―aquello que en Él surge― no están yuxtapuestos, ni el uno absorbido en el otro, sino en relación de reciprocidad. Dicho de otro modo: lo Absoluto no es solo trascendente, sino que es trascendente e inmanente a la vez. «La dimensión de trascendencia excluye la identificación monista, mientras que la de inmanencia impide la diferenciación dualista», sintetiza Panikkar (4).

Desde esta perspectiva podemos reinterpretar la expresión bíblica de que el ser humano fue creado «a imagen y semejanza de Dios» (5), En ella se supera la dualidad entre Dios y el ser humano, ya que, si hemos sido creados a imagen de Dios, significa que Dios, al mirarnos, se ve a Sí mismo en nosotros, tanto como nosotros, al mirarle a Él, nos vemos a nosotros mismos. Esta paradoja está recogida en la célebre sentencia eckhartiana según la cual «la mirada con la que yo veo a Dios es la misma mirada con la que Él me ve». No se trata de mutuos narcisismos, sino de todo lo contrario: Dios, creando lo otro de Sí, se reencuentra consigo mismo, del mismo modo que el ser humano, buscando al Otro de sí, descubre que es él mismo.

Otro de los teólogos cristianos que más bella e incisivamente lo han expresado es Máximo el Confesor (580-662):

«Puede decirse que Dios y el hombre se sirven mutuamente de modelos: Dios se humaniza para el hombre gracias a su filantropía, en la misma medida en que el hombre, fortificado por la caridad, se diviniza para Dios. El hombre es arrebatado por Dios hacia lo desconocido, según el Espíritu, en la misma medida en que él revela, por medio de sus virtudes, al Dios que por naturaleza es invisible». (6)

Dios se hace visible en el ser humano, y el ser humano deviene la forma de Dios:

«Así como el hombre se convierte en Dios, Dios se convierte en hombre, ya que el hombre es elevado por las ascensiones divinas en la misma medida en que Dios se ha anonadado por su amor a los hombres, descendiendo hasta los extremos de nuestra naturaleza (...). Dios nos contrae en la unión con Él por amor de sí mismo, en tanto que Él se había dilatado a sí mismo por amor a nosotros, gracias a su condescendencia». (7)

Y en palabras de San Juan de la Cruz:

«El amar es obrar en despojarse y desnudarse por Dios de todo lo que no es Dios, lo cual consiste en tener la voluntad perfectamente unida con la de Dios; y así el alma puede quedar esclarecida y transformada en Dios, y Dios le comunica su ser sobrenatural, de manera que parece el mismo Dios y tiene lo que tiene Dios mismo.
Y se hace tal unión, cuando Dios hace al alma esta sobrenatural merced, que todas las cosas de Dios y el alma son unas en transformación participante. Y el alma más parece Dios que alma, y aun es Dios por participación». (8)

consciente de la audacia de la última frase, parece echarse atrás y dice:

«Aunque es verdad que su ser sigue siendo por naturaleza tan distinto del de Dios como antes»;

sin embargo, retoma el impulso inicial e insiste:

«Aunque está transformada, como también la vidriera es distinta del rayo, estando por él clarificada». (9)

Aunque la vidriera es distinta del rayo de luz, ya nada se interpone para que el rayo la atraviese. Nada la distorsiona ni la oscurece, de modo que, habiendo la misma luz a ambos lados de la vidriera, la vidriera ya no tiene razón de ser. Ya vimos las imágenes que utilizaba Santa Teresa para hablar de la unión que se producía en la séptima morada (10): va más allá de las llamas de dos velas que se juntan pero que pueden separarse de nuevo ―tal era la unión propia de la sexta morada―, Y menciona el agua de la lluvia que se junta con la del estanque, o la de un río que se une con el mar: imágenes, por cierto, muy frecuentes entre los místicos de Oriente. Teresa misma, que en su pedagogía espiritual subraya la importancia de partir de la contemplación de la humanidad de Jesús, a lo largo de su propia vida fue experimentando una evolución. Si bien al comienzo de su despertar tiene visiones corpóreas de la humanidad de Cristo, es decir, exteriores a ella, a medida que va avanzando, la exterioridad de esas visiones se va internalizando, hasta tener experiencias que podríamos calificar de adváiticas, en las que desaparece toda dualidad:

«Estando una vez en el coro con todas, de presto se recogió mi alma y parecióme ser como un espejo claro toda, sin haber espaldas ni lados ni alto ni bajo que no estuviese toda clara, y en el centro de ella se me representó Cristo nuestro Señor, como le suelo ver. Parecíame en todas las partes de mi alma le veía claro como en un espejo, y también este espejo ―yo no sé decir cómo― se esculpía todo en el mismo Señor por una comunicación que yo no sabré decir, muy amorosa». (11)

Probablemente, esta y otras experiencias son las que están detrás de uno de los grandes poemas no-dualistas de Santa Teresa ―Alma, buscarte has en Mi, y a Mí buscarte has en tí―, en el que se expresa con gran finura la paradoja de la reciprocidad: Dios y el ser humano están el uno en el otro, como dos espejos que se devuelven mutuamente la imagen.

También en el sufismo se alcanzan formulaciones adváiticas. Abd al-Karim Al-Yili, místico iraní, dirá:

«Debes saber que la percepción de la Esencia Suprema consiste en llegar a saber, por vía de intuición divina, que tú eres El y que Él eres tú, sin que haya fusión entre ambos, ya que el servidor es servidor, y el Señor es Señor, y no se trata de que el servidor se convierta en Señor, ni el Señor en servidor». (12)

Ese «tú eres Él y Él eres tú» se corresponde con una de las grandes formulaciones de las Upanishads: «Tat tvam asi» («Tú eres Eso ―o Él―»). Lo cual, sin embargo, no es exactamente lo mismo que decir: «Eso ―Él― eres tú», porque en la primera expresión se significa que uno es la participación del Ser, mientras que en la segunda expresión el Ser quedaría reducido a uno mismo ―«el Señor convertido en siervo», en lenguaje islámico―. La perspectiva islámica es particularmente estricta a la hora de velar por que la unión con Dios no disminuya su trascendencia. Pero, al mismo tiempo, hay que tratar de entender que tal trascendencia no justifica la dualidad entre Dios y la criatura, porque Dios no puede ser concebido como un ser más, sino como la posibilidad y fuente misma del ser.

Uno de los escritos adváiticos sufíes más radicales es el Tratado de la Unidad, de Al-Balabáni, comúnmente atribuido a Ibn Arabi (13), que desarrolla lo más esencial de su argumentación a partir de dos hadiths del Profeta. El primero dice:

«Mi adorador no cesa de aproximarse a mí por sus obras abundantes hasta que yo le amo ―dice Allâh―. Y cuando Yo le amo [continua hablando Dios], Yo soy el oído con el que oye, el ojo con el que ve, la mano con la que coge y el pie con el que anda».

Al-Balabani lo comenta así:

«Cuando aparece mi Amado, ¿con qué ojo he de mirarle? Con el Suyo, no con el mío, porque nadie Lo ve, sino Él mismo (...). Todos los atributos de Allâh son tus atributos. Verás que tu exterior es el suyo, que tu interior es el Suyo, que tu comienzo es el Suyo y que tu fin es el Suyo. Y eso, incontestablemente, sin duda alguna. Verás que tus cualidades son las suyas y que tu naturaleza íntima es la Suya. Y esto sin que te conviertas en Él, ni Él se convierta en ti, sin transformación, sin disminución o aumentación alguna». (14)

De nuevo aparece la paradoja de que en el límite de la fusión se mantiene la distinción. Sin embargo, el segundo hadith permite dar un paso más: «Quien se conoce a sí mismo conoce a su Señor» (15). AlBalabáni lo interpreta del modo siguiente:

«El Profeta no ha dicho: Quien extingue su sí-mismo [naf] conoce a Su Señor, sino: El que se conoce a sí mismo [naf] conoce a Su Señor. Porque él sabe y vive que ninguna cosa es distinta de Él, y por eso dice a continuación que el conocimiento de sí mismo es la gnosis [ma’rifat], es decir, el conocimiento de Allâh. Has de conocer lo que es tu mismidad, es decir, tu existencia; has de conocer que en el fondo tú no eres tú, pero tú no lo sabes». (16)

y es que:

«Sólo Él existe, y no puede dejar de existir, porque jamás vino a la existencia. Por eso ha dicho el Profeta: “Quien se conoce a sí mismo conoce a su Señor”. Y también ha dicho: “Yo conozco a mi Señor por mi Señor”. El Profeta de Allâh ha querido hacerte comprender que tú no eres tú, sino Él: Él y no tú; que Él no cabe en ti y tú no cabes en El; que El no sale de ti y tú no sales de Él», (17)

lo cual le lleva a afirmar:

«Si conoces el ti-mismo, es decir, si puedes concebir que no existes y que, por tanto, no puedes extinguirte jamás, entonces conoces a Allâh». (18)

y prosigue con un argumento teológicamente sutil, al hacer ver que, si hubiese un yo que permaneciera hasta el final, se caería en la idolatría, ya que el Yo de Dios rivalizaría con el yo de uno mismo:

«Tu piensas que eres, mas no eres ni jamás has existido. Si fueras, serías el Señor, el segundo entre dos. Abandona tal idea, porque en nada diferís vosotros dos en cuanto a la existencia. Él no difiere de ti, y tú no difieres de Él (...). Guárdate de dar un compañero a Allâh, porque en tal caso te envileces con el oprobio de los idólatras (...). Nadie distinto de Él puede juntarse con Él o llegar a Él. Nadie distinto de Él puede separarse de ÉL El que puede comprender esto total y plenamente está exento de la más grande de las idolatrías». (19)

Así pues, el mayor de los errores es el dualismo, la bi-existencia, la creencia en dos divinidades: Dios y el yo.

Ello evoca el relato que recoge Rúmi en su Masnavi:

«Alguien llamó cierta vez a la puerta de su Amigo.
― ¿Quién es?― preguntó una voz desde dentro.
― ¡Yo!
― No puedes entrar. Es aún demasiado pronto y en esta casa no hay lugar para lo impuro.
Aquel hombre abandonó el lugar entristecido, y durante mucho tiempo se consumió en las llamas de la separación. Pero al final regresó. Comenzó a dar vueltas junto a la puerta del Amigo, entre dudas y temores. Finalmente, se decidió a llamar.
― ¿Quién es?
― ¡Tú!
― Pasa, amigo mío, ahora que ya eres yo. Porque en casa no hay lugar para dos yoes». (20)

Estamos ante las mismas afirmaciones de Al-Hallaj que le costaron la vida:

«En aquella gloria no hay yo ni nosotros ni tu. Yo, nosotros, tú y Él todo es una y la misma cosa».

«Me he convertido en Aquel a quien amo, y Aquel a quien amo se ha convertido en mí. Somos dos espíritus infundidos en un solo cuerpo. Si me ves, Lo ves; y si Lo ves, nos contemplamos los dos». (21)

Desde esta perspectiva se puede reinterpretar el pasaje del Éxodo en el que Dios se le revela a Moisés como «Yo soy el que soy» (Ex 3,14a). A continuación de esta teofanía, Moisés recibe el siguiente encargo: «Di a los Israelitas: Yo soy me envía» (Ex 3,14b). El Yo soy de Dios se hace uno con el yo soy de Moisés, de modo que la conciencia de Moisés ha quedado plenamente identificada con la esencia divina. De ahí emanará su autoridad como profeta, liberador y legislador. Se podría decir que Moisés, en el Sinaí, ha tenido una experiencia adváitica.

Todavía con mayor nitidez, en los Evangelios, particularmente en el de Juan, encontramos afirmaciones puestas en boca de Jesús que son claramente adváiticas. Tales expresiones son de dos tipos: las que están referidas a su relación con el Padre y las que están dirigidas a sus discípulos, las cuales van apareciendo más tarde y progresivamente a lo largo del Evangelio. Entre las primeras, las más destacables son las siguientes:

«El Padre y yo somos uno» (Jn 10,30).
«El Padre está en mí, y yo en el Padre» (Jn 10,38).
«Yo estoy en el Padre, y el Padre está en mí» (Jn 14,11).
«Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo, mío» (Jn 17,10).

A medida que esta relación de Jesús con el Padre va siendo explicitada, van apareciendo otras referencias en torno a que esa unión se extiende a sus discípulos, los cuales representan a todos los humanos:

«Aquél día comprenderéis que yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14,20).

«Que todos sean uno. Como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que también ellos estén en nosotros» (Jn 17,21).

Con estas palabras, el Evangelio de Juan está invitando a los discípulos a participar plenamente de la naturaleza de Cristo, el cual, a u vez, participa plenamente de la naturaleza del Padre. Para la confesión cristiana, esto significa que los seres humanos, a través de Cristo, participan como Él de la naturaleza divina. Esta incorporación sustancial está expresada en la imagen, también adváitica, de la vid y los sarmientos (Jn 15,5), en la que los sarmientos forman parte de la vid, son la misma vid, sin que por ello ésta quede reducida a aquéllos.

De algún modo, el cristianismo se halla a medio camino entre las religiones monoteístas semíticas y las religiones orientales, porque, por un lado, preserva la trascendencia del plano divino al atribuir la encarnación solamente a una de las tres Personas, pero, por otro, elimina la distancia del plano increado con respecto al creado al afirmar la plena asunción de una de las Personas divinas en un ser humano, revelado como el Cristo.

Lo que la tradición cristiana afirma de Cristo, las religiones oceánicas tienden a afirmarlo de todos los seres y de la realidad completa al hablar de la naturaleza búdica o de que todo es Brahman, sin necesidad de que haya un único mediador, porque parten de otra concepción de lo trascendente y de lo inmanente, y en ellas no tiene lugar la distinción entre lo natural y lo sobrenatural.

A lo largo de estas páginas hemos tratado de apuntar que la experiencia mística común a todas las religiones tiende a abolir esta dualidad. Dada la predominancia cristiana en el contexto en que se escribe el presente ensayo, nos vamos a detener un poco más en mostrar cómo los místicos cristianos han comprendido esa unidad a partir de la concepción del Dios trinitario.

Notas:
  1. Dios, Deus, Theos, Zeus, Deva... proceden de la raíz sánscrita dev-, que significa «brillar a través», de donde también proviene la palabra día (dyau). En las religiones semíticas, el Ser absoluto es denominado a partir de la raíz el- (Elhoím, El-Sadday, Allah...), que originariamente designaba el principio vital de los seres vivos. Por su parte, el término sánscrito Brahman procede de la raíz brah-, que significa «expandir».
  2. Plotino integra en su concepción ambas dimensiones, al considerar que el noûs tiene un aspecto inteligente y otro amoroso. El Bhagavad-Gîtâ también ofrece una integración de ambos caminos. Por medio del camino de la devoción y por el lado del camino del conocimiento. En un pasaje particularmente integrador se dice: «Por el amor, él ha podido conocerme. Quién soy Yo y Qué soy Yo. Y una vez ha recibido el Conocimiento, tiene ya la puerta abierta de regreso a Mi ser» (BG 18,55). También en el Evangelio de Juan aparecen equilibrados los dos polos: el del amor («Permaneced en mi amor» [15,9-12]; «Pedro, ¿me amas?» [21,15-17]) y el del conocimiento («Habrá un día en que los verdaderos adoradores del Padre lo serán en espíritu y en verdad» [4, 23]; «conoced la Verdad, y la Verdad os hará libres» [8,32]).
  3. El advaitismo es una de las tres escuelas interpretativas del Vedanta, representada particularmente por Shankara (788-820). Trata de ser una alternativa al realismo dualista del sistema Sâmkhya ―el cual postula que hay dos realidades fundamentales: espíritu (purusha) y materia (prakrti)―, así como a un monismo reductor según el cual lo real sería sólo Dios, y la realidad una apariencia inconsistente. Con todo, habría que matizar esta consideración dualista del sistema Sâmkhya, ya que, en verdad, no concibe a prakrti como un principio independiente de purusha. El advaitismo de Shankara ha sido acusado de incurrir en esa relativización de la realidad manifestada. Aquí nos inclinamos por la interpretación adváitica del neovedantismo, particularmente por la postura de Vivekananda (1863-1902), Sri Aurobindo (1872-1950) y Radhakrishnan (1888-1975), los cuales toman muy en serio las diversas dimensiones de lo Real, sin que una quede absorbida por la otra.
  4. La Trinidad. Una experiencia humana primordial, Siruela, Madrid 1998, p. 59.
  5. «Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza, a su imagen los creó Dios» ( Gn 1,27). Los Padres griegos interpretan esta repetición parcial entendiendo que hemos perdido la semejanza, pero no la imagen. La tarea de cada persona es restablecer esta semejanza que ha quedado desfigurada.
  6. Ambigua Io, 10, PG 91, 1.113 BC.
  7. Ambigua, Les éditions de l'Ancre, Paris 1994, 7, p. 138. La segunda parte de la cita no la hemos podido localizar. La hemos tomado de H.U. von BALTASAR, Liturgie Cosmique, Aubier, Paris 1947, p. 212.
  8. Subida al Monte Carmelo, 11,57, p. 227.
  9. Ibidem.
  10. Cf. 7M 2,4; cf. supra, cap. 6.
  11. Vida, 40,5.
  12. El hombre universal, p. 40.
  13. Cf. Ibn ARABI, Tratado de la Unidad, José de Olañeta, Palma de Mallorca 2001; ver Introducción, pp. 11-12.
  14. Ibid., pp. 16 y 31.
  15. Ibn ARABL, Tratado de la Unidad, José de Olañeta, Palma de Mallorca 2001, p- 50.
    De algún modo, también podría considerarse dos hadiths más: «Morid antes de morir», indicando con ello que el que «aniquila su alma, es decir, el que se conoce, ve que toda su existencia es Su existencia» (p. 41); y «Mi Cielo y mi Tierra no pueden contenerme, pero el corazón de Mi servidor creyente Me contiene» (p. 12).
  16. Ibid., 1.7.1., p. 48.
  17. Ibid., 1.1.8, pp. 21-22. También son significativos los siguientes párrafos: «Aquello que tú crees ser distinto de Allâh no es sino Allâh, pero tú no lo sabes. Tú Lo ves y no sabes que Lo ves. Desde el momento en que este misterio haya sido desvelado a tus ojos ―que no eres distinto que Allâh―, sabrás cuál es el fin de ti mismo, que no tienes necesidad de anonadarte, que jamás has dejado de ser y que no dejarás jamás de existir» (1.3.3., p. 31). «No hay nada distinto de Él, porque Él está exento de que lo distinto de Él sea distinto de Él. Aquello que es distinto es también Él, sin ninguna diferencia interior o exterior» (1.4.6., p. 39).
  18. Ibid., 1.2.1., p. 22.
  19. Ibid., 2.2.3., p. 63; 2.2.1, p. 59.
  20. Carlos DUBNER, Un poeta místico de Persia, Adiax,Buenos Aires 1980, pp. 110-111.
  21. Citas tomadas de Louis MASSIGNON, La passion de Ibn Mansûr Hallâj, Gallimard, Paris 1975, vol. III, pp. 49-56. Existe una versión reducida de esta obra en castellano, en la que los tres volúmenes originales han sido sintetizados en uno: La pasión de Hallaj, Paidós Orientalia, Barcelona 2000.