Agustí Guisasola Prados
Mi primera experiencia de no-dualidad
Por Agustí Guisasola Prados Barcelona, 30 de junio de 2021Preámbulo
Agustí Guisasola Prados
Es doctor en Filosofía por la Universitat de Barcelona; trabaja como filósofo asesor privado y como profesor de mindfulness en el Colegio Oficial de Doctores y Licenciados en Filosofía y Letras y Ciencias de Catalunya (CDL), en la Bircham International University (BIU) y también ha sido profesor de meditación y mindfulness en la Universitat de Barcelona (UB).
En el presente escrito narro una experiencia real de tipo trascendente que tuve en el año 1999. A esta vivencia la denomino Samadhi por la similitud que tiene con la siguiente acepción de ese concepto de la filosofía advaita.
“Samādhi es un estado de conciencia no dualista en el que la conciencia del sujeto que experimenta se vuelve una con el objeto que observa” [1].
Antes de empezar mi relato, y aunque huelgue decirlo, quiero manifestar que no tomé ningún tipo de droga, alcohol, cannabis, fármaco, ni substancia alguna de ninguna índole, ni en aquel momento ni con anterioridad ni posteriormente. Tampoco me encontraba ayunando ni bajo ninguna otra circunstancia que pudiera alterar mi cuerpo ni mi psique. Asimismo, es relevante exponer el hecho de que yo en aquél entonces ya era licenciado y doctorando en filosofía, poseyendo una mentalidad materialista-mecanicista y de ideología atea respecto a temas metafísicos; por lo cual variables del tipo placebo o relacionadas con la (auto)sugestión quedan totalmente descartadas.
Lo vivido
En diciembre de 1999 fui invitado por Fernando B. a pasar unos días en su casa de A Coruña (Galicia). Creo que fue al tercer día de estar allí que quiso mostrarme un monte llamado A Capelada (ahora se llama Serra da Capelada). Así que después de desayunar en un pueblo muy cercano a esa localidad, fuimos en su coche hasta la cima, atravesando un bosque verde y frondoso. La conversación entre Fernando y yo durante el trayecto se fue haciendo exigua, hasta que llegó un momento ―a mitad de camino aproximadamente― que dejamos de hablar. Se hizo un plácido silencio, de esos que emergen cuando la conexión entre dos almas es tan profunda que sobran las palabras. Habíamos salido de desayunar del pueblo cercano a nuestro destino ―cuyo nombre no recuerdo ni he buscado con posterioridad― y estábamos de vacaciones, es decir, sin problemas ni nada qué rumiar. El contexto, pues, era de tranquilidad y de una actitud, por mi parte, abierta a conocer nuevos lugares, eso sí, con una pizca de curiosidad, pues mi amigo me había dicho que se trataba de un paraje natural de gran belleza donde había existido un campamento druida.
Llegamos a lo alto de Serra da Capelada y detuvo el coche. El día era soleado, no demasiado frío y no había nadie más allí. Salimos y caminamos tranquilamente unos metros sin decir nada, manteniendo aquel silencio iniciado durante el trayecto en coche. Era un espacio abierto, no vi ningún resto druida en aquel momento, pero tampoco tuve la inquietud de buscarlo ni de preguntarle por él. A toro pasado parece como si las condiciones de lo que estaba a punto de suceder se estuvieran desarrollando de alguna manera. Respiré profundo ―pues el aire fresco y puro invitaba, por no decir obligaba, a ello― y al momento siguiente tuve ganas de sentarme en el suelo, y lo hice. Acto seguido me apeteció estirarme y así lo hice también. Fue como una secuencia automática y fluida: respirar profunda y conscientemente-sentarme-estirarme. Giré la cabeza hacia la izquierda y vi a mi amigo que seguía caminando. Al fondo se divisaban unos árboles y pensé: “debe de ir a orinar”. Fue el último pensamiento que tuve. Serenamente volví a girar la cabeza hacia el centro, y al percibir el gigantesco cielo abierto sobre mí desconecté ipso facto y de forma espontánea de mi sentido de individualidad (“yo personal”), es decir, de mi mente, de mi cuerpo y de mis emociones como un individuo. En otras palabras, dejé de pensar, de moverme y de sentirme yo para ser solo una conciencia con lo que había ante mí.
Al trascenderse mi sentido individual de identidad (“yo”), sentí fundirme con lo que podría llamar “el substrato” de la Naturaleza. Me reitero una vez más, a sabiendas de hacerme pesado, pero este punto es la médula de todo este asunto: la sensación de identidad, de yo, de sujeto que percibe, del individuo llamado Agustí Guisasola, en definitiva, desapareció instantáneamente y por completo para dar lugar a una “conciencia panóptica sintiente”. Aquella situación inefable desde una perspectiva racional no tiene sentido ―o mejor dicho, explicación―, sin embargo es como lo sentí. Es la diferencia entre vivir algo desde dentro y explicarlo una vez fuera de la experiencia. Ya que es menester ponerlo en palabras, diré que en una primera fase, o momento, percibí ―como en mi cuerpo― que el cielo y las nubes sentían su corporeidad. Era un sentir parecido al humano, pero como partes de Mí. En una segunda fase, no hubo un yo perceptual observándolos y sintiéndolos, sino que aquella naturaleza y yo éramos ya un Todo inextricable consciente sintiéndose a Sí Mismo.
La noción del tiempo desapareció desde el primer segundo y mis pensamientos también. No había monólogo interior ni para sentir la sorpresa de un fenómeno tan insólito. De hecho, no había extrañez porque no había un sujeto, un yo, susceptible de extrañarse que estuviera contemplando aquello. Yo no estaba. Era un sentirse Uno con el Todo ―también esta expresión es desafortunada porque no había pluralidad (yo y las demás cosas unificadas)― Todo era simplemente Unidad: un paraje natural que allí estaba sintiéndose a sí mismo. O, dicho de otro modo: aquella naturaleza era un sentir informe pero unificado.
Respecto a describir la sensación que recuerdo: se podría asemejar a paz insondable, plenitud total, felicidad absoluta ―lo que hemos leído tantas veces en la literatura espiritual― pero realmente tampoco son esos conceptos. Desde dentro de la “experiencia” aquel “sabor” es otro. Cuando siento paz, alegría y cualquier otra emoción o sentimiento positivos hay, implícitamente cierta sensación de límite, de imperfección, carencia, incluso cierta preocupación de fondo a que cesen. Sin embargo, la sensación que tuve fue de dicha (un regocijo impersonal atemporal) que jamás había experimentado con anterioridad. No había nadie allí ―o sea, un yo/sujeto― que se pudiera preocupar por si se acababa aquella extraordinaria experiencia. Por otro lado, la paz y felicidad por muy intensas que sean siempre tienen un sabor humano, porque lo son, y aquella experiencia no-dual no la sentí como humana, ni propiamente como felicidad.
Recuerdo que, en un momento dado, pasó un abejorro bastante cerca frente a mí. En un estado de conciencia normal (estándar) me hubiera asustado o al menos me habría apartado de forma reactiva, pero en aquel momento ni me inmuté, mi cuerpo no se movió ni un solo centímetro. Sin embargo, la presencia del abejorro me hizo salir de ese estado de Totalidad para entrar en otra fase, que después con los años descubrí que era lo que llamamos en meditación el observador, el testigo, la presencia, o en psicología metacognición [2]. Es como si el movimiento de aquel insecto hubiera roto el estatismo de aquella experiencia no-dual. Sin embargo, no volví en ningún momento al estado de normalidad. Es como si fluctuara, entrando y saliendo de dos niveles expandidos de conciencia distintos.
El vuelo del abejorro era observado, sin comentario mental, por mi metacognición tomando conciencia de su belleza, de su armonía volando inserto en el paisaje como un todo. Acto seguido desapareció ese sentido observador, para volver a la fusión con el Todo de una forma aún más profunda. Así permanecí en una especie de éxtasis estático ―del cual no recuerdo nada― hasta el final, pues desapareció toda sensación de movimiento, tiempo y memoria.
Después de ese estado no-dual de Totalidad, por llamarlo de alguna manera, es cuando regresé a mi yo individual, a mi estado normal de ser. Esta conexión con mi yo habitual fue inmediata y sin brusquedad. Así como entré en aquel samadhi, así salí. De repente tuve conciencia de mi persona percibiendo el entorno como alteridad. La paz y alegría serena seguían allí, pero ya con el sabor humano de siempre. Mi mente se empezó a activar de forma progresiva, sin expectativas de ningún tipo. Mi cuerpo también empezó a activarse sintiéndolo, ahora sí, como mi cuerpo separado de la naturaleza allí presente. Al mismo ritmo que mi mente moví con lentitud la cabeza para buscar a mi amigo con la mirada. No le vi; no le di importancia, no tuve intención de hacer nada. Me fui incorporando progresivamente y me levanté del suelo.
Así acabó aquella “experiencia” de no-dualidad. Escribo experiencia entre comillas porque para que se dé una experiencia debe de haber un sujeto que la experimente, sin embargo, tal como lo viví, no fue sentido como algo percibido por “alguien”. Fue una experiencia totalmente distinta de cualquier otra, donde sí se cumple la triangulación objeto-sujeto-experiencia. Si tuviera que sintetizar lo que allí sucedió en una sola frase, sería: “la Conciencia viva de la naturaleza experimentándose a sí misma (AutoConciencia) de forma impersonal”.
Una vez en pie fui a buscar a Fernando. En ese momento no le dije lo que “me” había sucedido. A medida que transcurrían los minutos iba reaccionando y sorprendiéndome más lo que había vivido. Él me enseñó aquel lugar: los menhires del monte druida del que me había hablado (que eran cuatro piedras, y un monolito, la verdad fue un poco decepcionante) y después caminamos hacia los bellos acantilados de aquel paraje. Divisé un fenómeno natural tan magnífico como excepcional: la confluencia del océano Atlántico con el mar Cantábrico, ambos de una tonalidad azul distinta, uno azul muy oscuro y el otro azul más claro. Ese distingo se percibía como si estuvieran separados por una línea recta que se hubiese trazado a mano alzada. Nunca había visto algo así ni en fotografía y desconocía por completo aquel fenómeno natural. Lo viví como algo extraordinario, pero en esta ocasión ―a diferencia de lo ocurrido hacía unos minutos― era muy consciente de que era yo, Agustí, quien estaba percibiendo aquella maravilla peculiar de la naturaleza.
Después de contemplar aquel fenómeno marítimo durante varios minutos sin comentario mental ―fue la primera vez que podía dejar la mente en ese estado de no pensamiento― sentí la necesidad de explicar a Fernando lo que había sucedido. Lo hice con detalle, pero él no parecía extrañado, lo cual me sorprendió, francamente; me dijo que era un lugar muy especial y no recuerdo mucho más. En cartas, posteriores a mi viaje a la Coruña, sí que me hizo varios comentarios explícitos de corte espiritual implicándose respecto a lo que le narré, mas no en aquel momento ni aquel día.
Subimos al coche y regresamos, de nuevo, al pueblo para almorzar.
Fin.
Actualidad (2021)
Han pasado más de veintiún años desde aquella experiencia trascendental. No he vuelto jamás allí y es la primera vez que me pongo a escribir lo que aconteció. Cuando pienso en todo el tiempo que he tardado en poner por escrito la vivencia positiva más impactante y singular de toda mi vida me quedo descolocado de mí mismo, no obstante, es así.
He compartido esta vivencia de Totalidad o samadhi en contadas ocasiones en mi vida, a muy pocas personas y cuando la situación lo merecía. Se trata de algo muy íntimo, de una experiencia sagrada. Recuerdo muy poco, como se habrá dado cuenta el lector ―no da para escribir un libro y menos yendo al grano― pero lo poco que mantengo en mi memoria es imborrable. A partir de aquel momento mi vida continuó “aparentemente” igual, ni siquiera puedo afirmar que a través de aquella vivencia me hubiera encontrado a mí mismo. Creo que no lo digerí porque me desbordó por completo. Como filósofo ateo de mentalidad cartesiana decidí no dar importancia a lo sucedido y por eso ni lo escribí, ni investigué, ni volví.
Desde hace años he ido buscando y he encontrado información que me cuadra con todo lo acaecido en aquella sierra de la Coruña. De hecho, Abraham Maslow denomina “no-cumbre” a este tipo de fenómeno consistente en no “valorar” una experiencia de tal magnitud. Se trata de un mecanismo de defensa de negación respecto a lo vivido por motivos básicamente racionales. En sus palabras:
“... uso la expresión ‘no-cumbre’ para referirme, no tanto a la persona incapaz de tener experiencias cumbre, sino a quien las tiene pero las reprime, las niega, se aleja de ellas o las ‘olvida’. (...) Cualquier persona cuya estructura caracterial (Weltanschauung o visión del mundo) le obligue a ser completamente racional, ‘materialista’ o mecanicista tiende a convertirse en un ‘no-cumbre’. Esa visión de la vida lleva al sujeto a considerar sus experiencias trascendentes o cumbre como una especie de locura, una pérdida completa de control o la sensación de verse desbordado por emociones irracionales, etcétera. La persona que teme volverse loca y se aferra desesperadamente a la estabilidad, el control, la realidad, etcétera, parece sentirse asustada por las experiencias cumbre y tiende a rechazarlas.” [3]
Ahora me siento totalmente identificado con lo que explica Maslow. De hecho, en muchas ocasiones recordando aquello, me sobreviene miedo a morir, y si no he vuelto a Capelada ha sido por el recelo a revivir aquella experiencia y quedarme atrapado en ella. Este miedo no existió en ningún momento en aquel extraordinario suceso: ni antes ni durante ni después, pero desde fuera y con el paso del tiempo, mi mente genera ese temor infundado.
Aunque he empezado por la vía negativa, es necesario explicar en positivo qué es una “experiencia cumbre”. Abraham Maslow (1908-1970) fue el primer psicólogo que trató y dio nombre a este tipo de experiencias que definió como estados de interconexión y unificación espiritual. En su libro Religions, values and peak experiences (1964) [4], expone las veinticinco características que describen una experiencia cumbre, de las cuales por mi vivencia yo destacaría las siguientes:
― Sensación de ser uno con el universo: disolución del “yo” (desaparece el sentido de individualidad) en el Todo o con la naturaleza percibida subjetivamente. (1) y (25)
― Desaparición del ego o sentido de la individualidad. (4)>― Fuente de emociones positivas: sensación de plenitud y paz perfectas. (5) y (12)
― Se siente que la vida es importante, que tiene sentido. (6)
― Desaparición de la sensación y del sentido del tiempo. (7)
― Sentido de lo trascendente o divino. (9)
― Naturaleza paradójica e inefable de no-dualidad. (13)
― Generan efectos positivos más allá del momento. (15)
― Sentido de un yo auténtico, una identidad perfecta desapegada de lo mundano. (17), (18), (19), (20), (22) y (24)
El yo personal existe en el paradigma de la dualidad (realidad estándar). Tiene que existir otro ente para que el yo cobre identidad propia por contraposición y separatividad (yo puedo definirme como “yo” porque existe “usted” y existe “todo lo demás” como alteridad (“lo otro” y “los demás”), como un “mundo” que no soy “yo”). Tiene que haber una alteridad, un predicado (objeto) para que el sujeto se sienta un “yo” diferenciado de todo lo demás. Cuando vi el abejorro volar frente a mí, debería haber sido consciente de mi individualidad por contraposición al insecto. Sin embargo, no fue así, el abejorro y yo no éramos percibidos como elementos distintos de la naturaleza, sino como “un todo dinámico que lo contenía todo” (esto es un concepto no-experienciado para la mayoría de las personas). En la filosofía advaita a esto se lo denomina experiencia no-dual, pero siempre la he entendido referida a los estados de absorción dentro de la meditación formal más allá de Dhyana; y alcanzándose diversas tipologías de Samadhi (Hinduismo, Budismo, Jainismo, Sijismo y Yoga) o Satori (Zen), no en plena vida ordinaria de forma espontánea. Esta circunstancia, o contexto no meditativo, es más propia de las “experiencias cumbre”.
A posteriori soy consciente de que aquello dejó una huella tan importante en mí que cambió el rumbo y sentido de mi vida, pero se dio de forma tan natural que me pasó inadvertido. Desde aquel día me doy cuenta de que dejé de pensar a voluntad y que, de hecho, si no tengo ningún tema que resolver, podía y puedo permanecer en un estado mental de no pensamiento. No pensar no significa dejar la mente en blanco, pues siempre hay material en la conciencia, ni que sea perceptual (imágenes, sonidos, sensaciones táctiles...). A lo que me refiero es a estar en un estado de conciencia de no pensamiento, es decir, un estado de presencia donde eres muy consciente de todo lo que sucede, pero sin comentario mental alguno, sin conceptualización de lo percibido, sin el monólogo interior que habla (casi) continuamente en la mayoría de las personas: recordando, futurizando, analizando, comparando, rumiando y enjuiciando de forma más o menos automática. Ese estado de no-dualidad vivido en A Capelada me llevó más adelante, junto a otro suceso capital para mí, a interesarme por el mundo de la meditación y hacer de ella mi profesión y estilo de vida. Desde entonces aprendí a meditar con diferentes maestros, tanto budistas como laicos, y en 2011 descubrí el mindfulness a través de un curso. Luego fueron más formaciones en atención plena hasta convertirme en un profesional de esta disciplina que no es otra cosa, en último término, que llevar un estado de conciencia contemplativo en el que se observa, pero no se juzga tu vida entera. Y es ahora donde, atando cabos, soy consciente de la relación existente entre aquella experiencia cercana al año 2000 y cómo vivo desde hace unos años.
Todo se dio sin buscar, sin forzar. No elegí ni busqué aquello, sino que fue elegido por mí (no me refiero a que alguna entidad sobrenatural decidiera por mí, sino que la Vida, como fenómeno multidimensional, me llevó por esos derroteros). Desde una visión imparcial pasó lo que tenía que pasar (no como destino, en el cual no creo, sino como el resultado de todos los factores implicados en mi vida) y me doy cuenta de que cuanto menos buscas y más fluyes más aspectos de la realidad se develan (alétheia). Es cuando recuerdo y reflexiono sobre este episodio de mi vida, que creo comprender el concepto religioso de “Gracia”. Es decir: como el experienciar (saber) lo trascendente sin haberlo buscado, lo cual hace ya innecesaria la fe.
El motivo de este relato y por qué ahora
Fue el ocho de mayo de 2019 que asistí a la ponencia “Neurociencia y misticismo” [5]. Allí la doctora Olga Fernández (profesora de filosofía de la Universitat Autònoma de Barcelona) disertó sobre las experiencias cumbre. La temática me llamó poderosamente la atención porque inmediatamente emergió el recuerdo de lo acontecido a finales de 1999 en A Capelada. Asistí a la ponencia y al finalizar pude hablar escasos minutos con la doctora Fernández, relatándole muy por encima mi experiencia. Recuerdo que ella me dijo algo parecido a que el quid de la cuestión para la neurociencia es que siempre hay un yo que percibe y que esa subjetividad es la frontera insoslayable entre lo racional y lo místico. Le comenté que el día que escribiera mi experiencia cumbre, o sea, lo que usted está leyendo ahora mismo, se lo haría saber. Así que hoy 09/05/21 acabo de redactar aquella vivencia trascendental con la intención de darla a conocer, por si pudiera arrojar luz ―de alguna manera― tanto a los filósofos de la mente como a los buscadores espirituales.
Lo acaecido en A Capelada es para mí una vivencia no-dual de la realidad hasta la fusión, donde: el conocedor (sujeto/yo), lo conocido (objeto/A Capelada), el contexto (Naturaleza) y el proceso (sin interrupción) de conocimiento fueron experimentados como una única realidad (experiencia de Totalidad o de no-dualidad). Todo lo viví como un flujo perpetuo sin oposición, sin cambio, como una paz inmutable e insondable. Una experiencia aparte de cualquier otra vivida, que me mostró la diferencia existente entre mi realidad y la Realidad. Como sentenció el poeta francés Paul Éluard (Eugène-Émile-Paul Grindel):
“Hay otros mundos, pero están en éste. Hay otras vidas, pero están en ti”. [6]
Yo preferiría hablar de dimensiones, pero por la limitación de este espacio no es el momento de disertar sobre cuestiones semánticas. También el sentido que Éluard le da a vidas es mundano e intrahistórico y no metafísico, pero la frase me parece idónea en el contexto espiritual de mi realización.
Ante un kosmos desbordante e insondable, henchido de incógnitas y de aspectos ignotos, solo nos queda tender puentes interdisciplinares (Espiritualidad, Filosofía y Ciencia) en aras del Conocimiento con mayúscula. En palabras del analítico Willard Van Orman Quine:
“El filósofo y el científico navegan en el mismo barco”. [7]
Como persona no religiosa, solo puedo dar fe ―que no tenerla― de lo vivido; como filósofo, explicarlo y analizarlo de la manera más honesta y objetiva; como ser humano completo, realizar mi dimensión espiritual o contemplativa: Ser-y no ser-siendo-Conciencia.
Dr. Agustí Guisasola Prados
- Diener, Michael S.; Erhard, Franz-Karl; Fischer-Schreiber, Ingrid. Diccionario Shambhala de budismo y zen. Ed. Shambhala, ISBN 0-87773-520-4. 1991.
- Un sentido de yo profundo, esencial, que no juzga, solo se da cuenta de lo que percibe y que no tiene nada que ver con el yo narrativo, del personaje, el cuerpo y los roles de la personalidad psicosocial. Los profesores de medicina y expertos en Mindfulness, Dr. Javier García Campayo y Dr. Marcelo Demarzo lo definen como: “Una parte de nuestra conciencia aparece nítidamente como observadora de todo lo que pasa, como testigo objetivo, no implicado, de los procesos mentales y corporales (sensaciones, pensamientos, emociones). Manual práctico. Mindfulness, curiosidad y aceptación. Ed. Siglantana, 2015, pág. 75.
- Abraham Maslow. Religiones, valores y experiencias cumbre. Ed. La Llave, Barcelona, 2013, pp. 52 y 53.
- Íbid., pp. 99-110.
- Dentro del Seminario: “10 Reflexiones Filosóficas en Torno a la Ciencia” de la Sección de Filosofía Analítica (Societat Catalana de Filosofia), en el Institut d’Estudis Catalans de Barcelona
- Cit. Rincón, Luciano. Cartas cruzadas entre Paul Éluard y Teofrasto Bombasto de Hohenheim llamado Paracelso. Ed. Los Libros de la Frontera (Papeles Literarios), 1976.
- Cit. J. Carlos García Borrón. La filosofía y las ciencias, Ed. Grijalbo (Enseñanza/Crítica, “Instrumentos”), Barcelona, 1987, pág. 72.