Enrique Ribeaux Roig
La caída de la Luna
Por Enrique Ribeaux Roig 12 de diciembre 2021Cuentan que, al principio, toda la Tierra estaba cubierta de agua; y que la Luna, en su recorrido habitual, abrió sus ojos un día para verse a sí misma reflejada en ella. Como el agua en la Tierra permanecía quieta y transparente, el reflejo de la Luna era perfecto, una copia fiel hecha a imagen y semejanza. La Luna, que nunca antes se había visto, no tenía idea de lo hermosa que era: un esfera blanca y radiante, como ninguna otra a su alrededor.
Con el tiempo sucedió, que la Luna quedó tan fascinada con su imagen, que cada vez que la veía, no dudaba en sentir: "Yo soy eso". Veía su imagen y sentía al instante: "Yo soy eso". No tuvo en cuenta que no se trataba de ella, sino de su reflejo, y olvidó ese importante detalle sumida en su embeleso.
La Luna, cada vez que sentía: "yo soy eso", se acercaba un paso a la Tierra, sin darse cuenta. Un día, se acercó tanto que tocó el agua con su nariz; y del toque surgieron ondas que fragmentaron su reflejo en múltiples pedazos. La imagen original se había perdido, y ahora quedaba en su lugar, un universo de lunas.
Ella, que ya había olvidado quién era, creyó ser esa miríada de hermosos luceros; y cautivada en la contemplación de su multiplicada belleza, no reparó en acercarse a cada uno de ellos tocándolos con su nariz; generando, a su vez, más ondas y, por ende, más luceros.
Después de un tiempo experimentando, la Luna se cansó y sintió añoranza por su imagen original, aquella esfera grande, blanca y radiante, como ninguna otra a su alrededor. Pero estaba muy confundida entre tantos fragmentos, así que no sabía cómo recuperarla. Buscó y buscó, hasta que encontró la forma de lograrlo. Descubrió que, tomando distancia de un fragmento, se reunían a su alrededor un grupo de ellos, convirtiéndose en un solo fragmento más grande y abarcador. También se dio cuenta que, cuando volvía a meter su nariz, se separaban otra vez. A raíz de su gran descubrimiento, comenzó a tomar más y más distancia, y por cada distancia que tomaba, más fragmentos se reunían entre sí, regresando de la multiplicidad a la unidad, como si fuera un rompecabezas armándose solo. Con el tiempo, las ondas en el agua fueron recuperando su quietud, y la Luna, su altura.
La hermosa esfera blanca y refulgente, perfecta, quieta y silenciosa, se hizo nuevamente visible. Y allí, inmersa en su soledad, meditando en su experiencia, la Luna tuvo una última iluminación. Había recordado que esa esfera, por muy bella y resplandeciente que fuera, no era ella, sino su imagen. Ella podía verse a través de su imagen, pero su identidad permanecía en su interior, dentro de su propio ser, por lo que nunca más le fue preciso algo exterior para conocerse a sí misma.
Desde entonces, la Luna continúa su recorrido habitual en torno a la Tierra. Pero al llegar al cenit, siempre toma más distancia, pues al verse reflejada en los mares, los ríos y los lagos, teme caer otra vez en su embeleso y sucumbir en el olvido de su verdadero ser.