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Dora Gil

El verdadero amor

Por Dora Gil 26 de mayo de 2019
Dora Gil

Algo se conmueve en mí cuando descubro, en medio de mi experiencia cotidiana, el significado profundo de frases de la tradición cristiana que creí haber comprendido en el pasado y que ahora, a la luz de la consciencia, se me revelan con una claridad mucho más profunda. Aunque hace mucho tiempo dejé de lado las formas y las prácticas religiosas asociadas al mensaje de Jesús, sus palabras nunca me han dejado. Desde muy niña, calaron muy hondo, como semillas plantadas en mi corazón que aún siguen brotando y ofreciéndome nuevas comprensiones, siempre frescas y renovadoras.

Estos días, por ejemplo, resuena con fuerza en mí la frase bíblica "Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo" que Jesús retomó llenándola de intensidad al expresarlo así: "Amarás a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas y al prójimo como a ti mismo", dejando claro que, en esto, se resumía todo. Así de simple. Ahí se encierra toda la enseñanza de la vida.

Recibo estas palabras como una invitación intensa y llena de amor. Me sitúan en la claridad de un plumazo cuando estoy confundida en el mundo de las "cosas". Sí, porque a eso alude, para mí, lo de... "Amar a Dios sobre todas las cosas".

Distingamos entre la realidad esencial ―lo que es― y el mundo de la forma. En éste, percibimos un arsenal de cosas separadas unas de otras que captan constantemente nuestra atención. Nos encerramos en sus atrayentes contenidos y perdemos así la perspectiva de la esencia o de la totalidad, del sustrato del que esas formas surgen, en el que se mueven y en el que terminan desapareciendo.

¿Cuáles son las "cosas" que nos captan la atención en este instante? Miremos bien, abrámonos al paisaje: pensamientos, emociones, percepciones, situaciones, sucesos, relaciones... Todas ellas muy concretas y cambiando constantemente de forma. En este momento... ¿A qué le estamos dando tanta atención? ¿Nos hemos encerrado en eso dándole vueltas? ¿Dónde ha quedado nuestro verdadero ser, la consciencia, mientras tanto?

Si nos aquietamos, podemos contemplar más espaciosamente. Sin necesidad de hacer nada, de tocar nada, ya aparece la perspectiva, todo el paisaje es contemplado en este espacio vivo de la consciencia. Pues sí, ahora puedo ver que me había olvidado de ese espacio ofuscándome en esa "cosas", tratando de controlarlas o arreglarlas, buscando resultados... ¿Puedo dejarlas moverse y conectarme con esta espaciosidad que las contempla? ¿Puedo descansar, respirar, dejarme sentir sin hacer nada? Esas son las cosas que antepongo a Dios, a mi Ser, a lo que soy. Mi percepción se encierra en ellas y se olvida de su fuente, del inmenso campo vivo del que surgen y que las sostiene. Y eso es "Dios", en lenguaje bíblico, aunque podemos llamarlo como queramos: Ser, consciencia, espacio, sustrato, vacío, vida, amor... Y eso es también lo que yo soy, la esencia permanente que contempla el ir y venir de toda apariencia y descansa en su profunda transparencia.

Al reducir mi atención en un ámbito tan estrecho, sufro. Por una simple razón, me he olvidado de mi amplitud, de la fuente de la que esa cosa surge y en la que se mueve. Al haberme olvidado de la profundidad que soy, experimento contracción.

Recordar ese espacio es unirme a él, ser él. Eso es, para mí, "amar a Dios sobre todas las cosas": encontrarme con mi esencia, ser una con ella y vivir desde ella. La buena noticia es que ese espacio no está separado de ninguna cosa, todas son envueltas, permeadas y están saturadas de él: son sus expresiones, como lo son las olas del océano.

Por eso, ahora llega el "segundo mandamiento": "Ama al prójimo como a ti mismo". Ante la dificultad que se nos plantea de permanecer en ese espacio profundo, confrontados a la intensa atracción de las cosas que se mueven en nuestro mundo, se nos dice: "Ámalas como a ti mismo".

Fundidos en ese espacio vivo de la consciencia, descubrimos nuestra identidad, el ser, el "yo" profundo e infinito que somos. Todos los fenómenos que aparecen en la inmediatez de nuestra experiencia presente, la mente separada los llama "el prójimo", estableciendo una distancia. "Ámalos como a ti mismo" significa: reconócelos, son expresiones de tu misma esencia, disfraces de Dios, como también lo son tu cuerpo, tus pensamientos, tus emociones... No te detengas en su forma, sea cual sea su apariencia. Son tú mismo, como toda ola es manifestación del océano, compartiendo con él su sustancia. No te separes de ellos mentalmente. La separación del "prójimo" es nuestra experiencia más recurrente y dolorosa. Sucede en nuestro fuero interno, se dé o no físicamente. El "prójimo" puede ser, no sólo un ser humano, sino el modo de designar todo lo que considero "otro", "no yo", desde la perspectiva reducida del yo aislado.

Cada vez que me relaciono con un "prójimo", como algo separado de su esencia, identificándolo con su forma, estoy distanciándome de esa Fuente común de la que ambos surgimos.

Cada vez que me relaciono con una persona, un alimento, un lugar, una situación, sin conectarla con su origen, sin reconocerla como lo que es (la esencia disfrazada de esa forma), experimento el sufrimiento y la separación, aunque a veces puedan estar revestidos de un provisorio alivio o bienestar.

Y esto es lo que nos detiene, ralentiza o nos sume en la soledad: la consideración de los objetos en los que nuestra mente se enfoca ―buscándolos o evitándolos― como separados del Ser.

Ahí nos perdemos, aunque en nuestros momentos de interiorización experimentemos la conexión con esa esencia que todo lo sostiene. Aunque en el silencio, a veces, nos sintamos "amando a Dios sobre todas las cosas", enamorados del ser, al volver a movernos en el mundo, a relacionarnos con cosas, situaciones y personas, si los percibimos desconectados de esa esencia en la que hemos descansado, nos sentimos tensos, cansados, separados y deseosos de escaparnos o refugiarnos de nuevo en la quietud. O, también podríamos sentirnos tan hechizados por su hipnótica atracción que nos olvidemos de que, lo que nos atrae de esos objetos es, simplemente, el Corazón de la existencia que late bajo todas las formas. Esta segunda posibilidad, aunque parezca unirnos momentáneamente con lo que nos atrae, en realidad, nos separa tanto como la otra de nuestra unidad esencial, pues la forma a la que nos apegamos está sujeta al cambio y a la desaparición y termina por agotarse si no la reconocemos en su íntima vinculación al ser.

Este reconocimiento de Dios en cada cosa es necesario. Esta es la invitación del "Amarás al prójimo como a ti mismo". Nada, en el mundo de la forma, está separado del Ser que somos en esencia, de la consciencia que todo lo sostiene y lo penetra. Por eso, contemplar cualquier objeto, vivir cualquier experiencia, es una puerta, una oportunidad para entrar en contacto con la vida que somos en lo profundo. Del mismo modo que contemplar las olas nos pone en contacto con el agua que es su sustancia y el océano del que surgen, cualquier "prójimo" nos está ofreciendo la misma posibilidad si nos decidimos a mirarlo como una expresión de lo que somos en lo profundo. Nada que evitar, nada que rechazar. Todo está aquí para recordarnos nuestro origen, lo que somos.

La vida sigue ofreciéndonos con una claridad aplastante, a través de frases tan conocidas, la clave de nuestra plenitud: amar a Dios (lo que somos) sobre todas las cosas o formas cambiantes. Pero, además, descubrir en el prójimo (que a veces confundimos con esas formas) la esencia que compartimos, la sustancia única que somos. Eso es el verdadero amor.

© 2019, Dora Gil