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Sergi Terol

Dictadura del ¿por qué?

Por Sergi Terol 16 de septiembre de 2024
Sergi Terol

¿Está la sed de conocimiento arraigada a nuestra naturaleza?

A menudo planteamos una serie de interrogantes para desvelar el sentido de la existencia: ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? ¿A qué hemos venido?

En este sentido, ya podemos decir que somos seres con sentido de la división, sentido del rendimiento, sentido de la meta y, en cierto modo, sentido del sentido.

Uso «sentido de la división» en lo que se refiere a la pregunta ¿Quiénes somos?

Nos percibimos como cosas separadas con autoconsciencia. Nos preguntamos qué es esto y qué es esto otro, como si una cosa pudiese existir sin la otra. La tierra sufre las consecuencias de nuestros actos porque nosotros somos la tierra. Si desaparece la tierra desaparecemos nosotros, porque somos una unidad. Que podamos separarnos del suelo no nos convierte en entes independientes. Seguimos en contacto con una atmósfera de la cual dependemos. Aquello que creemos separado de nuestro cuerpo forma parte de este, aunque exista una ilusión de independencia física. Una planta no tiene consciencia, pero las manos tampoco la tienen. Sin embargo, responden a nuestro SNC. Nuestras acciones se rigen por reacciones bioquímicas que movilizan las extremidades. Afectan a estas. Nuestros actos también afectan a la tierra. La tierra es otra extremidad, aunque responda a otra escala y temporalidad. La tierra somos nosotros.

La voluntad de saber conlleva una separación intrínseca. Pero no podemos saber todo sobre algo sin que ello exija saberlo todo. Y es que no hay un «todo sobre algo», es simplemente todo. Ser, por ejemplo, experto en geología, es saber un poco sobre el todo. Esta es la evidencia de que el universo es una unidad, conocimiento del cual es inalcanzable. No sabemos nada si no lo sabemos todo. Por lo tanto, si el universo nos dice que nunca lo vamos a conocer, ¿por qué nos empeñamos a llevarle la contraria? ¿Por qué no nos permitimos vivir?

La misma pregunta «¿A qué hemos venido?» ya presenta fisuras semánticas. Nosotros no «hemos venido», no somos turistas. Nosotros somos, y ser no acarrea objetivos. La tierra no es un escenario donde nos lanzan para que hagamos nuestra función. Somos el escenario y la función. Nosotros no nacimos en la tierra, nacimos con la tierra.

El tiempo mismo es también una unidad. Iniciada, en curso y acabada. Todo a la vez. Por lo tanto, una unidad estática.

Es más, ¿Y si el tiempo son las cosas? El tiempo se confunde con la evolución de las cosas. El tiempo es una ilusión, no vamos hacia adelante. Al fijar metas nos da la impresión de que el tiempo transcurre y se agota, pero no avanza. Un coche avanza por energía cinética. ¿Por qué avanza el tiempo? ¿Por horas? ¿Meses? ¿Años? No tiene demasiado sentido. El problema es que extrapolamos la visión del desplazamiento físico de los cuerpos a un continuo inteligible e ilusorio. El tiempo no es más que la evolución de las cosas. Pero no hay una línea temporal que se consume. La visión cronológica del mundo nace del estudio de los movimientos cíclicos de los elementos del universo. Pero, si son ciclos, no importa por donde empiecen, porque no tienen final ni se conoce el principio. Entonces, si es un ciclo, no hay tiempo.

El inventor de la primera tecnología, aunque ello escapara de su campo de consciencia, ya contaba con todo lo que sucedería más adelante. La tecnología venía de una necesidad de evolución. La evolución nos ha llevado del artilugio diseñado por este hombre arcaico hasta los smartphones. El hombre no solo quería encender una llama, quería conectar a millones de personas en espacios digitales. Nosotros somos ese hombre, con la misma voluntad. La evolución. No hemos hecho avances independientes. Él conocía sus necesidades, pero no contaba con el espacio de vida suficiente ni con un hombre arcaico que le hiciera conocer las mil posibilidades que tenía para satisfacerlas. Somos una prolongación de este. Él no ha muerto, él somos nosotros. No hay «ellos» ni «nosotros» ni siquiera a través del tiempo.

El sentido del avance sugiere una necesidad de final. Si no hay final, no avanzamos, porque ¿hacia qué avanzaríamos?

La muerte juega un papel de dictadora sumamente intervencionista en los seres humanos. La voluntad de progreso no existiría si no vislumbráramos un final. Como si nosotros termináramos en nuestra muerte. Sobre esta idea nace el temor al no-legado. Morir «sin haber sido nadie».

Cuando mueres, dejas el legado del mundo entero, el legado de la humanidad.

El sentido del rendimiento se refiere a la fijación de objetivos o metas. Aquí entran en valor los dos sentidos.

El ser humano concede, a partir de la idea de la muerte, un final a todo. En este periodo que transcurre entre el principio al «final», nos creemos obligados a aportar cosas. Como si la existencia planteara objetivos, límites que otorgan una razón de ser al humano. Las metas, entonces, son finales. Los finales surgen de un mismo molde: la muerte. Así pues, las metas, son muertes. Creemos que la carrera acaba cuando dejas de avanzar, pero seguimos existiendo ¿Qué indica el final de la carrera? ¿Y el inicio? ¿Una pancarta donde pone «meta»?

¿A qué venimos? A nada.

Es también la mentalidad de rendimiento la que nos lleva a creer que debemos conocer el sentido de la existencia. Esta sed nos aleja del agua, porque quienes plantean estas cuestiones son aquellos que conciben la vida como objeto de estudio en vez de vivirla. Solo viviendo podemos saber qué es la vida y aquellos que lo saben, no saben que lo saben porque, en efecto, están viviendo. Nuestro instinto curioso ya no es instinto. Entonces, ¿Quiénes somos? ¿A qué hemos venido? ¿A dónde vamos?

Nada, a nada y a ningún sitio.

© 2024, Sergi Terol