Ruta de Sección: Inicio > Artículos >Ensayos > Artículo

Artículos - Steve Taylor

¿Quién creó a Dios?

¿Quién creó a Dios?

La historia secreta del «espíritu-fuerza»

(Primera Parte)
Por Steve Taylor

Este ensayo examina la cuestión de por qué los seres humanos han tenido siempre una necesidad tan fuerte de creer que los dioses les vigilan y protegen. Analizo las características de la «espiritualidad indígena» y los orígenes históricos del teísmo y los relaciono con el desarrollo de una «estructura del ego» más fuerte entre ciertos grupos humanos. El monoteísmo (y el propio teísmo) se considera una consecuencia inevitable de la dolorosa sensación de separación e incompletud que conlleva una consciencia fuertemente egoica.

Hasta hace poco, casi todo el mundo daba por sentada la existencia de Dios o de los dioses. «Él» era ―o eran, si hablamos de religiones politeístas― una poderosa realidad psicológica para la mayoría de la población mundial. Dondequiera que hayan vivido seres humanos, los dioses parecen haber surgido de forma natural de su psique.

En mi opinión, la asombrosa prevalencia de esta creencia nunca se ha explicado satisfactoriamente. Muchas de las explicaciones sobre Dios y la religión tienden hacia un enfoque «intelectualista» o «consolador». El enfoque «intelectualista» sugiere que los seres humanos inventaron dioses y las religiones asociadas a ellos para explicar el mundo. Por un lado, la religión explica fenómenos naturales extraños. Cuando el sol se mueve por el cielo, cuando rugen los truenos, cuando mueren las cosechas o cuando muere una persona sin motivo aparente, todo ello puede explicarse en términos de la acción de dioses o espíritus. Las religiones también pueden explicar cómo surgió el mundo (Dios lo creó) y por qué la vida está llena de maldad y sufrimiento (es por culpa del Diablo, o bien es una prueba que Dios nos ha puesto, y nos castigará o recompensará cuando muramos) (Boyer, 2002).

En general, el enfoque «consolador» sostiene que la religión consuela a los seres humanos frente a nuestra mortalidad y a las penurias y sufrimientos que llenan nuestras vidas (Boyer, 2002). Tanto Marx como Freud, por ejemplo, eran partidarios del punto de vista «consolador». Para Marx, la religión era el «motivo universal de consuelo» o, en su famosa frase, el «opio del pueblo» (Hamilton, 1995). La clase obrera necesitaba este consuelo debido a la alienación que produce el sistema capitalista y a la miseria y opresión que se ve obligada a soportar.

Para Freud, la creencia en Dios era una regresión neurótica a la infancia, en la que Dios representaba una figura paterna omnipotente. Pero al mismo tiempo, Freud creía que la religión tenía una función consoladora, ya que ayudaba a dar sentido a un mundo arbitrario y sin sentido, y también compensaba a los seres humanos por las «privaciones» que causa la civilización. Ser «civilizado» significa reprimir nuestros instintos e impulsos, lo que conlleva frustración y hace que nos inflijamos sufrimiento unos a otros. Y como escribe Freud, la tarea de la religión es «nivelar los defectos y males de la civilización, atender a los sufrimientos que los hombres se infligen unos a otros en su vida en común» (en Hamilton, 1995, p. 58).

Por otra parte, desde la perspectiva de la psicología transpersonal, podríamos adoptar el punto de vista junguiano de que Dios no es exactamente un ser físicamente real ―como creen los cristianos o los musulmanes―, pero que, no obstante, es psíquicamente real. Para Jung (1969), el mundo colectivo de los arquetipos es tan real como el mundo físico, y Dios es uno de los arquetipos más poderosos; de ahí la omnipresencia de la creencia.

Ken Wilber adopta un enfoque ligeramente diferente, sugiriendo que el concepto de Dios monoteísta es una intuición del Espíritu, condicionada y filtrada a través de los reinos arquetípicos. Según él (Wilber, 1981), el monoteísmo es un paso evolutivo desde la religión «mágica» y el politeísmo de las culturas «primitivas». Según él, hasta alrededor del 2500 a.C., el nivel medio de la consciencia humana era pre-egoico, e incluso durante el «periodo de alta membresía» (de 4500 a 1500 a.C.) el nivel más alto de consciencia al que podían acceder individuos dotados como los chamanes era el reino psíquico o Nirmanakaya. Pero a partir de alrededor del 2500 a.C., la raza humana (o al menos algunos grupos humanos) empezó a evolucionar hacia el nivel egoico, y como su nivel medio de consciencia era más alto, los individuos dotados podían «saltar» a una altura mayor y alcanzar el nivel sutil. Sobre todo cuando comenzó lo que él denomina la fase «egoica-racional incipiente», alrededor del año 500 a.C., cada vez más seres humanos empezaron a acceder a los niveles sutiles, y el resultado fue el desarrollo del monoteísmo. El punto de vista de Wilber sugiere que el «concepto de Dios» estaba tan extendido simplemente porque algunos grupos humanos evolucionaron hasta un punto en el que los niveles sutiles ―aunque no fueran su estado normal de consciencia― se hicieron más accesibles. En los niveles sutiles, y dentro del contexto cultural del mundo precientífico, Dios era una realidad.

La religión primigenia

Sin embargo, una de las cosas sorprendentes que nos enseña la antropología cultural es que no todos los grupos humanos tienen conceptos de dioses. Los pueblos indígenas tribales, como los nativos americanos, los aborígenes australianos y los africanos precoloniales tradicionales, por lo general no eran ni son teístas (aunque la situación cambió un poco después de que fueran expuestos a la cultura cristiana).

Para estos pueblos no existen deidades que presidan determinadas localidades o determinados aspectos de la vida. De hecho, para ellos el concepto de «Dios» o «dioses» no tiene significado, o lo tiene de forma muy limitada (1). Es cierto que algunos pueblos indígenas tienen un concepto de un Dios creador, pero normalmente se trata de figuras muy remotas y distantes. Parecen haber sido desarrolladas puramente como una forma de explicar cómo surgió el mundo. Después de crear el mundo, este «Dios» se aparta y tiene muy poca influencia. Como señaló Eliade (1967):

Al igual que muchos Seres Supremos celestiales de los pueblos «primitivos», los Dioses Supremos de un gran número de grupos étnicos africanos son considerados creadores, todopoderosos y benévolos, etc.; pero desempeñan un papel más bien insignificante en la vida religiosa. Demasiado distantes o demasiado buenos para necesitar un verdadero culto, sólo intervienen en casos de grandes crisis (p. 6).

Los Azande, por ejemplo, tienen un concepto de un ser supremo llamado Mbori. Sin embargo, según el antropólogo Evans-Pritchard, sólo se le asociaba una ceremonia pública rara vez realizada, y los individuos nunca le rezaban ni siquiera mencionaban su nombre (Lerner, 2000). Del mismo modo, los Fang de Camerún creen que el mundo natural fue creado por un dios llamado Mebeghe, y que el «mundo cultural» ―de las herramientas, las casas, la caza, la agricultura, etc.― fue creado por otro dios llamado Nzame.

Sin embargo, como señala Pascal Boyer (2002), «estos dioses no parecen importar demasiado. No hay cultos ni rituales dirigidos específicamente a Mebeghe o Nzame, de hecho, apenas se mencionan (p. 160)». Según las estadísticas de Lenski (1995), sólo el 4% de las sociedades de cazadores-recolectores y sólo el 10% de las sociedades hortícolas simples tienen un concepto de un «dios creador preocupado por la conducta moral de los humanos» (p. 88).

Hay dos elementos principales en la espiritualidad de los pueblos indígenas, ninguno de los cuales implica dioses en el sentido en que nosotros los concebimos. Uno de ellos es su conciencia de una fuerza animadora que impregna todo el mundo fenoménico. Todos los pueblos indígenas parecen tener un término para este «espíritu-fuerza». En América, los Hopi la llamaban maasauu, los Lakota wakan-tanka, los Pawnee tirawa y los Ufaina (de la selva amazónica) fufaka (Heinberg, 1989; Hildebrand, 1988; Eliade, 1967). Los Ainu de Japón lo llamaban ramut (traducido por el antropólogo Monro [1962] como «espíritu-energía»), mientras que en algunas partes de Nueva Guinea se llamaba imunu (traducido por el antropólogo J.H. Holmes como «alma universal» [en Levy-Bruhl, 1965]). En África, los nuer la llaman kwoth y los mbuti, pepo.

Esta fuerza no es un ser personal. No es una divinidad que vela por el mundo y a la que los seres humanos pueden pedir ayuda y rendir culto. No tiene personalidad ni género. Aquí un miembro de la tribu Pawnee describe a su «Dios supremo»:

No consideramos a Tirawa como una persona. Pensamos en Tirawa como [un poder que está] en todo y se mueve sobre la oscuridad, la noche, y hace que nazca el amanecer. Es el aliento de la aurora recién nacida (en Eliade, p. 13).

Existe cierta confusión porque en ocasiones los antropólogos traducen estos términos como «Dios». Evans-Pritchard (1967) lo hizo con el término Nuer para «espíritu-fuerza», kwoth. Al mismo tiempo, sin embargo, se cuidó de señalar que kwoth no es una deidad antropomórfica: «Los rasgos antropomórficos de la concepción Nuer de Dios son muy débiles y, como se verá, no actúan con él como si fuera un hombre; nunca he oído a los Nuer sugerir que tenga forma humana» (p. 7).

Estos conceptos son sorprendentemente similares al espíritu-fuerza universal del que hablan las tradiciones espirituales y místicas: el brahman del Vedanta o el dharmakaya del budismo Mahayana, por ejemplo. Resulta sorprendente que, mientras que para los pueblos primitivos el concepto de «espíritu-fuerza» parece ser una verdad ampliamente aceptada ―y comúnmente percibida―, para los pueblos euroasiáticos más «civilizados» se trata de un concepto esotérico y místico, que nosotros asociamos con estados superiores de consciencia. Para nosotros, el brahman no es la realidad obvia y objetiva que es para los pueblos primitivos. Según el vedanta, normalmente vemos el mundo bajo la sombra de maya, que nos oculta la verdad de la unidad del universo ―y de nuestra propia unidad con él―. Podemos llegar a ser conscientes de esta unidad, pero sólo a través de un largo periodo de seguimiento de ciertas prácticas espirituales y pautas de estilo de vida ―como la meditación, el camino de los ocho miembros del yoga o el óctuple sendero del budismo― que tienen el efecto de refinar e intensificar nuestra consciencia. Esto es indicativo de la diferencia psicológica fundamental entre los pueblos indígenas no euroasiáticos y los humanos «modernos», que se produjo como resultado del acontecimiento que he denominado «La explosión del ego» (Taylor, 2002, 2003, 2005). De hecho, como veremos más adelante, la pérdida de conciencia de este espíritu-fuerza que todo lo impregna es una de las características definitorias de la religión teísta.

El segundo elemento de las religiones nativas es la creencia en los espíritus (en plural). El mundo está repleto de espíritus, tanto de espíritus de seres humanos muertos como de espíritus «naturales» que siempre han existido de forma incorpórea. Como escribe E.B. Idowu sobre la religión tradicional africana: «No existe ningún lugar de la tierra, ningún objeto o criatura que no tenga un espíritu propio o que no pueda estar habitado por un espíritu» (1975, p. 174). Al igual que el Gran Espíritu, los espíritus individuales no son seres antropomórficos con personalidad, como los dioses. No son seres en absoluto. Como escribe Idowu, «la mayoría de las veces se piensa en ellos como poderes casi abstractos, como sombras o vapores» (pp. 173-4). Y los espíritus están implicados en el mundo de un modo en que los dioses no lo están. A diferencia de los dioses, nunca están separados de él, sino que siempre se mueven a través de él o viven dentro de sus rocas, árboles y ríos.

Los primeros estudiosos de la religión tendían a creer que el animismo era el resultado de una generalización errónea. Según Comte, puesto que ellos mismos eran seres conscientes, nuestros primeros antepasados simplemente supusieron ―a falta de otras pruebas― que todas las cosas también tenían una vida interior y subjetiva (Hamilton, 1995). Freud creía que los espíritus y demonios eran la «proyección de los impulsos emocionales del hombre primitivo» (1938, p. 146), mientras que, más recientemente, Wilber (1995) ha sugerido que el animismo es el resultado de lo que él denomina «fusión prepersonal» con el mundo, la falta de una distinción clara entre sujeto y objeto. Sin embargo, estas explicaciones contienen el supuesto etnocéntrico subyacente de que los espíritus son una ilusión y que no pueden existir genuinamente. La idea de que los espíritus puedan ser una auténtica realidad objetiva puede parecer absurda en un clima de racionalidad posmoderna. Pero al menos deberíamos estar abiertos a esa posibilidad, sobre todo teniendo en cuenta que la filosofía budista acepta la existencia de entidades invisibles al ojo humano (como los peta-yoni, los asura-yoni y los devas), y sugiere que nos volvemos sensibles a ellas a medida que nuestra consciencia se refina mediante la práctica espiritual (por ejemplo, Narada, 1997). Como parece que hemos perdido la capacidad de percibir la presencia del espíritu-fuerza a nuestro alrededor, es posible que también hayamos perdido la capacidad de percibir la presencia de entidades espirituales a nuestro alrededor.

Sin embargo, si decidimos que los espíritus son ilusorios, es posible interpretarlos en términos «intelectualistas». No es un paso tan grande desde intuir que todas las cosas están vivas de un modo general ―a causa del espíritu-fuerza que las impregna― hasta creer que todas las cosas están vivas en el sentido de ser fuerzas activas autónomas. El espíritu se individualizó en espíritus, y a los espíritus individuales se les atribuyeron poderes causales. Por ejemplo, cuando se levantaba un viento de repente, podía explicarse como la acción de un espíritu del viento, los cambios de estación podían explicarse en términos de las acciones de «los espíritus de los cuatro vientos» (como creían los indios de las llanuras), y la enfermedad y la muerte podían explicarse como la influencia de espíritus «malignos» o brujería (como creen la mayoría de los pueblos primitivos). En cualquier caso, sean realidades objetivas o no, los espíritus tienen esta función «intelectualista» para los pueblos indígenas.

August Comte y James Frazer también creían que la religión teísta era un desarrollo bastante tardío. Según Comte, los primeros seres humanos se encontraban en la etapa «fetichista» del desarrollo, que precede a las etapas politeísta y monoteísta (y más tarde, a las etapas metafísica y positiva) (Hamilton, 1995). En la terminología de Frazer, los primeros seres humanos se encontraban en la etapa «mágica», que precede a la religiosa y a la científica (Frazer, 1959). Y el hecho de que los pueblos nativos contemporáneos no tengan religiones «teístas» sugiere que hay algo de verdad en esta opinión, si podemos suponer que estos pueblos son representativos de una fase anterior de la cultura humana (2). Como señala Jacques Cauvin, las obras de arte prehistóricas no contienen ninguna de las imágenes de deidades que aparecen de forma prominente más tarde:

Aunque se sabe que el sentimiento religioso ha acompañado a la especie humana desde hace mucho tiempo, no es fácil datar la aparición de los primeros dioses. El arte paleolítico ya tenía un contenido «religioso», pero no parece haber hecho referencia a dioses.

Las religiones teístas son especialmente características de los pueblos de Europa, Oriente Próximo y Asia. Parece que, antes del contacto colonial a partir del siglo XVI, los pueblos indígenas de Australia, América y muchas otras partes del mundo no tenían religiones teístas. En África la situación es un poco más compleja, debido a influencias europeas y árabes anteriores, pero incluso allí las religiones teístas fueron un desarrollo tardío, y muy raro hasta siglos recientes.

¿Quién creó a Dios?

Un tema controvertido aquí es la «religión de la diosa» que, según estudiosos como Marija Gimbutas (1974) y Riane Eisler (1987, 1995) se extendió por Europa y Oriente Próximo durante el Neolítico, desde el 8000 a.C. hasta alrededor del 3000 a.C. (por ejemplo, Gimbutas, 1974). Sin embargo, en realidad hay muy pocas pruebas de que, al menos durante la primera parte de este periodo, se rindiera culto a una «diosa».

La forma femenina parece haber obsesionado a los seres humanos prehistóricos. A juzgar por la enorme cantidad de figurillas femeninas que se han encontrado, sobre todo en Europa y Oriente Próximo, parece haber sido su principal forma de arte. Junto con los caparazones en forma de vagina (que se colocaban sobre y alrededor de los cadáveres), el gran número de representaciones de vulvas y la práctica de teñir cavidades con forma de vulva con ocre rojo (para representar la sangre menstrual), atestiguan un asombro por la forma femenina y sus procesos reproductivos. Pero saltar de esto a la creencia de que estos seres humanos adoraban a una diosa es injustificado. Como señala Morris Berman, «la diosa de estas imágenes está sin duda en el ojo del espectador; no está en las imágenes per se» (2000, p. 130). Durante la última parte de este periodo, no cabe duda de que se adoraba a las diosas como deidades antropomórficas, por ejemplo, la diosa sumeria Nammu, que dio origen a la tierra y al cielo, la diosa egipcia Nut y la diosa cretense Ariadna. Pero podemos ver esta última fase del culto obvio a las diosas como una etapa de transición entre la religión espiritual primigenia y la religión teísta patriarcal.

Para ser justos con estos estudiosos, afirman que la religión de la Diosa no era puramente, ni siquiera principalmente, antropomórfica. La idea de un «espíritu-fuerza» omnipresente también era importante. De hecho, algunas de las descripciones que nos dan estos eruditos hacen que la religión de la Diosa suene exactamente como la «religión del espíritu» de los pueblos nativos. Según Riane Eisler, la religión de la diosa «habla de una visión del mundo en la que todo es espiritual (habitado por espíritus) y el mundo entero está imbuido de lo sagrado: las plantas, los animales, el sol, la luna, nuestros propios cuerpos humanos» (1995, p. 57). Sin embargo, este tipo de descripciones llevan a preguntarse si el concepto de Diosa es realmente necesario.

Las primeras pruebas arqueológicas indiscutibles de religión teísta aparecen más tarde, durante el cuarto milenio a.C., entre algunos pueblos de Oriente Próximo y Asia Central. Pueblos como los antiguos sumerios y egipcios, los indoeuropeos y los semitas desarrollaron religiones basadas en el culto a seres superiores, metafísicos, con características antropomórficas (y ocasionalmente teriomórficas, en el caso de los egipcios), es decir, dioses. Estos dioses estaban al margen del mundo de los seres humanos, observaban y controlaban sus acontecimientos desde un reino superior, presidiendo diferentes aspectos de la vida como la guerra, el amor, los viajes, la agricultura, etc. Como escribe Cassirer (1970) sobre los dioses romanos, por ejemplo: «Son, por así decirlo, dioses administrativos que se han repartido entre sí las diferentes provincias de la vida humana» (p. 97). Los primeros dioses que conocemos son los de Sumeria, donde An era el dios supremo del cielo, Utu era el dios del sol, Nannar el de la luna, Nanshe era la diosa de los peces y la magia, Ninisina era la diosa de la escritura, etcétera. Los más conocidos para nosotros son los dioses de la antigua Grecia, donde Zeus era el rey de los dioses, Poseidón era el dios del mar, Ares era el dios de la guerra, Afrodita la diosa del deseo, etc. Como los dioses de muchos otros pueblos, las deidades griegas eran figuras antropomórficas casi risibles, como los superhéroes de los cómics. Se peleaban entre ellos, se llevaban a los tribunales, tenían dolores de cabeza y a veces incluso mantenían relaciones sexuales con humanos (en cuyo caso, si se quedaban embarazadas, nacían «héroes» medio divinos como Hércules). Y además de los panteones de dioses «oficiales», había un gran número de dioses locales, de ciudades, montañas y ríos concretos, e incluso dioses familiares. Al igual que los espíritus, los dioses cubrían todas las partes del mundo natural, pero en el sentido de presidir ―no de estar realmente presentes en― todas las cosas naturales.

Al principio, las huellas de las antiguas religiones de espíritus se mezclaron con las nuevas religiones de dioses. Como he sugerido anteriormente, las primeras diosas pueden haber sido una especie de etapa intermedia entre los espíritus y los dioses masculinos, ya que la psique femenina estaba más estrechamente vinculada a la naturaleza y poseía las mismas características de crianza y cuidado. Como nos dicen estudiosos como Gimbutas y Eisler, la diosa ―y las diosas― era un símbolo de la unicidad, la fecundidad y la benevolencia de la naturaleza. Los primeros egipcios tampoco olvidaron por completo la idea del espíritu-fuerza y hablaban de Akh y Ba (la primera se refería al alma universal, la segunda al espíritu animador que fluye de Akh e impregna toda la naturaleza). Incluso en Grecia, hubo una etapa preteísta de la religión, Eue theia, cuando existía, en palabras de Cassirer, «un parentesco natural, una consanguinidad que conecta al hombre con las plantas y los animales» (1970, p.91). Sólo más tarde, cuando esta conexión se rompió, surgieron los dioses.

Con el tiempo, sin embargo, estos aspectos de las antiguas «religiones del espíritu» se desvanecieron. Hacia el año 2000 a.C., todas las deidades destacadas eran masculinas (Eisler, 1987; Baring y Cashford, 1990; DeMeo, 1998) y el espíritu-fuerza sólo existía como concepto esotérico. Como escriben Baring y Cashford (1990), «Hacia mediados de la Edad de Bronce, la Diosa Madre pasa a un segundo plano, mientras los dioses paternos empiezan a ocupar el centro del escenario (p. 152)». Y para entonces, el antiguo sentido de participación con la naturaleza había sido sustituido por un deseo de dominar el mundo natural. En palabras de Baring y Cashford, «la Diosa pasó a asociarse casi exclusivamente con la “Naturaleza” como una fuerza caótica que había que dominar, y Dios asumió el papel de conquistar u ordenar la naturaleza desde su contrapolo del espíritu» (p-xii).

Estos pueblos ―especialmente los indoeuropeos y los semitas― eran belicosos y teístas, y durante los milenios siguientes conquistaron grandes partes del mundo (véase Gimbutas, 1974; Eisler, 1995; DeMeo, 1998). Los indoeuropeos acabaron conquistando toda Europa, partes de Oriente Próximo y la India, mientras que los semitas conquistaron la mayor parte de Oriente Próximo. Con el tiempo se dividieron en diferentes grupos. Los indoeuropeos se subdividieron en pueblos como los celtas, los griegos, los romanos y los antiguos hindúes, mientras que los semitas se subdividieron en pueblos como los hebreos, los filisteos, los árabes, etcétera. Y dondequiera que fueran, y fueran quienes fueran, sus religiones conservaron el mismo carácter politeísta básico.

El monoteísmo llegó mucho más tarde. La primera religión monoteísta del mundo fue fundada por el faraón egipcio Akenatón en el siglo XIV a.C., quien proclamó que el único Dios era Atón, el Dios Sol, y que todos los dioses antiguos estaban obsoletos. Hay indicios de que Moisés vivió en Egipto en esa época, donde era hijo de una familia noble (Moisés es en realidad un nombre egipcio), y que asimiló este concepto de un Dios único y lo llevó consigo al desierto. Es posible que así comenzara la religión judía, que con el tiempo dio lugar al cristianismo y, más tarde aún, al islam.

Sin embargo, el desarrollo del monoteísmo probablemente no fue en sí mismo un acontecimiento tan significativo. El desarrollo del teísmo fue el acontecimiento realmente trascendental, y el monoteísmo puede verse como una extensión del politeísmo, posiblemente causada por una intensificación de los procesos originales que produjeron el teísmo (que se examinarán dentro de un momento). En la terminología de Frazer, el cambio importante fue del estadio mágico al religioso, y lo religioso incluye tanto el politeísmo como el monoteísmo. Y lejos de ser una prueba de un avance evolutivo hacia los reinos sutiles (como cree Wilber), el hecho de que a finales del primer milenio de la era cristiana la mayor parte de Europa y gran parte de Oriente Próximo y África adoraran a Un Dios también es atribuible en gran medida a factores históricos accidentales: la conversión del emperador romano Constantino al cristianismo, por ejemplo (lo que significó que el cristianismo fuera inmediatamente la religión oficial de todo el Imperio Romano), y el celo misionero y el poder militar de los primeros musulmanes.

Las preguntas que realmente necesitamos responder, entonces, son:

¿Por qué surgió la religión teísta durante el 4º milenio a.C.?
¿Por qué se sustituyó la antigua religión de los espíritus por una nueva religión de dioses?
¿Y por qué, en primer lugar, los pueblos nativos no tienen conceptos de dioses?

Notas:
  1. Cuando hablo aquí de los nativos americanos como pueblos originarios estoy excluyendo a pueblos como los incas, los aztecas y los mayas, que tenían muchas de las características de la cultura europea: un alto nivel tecnológico y de organización social, un alto nivel de guerras, de desigualdad social, etc. Como era de esperar, sus religiones se parecían más a las religiones politeístas europeas que a la religión de los espíritus primigenios, aunque parece que incluían algunos elementos de esta última. Por ejemplo, Service (1978) señala que «a diferencia de la mayoría de los pueblos primitivos, los incas dirigían plegarias a las divinidades y hacían ofrendas» (p. 345). Pero, al mismo tiempo, los incas creían que el mundo estaba impregnado de dachakamag―su término para referirse al espíritu-fuerza. Esto sugiere que, en términos del argumento de este ensayo, estos pueblos también experimentaron una especie de Explosión del Ego, lo que significó que desarrollaron una estructura del ego más fuerte que otros pueblos nativos americanos (aunque, a juzgar por estos elementos de la religión espiritual, tal vez no tan fuerte como los pueblos euroasiáticos).
  2. Algunos autores han advertido contra la idea de considerar a los grupos tribales contemporáneos como representantes de seres humanos prehistóricos (por ejemplo, Roszak, 1992). Sin embargo, en la época en que los pueblos europeos entraron en contacto por primera vez con ellos, se trataba de culturas que, al parecer, llevaban miles de años sin cambiar. En cualquier caso, los informes de los antropólogos sobre estas culturas se corresponden muy estrechamente con lo que sabemos de los seres humanos prehistóricos, por ejemplo, su visión animista del mundo, su sistema tribal y el estilo de vida de cazadores-recolectores. Como escribió Lenski (1978), «Las comparaciones [entre antropología y arqueología] no sólo son válidas, sino extremadamente valiosas. Las similitudes son muchas y básicas; las diferencias son menos y mucho menos importantes» (p. 137).