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Artículos - Michael N. Nagler

Las Upanishad

(Primera Parte)
Por Michael N. Nagler Versión PDFRevista PDF
Espiritualidad evolutiva

Como muchos occidentales, traté de leer las Upanishad por mí mismo cuando era estudiante: a diferencia del gran filósofo Schopenhauer, sin embargo, las encontré incomprensibles, aunque fascinantes. Pero algunos años después tuve la bendición de aprender a meditar con un gran maestro, Sri Eknath Easwaran, y llegué a darme finalmente cuenta de que las Upanishad son, como él suele decir, «probablemente, la fuente más pura de la filosofía mística» (Easwaran, 1987, p.14). (1) Se merecen esta distinción no sólo en virtud de su antigüedad y de su misticismo sublime, sino por la plena universalidad de su mensaje, que tan frecuentemente brilla, mediante sus alusiones mitológicas y su simbolismo cultural, con la simplicidad de la pura verdad:

Tú eres lo que tu deseo profundo
     e impulsor es.
Tal como es tu deseo,
     así es tu voluntad.
Tal como es tu voluntad,
     así es tu acción.
Tal como es tu acción,
     así es tu destino.

― (Brihad, 1987, IV.4.5) (2)

Las Upanishad en prosa más tempranas fueron escritas probablemente en la primera mitad del primer milenio a.C.. Nos han llegado como un apéndice a las cuatro grandes colecciones de himnos védicos, si bien la consciencia espiritual de las Upanishad hace de estos textos no tanto un apéndice sino más bien un nuevo punto de partida desde el panteísmo védico. No representan evidentemente los albores sino una etapa dorada del misticismo en la India, pues los sabios que pronunciaron estos discursos no andaban titubeando en busca de las palabras, sino que eran capaces de describir las realidades más sutiles en un lenguaje articulado y coherente, puesto a punto claramente por una larga tradición. Las Upanishad corroboran la propia tradición hindú que siempre ha mantenido, lo cual se puede confirmar arqueológicamente hasta cierto punto, que la singular tradición espiritual de la India se remonta a más de 5.000 años.

La civilización en la que esta tradición se desarrolló debe de haber sido tan diferente a la nuestra que excita nuestra imaginación. Imaginen ese vasto territorio habitado sólo por una pequeña parte de su población actual, viviendo la mayoría en pueblos estables, autosuficientes, en medio de vastas extensiones de bosques, no ya cerca, sino formando íntimamente parte de la naturaleza ―un mundo con pocas ciudades pero con una cultura sofisticada de la unidad en la diversidad. El sobresalto de los turistas de hoy en día al ver vacas, monos y a veces incluso elefantes paseando entre los habitantes de las ciudades indias, no está alejado de nuestra sorpresa ante la imaginería animal de las Upanishad, que convive con su sublime mensaje espiritual. (3)

Esta sensibilidad y este respeto por la naturaleza llevaron a los antiguos indios a una gran prosperidad, a la opulencia incluso, hecho este que se olvida con frecuencia cuando pensamos en el país actual, que ha tenido que soportar tres grandes invasiones: los mongoles, los británicos, y ―la más destructiva de todas― la «civilización» industrial. Esa prosperidad y esa sofisticación ancestrales no parecen, sin embargo, haber empantanado las mentes de ese pueblo en el materialismo, y probablemente se deba a esa cultura espiritual de la que las Upanishad son un primer testigo. Lo que pretendía en esa época la civilización era sin duda muy diferente: cultivar el máximo potencial latente en el ser humano. La India tuvo que soportar guerras destructivas, hambre y despotismo, «aún cuando», como escribe A. L. Basham, «en ninguna otra parte del mundo antiguo las relaciones entre hombres, entre hombre y estado (o entre seres humanos y naturaleza), eran tan justas y humanas... Para nosotros, la característica más llamativa de la antigua civilización india es su humanidad» (Basham 1967, 8f).

Al contemplar los logros increíbles que nuestra civilización tiene a su favor ―organización política, tecnología, ciencias naturales, que llevan a la «conquista» de la naturaleza e incluso del espacio exterior―, es fácil ver la diferencia, y es que estos logros no fueron desatendidos en la antigua India, sino que fueron equilibrados. Los pensadores indios, de los cuales conocemos algunos nombres, consiguieron grandes avances en ciencias teóricas (la invención del cero y el sistema decimal, sin los cuales las matemáticas tal y como las conocemos no existirían), en metalurgia, en música, en literatura, en astronomía, e incluso en cirugía. Pero algunos de ellos, a los que Mahatma Gandhi llamaba «genios más importantes que Newton» (Prabhu y Rao 1967, p. 27), hicieron también descubrimientos increíbles sobre el mundo interior:

Por encima de los sentidos está la mente,
por encima de la mente está el intelecto,
por encima de él está el ego,
y por encima del ego
está la Causa no manifestada.
Y más allá está Brahman,
omnipresente,
sin atributos.
Comprendiéndolo se libera uno
del ciclo de nacimiento y muerte.

― (Katha ILiii.7-8)

Nunca podremos saber con precisión cuándo comenzó esta gran aventura del descubrimiento del mundo interior, ni por qué se cultivó en la India con un entusiasmo tan incansable y sistemático. Lo único que podemos decir es que algún genio, uno de los mayores benefactores de la especie humana, que ardía por algo más que por el flujo incesante de la vida, se dio cuenta no sólo de que todo lo que podemos ver o saber está siempre cambiando ―árboles, plantas, estaciones y criaturas a nuestro alrededor―, sino que también varía el medio por el cual conocemos estas cosas, la mente; y es ahí, en la mente, donde este fluir puede ser apaciguado y finalmente transcendido. Descubrieron que la forma de hacerlo era mediante el proceso que llamarían dhyana, meditación.

Aunque las Upanishad no nos dicen, por supuesto, quién fue el primero en dar con la posibilidad de detener la mente y de mirar hacia el interior, en lugar de hacia el exterior a través del medio deformante, re-crean con frecuencia este momento extraordinario en la evolución de la consciencia humana:

El Señor, existente por sí mismo,
transcendió los sentidos
para volverse hacia fuera.
Por ello miramos al mundo exterior
y no vemos al Yo dentro de nosotros.
Un sabio apartó sus sentidos
del mundo del cambio
y, buscando la inmortalidad,
miró hacia el interior
y contempló al Yo inmortal.

― (Katha II.i.1)

¿De dónde venimos?
¿Por qué vivimos?
¿Dónde al fin hallaremos paz...
Los sabios,
en las profundidades de la meditación,
vieron en su interior al Señor del Amor, (4)
que habita en el corazón
de cada criatura...
... Él es uno. Él es
quien gobierna el tiempo,
el espacio y la causalidad.

― (Shveta. I.1 & 3)

Lo que hizo a la India tan notable no es que este descubrimiento se produjera, pues se ha dado en todos los países, sino que llegara a ser la base de una cultura. Los sabios se convirtieron en modelos de comportamiento y en maestros desde los tiempos más remotos, en todo el territorio; fueron ellos y no los hombres de estado, los artistas o los intelectuales, los que tuvieron autoridad respecto de las ideas, los valores y los objetivos de su civilización. Se han dado «subculturas» místicas en cada una de las grandes religiones ―el sufismo en el Islam, los primeros tiempos en la Iglesia oriental, la alta Edad Media en Europa―, mientras que en la India el cultivo de la consciencia de Dios se convirtió en la corriente principal.

Es digna de destacarse especialmente una característica de esta «civilización de bosque» (que es una expresión feliz de Tagore): la educación estaba basada en las personas, no en edificios o en burocracias especiales. Había universidades renombradas en la antigua India, por ejemplo en Pataliputra y Takshashila (la Taxila actual), pero la verdadera educación, la transmisión de la cultura espiritual, y el impulso para emprender la gran Búsqueda dentro de uno mismo, estaba confiada a mujeres y hombres iluminados que reunían a su alrededor a chicos, y en ocasiones a chicas, que convivían con ellos como miembros de sus propias familias por un período tradicional de doce años, antes de retornar al mundo para asumir sus diversas tareas como ama de casa, granjero, príncipe o maestro. Incluso asumiendo que la descripción que figura en las Upanishad está hasta cierto punto idealizada, como tienden a estarlo las fuentes indias, sí parece que el objetivo deseado por un número considerable de padres e hijos era el de ser aceptados en el ashram (comunidad espiritual) de algún gran sabio, como Vasishta, Yajnavalkya, u otros cuyos nombres son hoy legendarios.

No había realmente otra forma; la educación tenía que llevarse a cabo en esta relación intensa, de larga duración, entre maestro y discípulo, porque su objetivo no era aprender esta o aquella asignatura, sino conocer «aquello a través de cuyo conocimiento todo se conoce» (Mund. I1.3, cf. Chand. VI.i.6, etc.). Lo que deseaban los estudiantes más motivados no era tanto el conocimiento como la realización, no querían información sino libertad. Y eso no se da, se capta.

La descripción más dramática y detallada de esta relación y de su funcionamiento se halla en el relato central de la Katha Upanishad. Como ocurre con frecuencia en las Upanishad, el héroe de esta búsqueda es un joven estudiante, un adolescente llamado Naciketa. La maestra es la misma Muerte. Naciketa es capaz de plantear preguntas a la muerte porque mientras su padre estaba llevando a cabo un sacrificio tradicional para obtener las tradicionales recompensas de salud y larga vida (un sacrificio que es más un espectáculo que una renuncia real), la sraddhâ, «la fe, la sinceridad, el empeño», entró en el corazón del joven. (En las Upanishad, los sacrificios y los rituales sirven con frecuencia de contraste con la religión de la realización). Perplejo, Naciketa pregunta a su padre por qué se molesta en entregar vacas viejas, decrépitas, que ya han bebido su última agua, y comido su último bocado de hierba: «¡Infelices son los reinos a los que va el que ofrece regalos como estos!» (I.1.3, mi tr). Su padre, Uddalaka, trata evidentemente de ignorar esta intrusión inoportuna del sincero adolescente, pero Naciketa repite, puesto que se supone que uno lo entrega todo en ese rito: «Padre, ¿a quién me entregarás tú?». Furioso, como sólo puede estarlo el que sabe que no tiene razón, Uddalaka le responde con tres frías palabras, mrtyave tvm dadâmi: «A ti te doy a la muerte».

En lugar de quejarse, Naciketa empieza de inmediato a reflexionar sobre el misterio universal de la muerte, expresándose con uno de los lenguajes más poéticos y emocionantes de las Upanishad. Es raro el día en que no viene a mi mente, en los momentos difíciles, la última línea de su meditación sobre la muerte, sumiéndome en la reflexión: kimsvid yamasya kartavyam, yan mayâ 'dya karisyati, «¿Cuál es, entonces, el trabajo de la Muerte, que hoy obrará en mí?» (I.i.5)

Todo esto ha sido dicho en unas pocas estrofas. Después sigue una descripción muy dramática de la prueba a la que somete el experto profesor al inquebrantable alumno. Yama (la Muerte) le ofrece todo a Naciketa con la condición de que desista de su investigación sobre la naturaleza de la muerte, no sólo todos los placeres posibles, sino una vida prolongada artificialmente (la versión antigua de los modernos lifting y pociones para alargar la vida) para poderlos saborear; pero el chico no se deja disuadir: «¿Cómo podríamos disfrutar todo eso estando tú ahí? ¿Cómo podría estar cara a cara con un maestro como tú y quedar satisfecho con algo que no fuera el secreto de la vida inmortal?». La Muerte, secretamente encantada, empieza entonces a revelarle la enseñanza de las Upanishad: «En todo momento, la persona se ve impulsada en dos direcciones, hacia un lado por aquello que le place, y hacia otro lado por aquello que realmente le sana» (I.ii.1). Aquellos que siempre se rinden a lo que les «gusta», nunca encontrarán la felicidad; los sentidos, como caballos desbocados, arrastrarán el carro de sus vidas fuera del camino a la inmortalidad y los entregará en manos de la muerte.

La escenografía de casi todas las Upanishad ―y de toda la literatura espiritual que vendrá después― es de este modo: un discípulo, de mente y corazón abiertos, plantea una cuestión profunda a un maestro iluminado encantado de poder aprovechar ese momento de vulnerabilidad espiritual. La conversación puede tener lugar entre seres celestiales, por ejemplo cuando los dioses, cargados de leña, se acercan reverentemente al Creador Prajapatial al comienzo de la famosa sección de la Brihadaranyaka (V.ii), o entre humanos y animales, como en la Chandogya (IV.iv); puede ser escueta como al principio de la Kena o de la Shvetashvatara, o ricamente desarrollada como en la Katha, pero la consciencia espiritual se comunica siempre por el puente tendido entre un maestro vivo y un discípulo entusiasta gracias a su intenso respeto mutuo.

Algunos piensan incluso que los textos originales de las Upanishad eran «apuntes» tomados con motivo de encuentros privilegiados de esa clase; esto, al menos, indica su nombre, que viene de los prefijos upa + ni con la raíz sad, «sentarse». Literalmente, upanisad significa «sentarse cerca»; la palabra misma conlleva la imagen de un vínculo estrecho maestro-discípulo que se asocia en muchas tradiciones con la transmisión del conocimiento espiritual. El gran sanscritista Max Müller tradujo upanisad por «sesión confidencial»; pero Shankara lo interpretó como «aquello que acerca [p.e., a la Verdad]» y es sin duda una interpretación más rica: en los propios textos, la palabra puede no significar una sesión en la que se transmite la verdad, sino un «sentido interior», o la misma verdad. El célebre pasaje de la Brihadaranyaka que explicita la interpretación de Shankara dice así:

Como la araña que se mueve por sus hilos, como pequeñas chispas que saltan del fuego en todas direcciones, así emanan del Yo toda la energía vital, todos los mundos, todos los dioses, todas las criaturas: su nombre secreto (upanisad) es la Verdad de la Verdad. (II.i.20)

No sabemos cuántas Upanishad circularían en la Antigua India, pero probablemente serían cientos, y se continuaron escribiendo más con el paso del tiempo, que adoptaban estilos diferentes conforme evolucionaban las religiones y la cultura de la India. Tenemos así Upanishad que reflejan la religiosidad del Hinduismo más moderno, y que describen la encarnación personal de dioses como Rama o Krishna, y existe también una Upanishad de Allah, escrita tras enraizar el Islam y el sufismo en suelo indio, que se lee como un zekr sánscrito sobre el nombre de Allah.

A principios del siglo IX d.C., el gran filósofo y místico del sur de la India, Shankara, escribió comentarios sobre once Upanishad e incluyó comentarios sobre dos más en el desarrollo de su gran obra sobre las Sutras del Vedanta. Estas son las que forman el núcleo de lo que hoy llamamos las Upanishad principales. Su tamaño varía desde el Mandukya, con sólo doce mantras (expresiones sagradas), hasta el «vasto bosque» del Brihadaranyaka, con seis grandes tomos. Muchas otras Upanishad tienen momentos de la misma profundidad. Independientemente de cuantos textos se incluyan, el legado de las Upanishad de los sabios del bosque constituyen ciertamente la principal fuente escritural de la tradición espiritual india. Toda la filosofía posterior de la India deriva, por ejemplo, del sistema de pensamiento desarrollado a partir de la intuición fundamental de los creadores visionarios de las Upanishad, un sistema conocido hoy como Vedanta.

En este tiempo en que la ciencia está todavía tratando de asimilar el descubrimiento de la relatividad y de la teoría cuántica, este sistema de pensamiento es de tal alcance que un distinguido físico indio ha podido declarar: «Sólo el Vedanta parece estar capacitado para absorber el impacto de la nueva ciencia» (Jitatmananda 1986, p. 80). Si bien el hindú corriente se apoya hoy esencialmente en escrituras devocionales como los Puranas y en las dos grandes obras épicas Mahâbhârata y Râmâyana, nadie discutirá que las Upanishad, el Bhagavad Gita y las Sutras del Vedanta (un texto muy respetado pero muy poco leído) son los «tres pilares» de la fe hindú. Teniendo en cuenta que muchos admiten que el Gita fue originariamente una de ellas, y que las Sutras del Vedanta son realmente citas de sus textos, las Upanishad constituyen la fuente escritural de la espiritualidad india ―se conviertan o no, en palabras de Schopenhauer, en «la fe del pueblo» del mundo entero. (5)

De hecho, una antigua colección de unas cincuenta Upanishad iba a tener una importancia mundial. Durante la gran era de la unidad hindú-musulmana, iniciada bajo el gobierno ilustrado del emperador Akbar (1556-1605), esta recopilación fue traducida al persa bajo la dirección del hijo mayor de Shah Yahán, el príncipe Dara Shokubh, y se completó el trabajo dos años antes de que éste fuese ejecutado por su hermano menor Aurangzeb, en 1659. Esta traducción, no sólo fomentó la influencia del misticismo de las Upanishad en el sufismo persa, sino que un siglo y medio después (en 1801) fue traducida al latín por el experto en el Avesta, libro sagrado de los zoroastrianos, Anquetil Duperron. Y de esta forma, con el título persa Opânishâd, la ventana de la sabiduría de las Upanishad se abrió en el oeste. Se dice que Schopenhauer tenía los textos en latín en su mesilla y que los leía cada noche antes de irse a dormir. «De cada frase, surgen profundos pensamientos originales y sublimes, y todos están impregnados por un espíritu elevado, sagrado y sincero», escribió; «han sido el consuelo de mi vida, y lo serán de mi muerte». (Radhakrishnan 1953, 17n) (6)

Siguiendo esta ruta inverosímil llegó a Europa el mensaje espiritual de la India, y se puede decir que ha sido uno de los sucesos más importantes para la supervivencia en el presente de ambas civilizaciones. Las Upanishad sirvieron de hecho en dos ocasiones de vehículo para este mensaje, pues casi un siglo después de Duperron, Swami Vivekananda, el gran discípulo de Sri Ramakrishna, vino al primer Parlamento de las religiones en Chicago en 1893. Electrizó a sus oyentes en América y en Europa durante los siguientes ocho años, e inauguró una nueva era de tolerancia y un renacimiento de la consciencia espiritual que aún sigue extendiéndose; el espíritu de las Upanishad habló a través de él constantemente y sus mantras estuvieron siempre en sus labios. Su lema era la exhortación procedente de sus textos: «¡Levántate, despierta, y permanece así hasta alcanzar el objetivo!» (7)

Notas
  1. Oído en numerosas conversaciones con Sri Eknath Easwaran. En su introducción a Las Upanishad Easwaran dice que «enseñan, en suma, los principios básicos de lo que Aldous Huxley ha llamado la “filosofía perenne”, que es la fuente de toda fe religiosa».
  2. Easwaran (1987), p. 21. Todas las demás citas serán de esta traducción a menos que se anote otra cosa. Abreviaturas de las Upanishad:
    Brihad.: Brihadaranyaka (Brbradaranyaka)
    Chand.: Chandogya (Chándogya)
    Isha (Îśâ)
    Katha (Katha)
    Kena (Kena)
    Mand.: Mandukya (Mándûkya)
    Mund.: Mundaka (Mundaka)
    Taitt.: Taittiriya (Talttirîya)
    Shvet.: Shvetashvatara (Śvetâśvatara)
  3. Mandukya y Taittiriya son los nombres de la rana y de un tipo de ave.
  4. La expresión traducida como «Señor del Amor», consiste en una composición de tres palabras, devâtmaśaktih, que también se ha traducido como: «el Dios de la religión, el Yo de la filosofía, y la Energía de la ciencia». Tyagisananda (s.£.), p. 16.
  5. «La autoridad de los Vedas se debe, en gran medida, a la inclusión en ellos de las Upanisads». Radhakrishnan (1953) p. 51.
  6. Ver también Rawson (1934), p. 6. Las traducciones al inglés de varias Upanishad empezaron a aparecer en 1832. Hacia finales del siglo XIX el gran sanscritista Paul Deussen publicó una obra importante, Sechsig Upanishads des Veda.
  7. Veinte años antes de que la guerra se propagara por Europa, había predicho que el materialismo no podría perdurar como base para la civilización humana, y afirmó proféticamente: «Y lo que salvará a Europa es la religión de las Upanishad.» Chetanananda (1996), p. 85.