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Extractos - Ken Wilber

Los tres ojos del alma

Kant y el más allá

Por Ken Wilber
Los tres ojos del alma

San Buenaventura, el gran Doctor Seraphicus de la Iglesia y uno de los filósofos preferidos por los místicos occidentales, afirmaba que los seres humanos disponen, por lo menos, de tres formas de adquirir conocimiento, de «tres ojos», como él decía (parafraseando a Hugo de San Víctor, otro místico famoso), el ojo de la carne, por medio del cual percibimos el mundo externo del espacio, el tiempo y los objetos; el ojo de la razón, que nos permite alcanzar el conocimiento de la filosofía, de la lógica y de la mente; y el ojo de la contemplación, mediante el cual tenemos acceso a las realidades trascendentes.

Además ―decía san Buenaventura― todo conocimiento es una especie de illuminatio. Así pues, existe una iluminación exterior e inferior (lumen exterius y lumen inferius), que nos permite iluminar el ojo de la carne y conocer los objetos sensoriales, una lumen interius, que ilumina el ojo de la razón y nos proporciona el conocimiento de las verdades filosóficas, y una lumen superius, la luz del Ser trascendente, que ilumina el ojo de la contemplación y nos revela la verdad curativa, «la verdad que nos ilumina».

En el mundo externo, dice san Buenaventura, encontramos un vesitigium, un «vestigio de Dios» y el ojo de la carne percibe este vestigio (que se manifiesta como una diversidad de objetos separados en el espacio y en el tiempo). En nosotros mismos, en nuestro propio psiquismo ―especialmente en la «triple actividad del alma» (memoria, entendimiento y voluntad)― el ojo mental nos revela una imago de Dios. Finalmente, a través del ojo de la contemplación, iluminado por el lumen superius, descubrimos el mundo trascendente que existe más allá de los sentidos y de la razón, la misma Esencia Divina.

Todo esto coincide exactamente con lo que manifestaba Hugo de San Víctor (el primero de los grandes místicos victorinos), que distinguía entre cogitatio, meditatio y contemplatio. La cogitatio, o simple cognición empírica, es una búsqueda de los hechos del mundo material a través del ojo de la carne. La meditatio es una búsqueda de las verdades psíquicas (la imago de Dios), usando el ojo de la mente. La contemplatio, por su parte, es el conocimiento mediante el cual el psiquismo o alma se unifica instantáneamente con la Divinidad en la intuición trascendente revelada a través del ojo de la contemplación.

Ahora bien, aunque la terminología que nos habla del ojo de la carne, del ojo de la mente y del ojo de la contemplación sea cristiana, en todas las tradiciones psicológicas, filosóficas y religiosas principales nos encontramos con conceptos similares. Los «tres ojos» del ser humano se corresponden, de hecho, con los tres principales dominios del ser descritos por la filosofía perenne, el ordinario (carnal y material), el sutil (mental y anímico) y el causal (trascendente y contemplativo).Estos distintos dominios ya han sido descritos en otra parte, sólo quisiera ahora resaltar su unanimidad entre los psicólogos y los filósofos tradicionales.

Para ampliar la visión de san Buenaventura podríamos decir que el ojo de la carne (cogitatio, el lumen inferius/exterius) crea y revela ante nosotros un mundo de experiencia sensorial compartida. Este es el «dominio de lo grosero», el reino del espacio, del tiempo y de la materia (el subconsciente), un dominio compartido por todos aquéllos que poseen un ojo de la carne parecido. Así pues, en cierta medida, los seres humanos comparten este dominio con algunos animales superiores (especialmente los mamíferos) porque sus ojos carnales son muy similares. Si acercamos, por ejemplo, un pedazo de carne a un perro, éste reaccionará, mientras que una roca o una planta no lo harán. (Para aquellos organismos que carecen del conocimiento y la percepción correspondientes al ojo carnal el pedazo de carne es inexistente.) En el dominio ordinario un objeto o es A o es no-A, nunca es A y no-A. Una roca nunca es un árbol, un árbol jamás es una montaña, una roca no es otra roca, etc. Esta es la inteligencia sensorio motriz esencial (la constancia del objeto) perteneciente al ojo de la carne. Este es el ojo empírico, el ojo de la experiencia sensorial. (Quizás debiéramos aclarar, desde el comienzo, que estamos utilizando el término «empírico» en un sentido filosófico para designar a todo aquello capaz de ser detectado por los cinco sentidos o por sus extensiones. Cuando los filósofos empíricos como Locke, por ejemplo, afirmaban que todo conocimiento es experiencial, querían decir que todo conocimiento mental debe ser previamente un conocimiento sensorial. Por el contrario, cuando los budistas dicen que «la meditación es experiencial» no están diciendo lo mismo que Locke sino que utilizan el término «experiencia» para referirse a «la conciencia directa, no mediatizada por formas y símbolos». En el siguiente capítulo volveremos sobre este tópico pero, por el momento, utilizaremos el término «empírico» en la acepción que le daban los empiristas de «experiencia sensorial».)

El ojo de la razón, o, más generalmente, el ojo de la mente (la meditatio, la lumen interius), participa del mundo de las ideas, de las imágenes, de la lógica y de los conceptos. Éste es el reino sutil (o, para ser más precisos, la porción inferior del reino sutil, la única de la que hablaremos aquí). Gran parte del pensamiento moderno se asienta exclusivamente en el ojo empírico, el ojo de la carne, por eso conviene recordar que el ojo de la mente no puede restringirse al ojo de la carne ya que el dominio de lo mental incluye, pero trasciende, al dominio de lo sensorial. Además, el ojo de la mente no sólo incluye al ojo de la carne sino que se alza por encima de él. Por medio de la imaginación, por ejemplo, el ojo de la mente puede reproducir objetos sensoriales que no se hallan presentes y, en este sentido, puede trascender el encadenamiento de la carne al mundo presente; mediante la lógica puede operar internamente sobre los objetos sensorio motores y, de esa manera, ir más allá de las secuencias motoras reales; por medio de la voluntad puede demorar la descarga de los instintos y de los impulsos y trascender los aspectos meramente animales y subhumanos del organismo.

Aunque el ojo de la mente dependa del ojo de la carne para adquirir parte de su información, no todo el conocimiento mental procede del conocimiento carnal ni se ocupa exclusivamente de los objetos carnales. Nuestro conocimiento no es tan sólo empírico y carnal. «Según los sensacionalistas [es decir, los empiristas] ―dice Schuon― todo conocimiento se origina en la experiencia sensorial [el ojo de la carne]. Van tan lejos como para afirmar que el conocimiento humano no tiene forma alguna de acceder a un conocimiento suprasensorial ignorando, por lo tanto, el hecho de que lo suprasensible puede ser objeto de una percepción verdadera y, por consiguiente, de una experiencia concreta [adviértase que, para Schuon, existen experiencias supraempíricas y suprasensoriales y, por lo tanto, se niega a identificar empírico con experiencial]. Así pues, esos pensadores construyen sus sistemas sobre un error intelectual, sin considerar siquiera el hecho de que innumerables hombres, tan inteligentes, por menos, como ellos, hayan llegado a conclusiones diferentes a las suyas».

Como decía Schumacher, el hecho es que «en resumen, nosotros no sólo "vemos" con nuestros ojos sino también con gran parte de nuestro equipamiento mental [el ojo de la mente]... A la luz del intelecto [el lumen interius] podemos ver cosas invisibles para nuestros sentidos corporales... Los sentidos no nos permiten, por ejemplo, determinar la certeza de una idea». Las matemáticas, por ejemplo, constituyen un conocimiento no empírico de un conocimiento supraempírico descubierto, iluminado y llevado a cabo por el ojo de la razón, no por el ojo de la carne.

Todos los manuales introductorios de filosofía coinciden en este punto: «Corresponde a los físicos determinar si estas expresiones [matemáticas] se refieren a algo físico. Las afirmaciones matemáticas se refieren a las relaciones lógicas, no a su significado empírico o fáctico [si es que tienen alguno]. Nadie ha visto jamás, por ejemplo, con el ojo de la carne la raíz cuadrada de un número negativo porque ésta es una entidad transempírica que sólo puede contemplarse con el ojo de la mente. A decir de Whitehead, la mayor parte de las matemáticas constituye un conocimiento transempírico y apriorístico (en sentido pitagórico).

Lo mismo podríamos decir de la lógica, ya que la verdad de una deducción lógica no depende de su relación con los objetos sensoriales sino de su consistencia interna. Nosotros podemos formular un silogismo lógicamente impecable como, por ejemplo, «Todos los unicornios son mortales. Tarnac es un unicornio. Por consiguiente, Tarnac es mortal», que, sin embargo, es erróneo y carece empíricamente de todo sentido por la sencilla razón de que nadie ha visto jamás un unicornio. La lógica, pues, es también transempírica. Muchos filósofos, como Whitehead, por ejemplo, han sostenido que la esfera abstracta (o mental) es una condición necesaria y a priori para la manifestación del reino natural/sensorial, algo muy parecido a lo que afirman las tradiciones orientales cuando dicen que lo grosero procede de lo sutil (que, a su vez, se origina en lo causal).

En las matemáticas y en la lógica y, más aún, en la imaginación, en el conocimiento conceptual, en la intuición psicológica y en la creatividad, vemos, con el ojo de la mente, cosas que no están plenamente presentes ante el ojo de la carne. Es por ello por lo que decimos que el dominio de lo mental incluye, pero también trasciende sobradamente el dominio de lo carnal.

El ojo de la contemplación es al ojo de la razón lo que el ojo de la razón al ojo de la carne. Del mismo modo que la razón trasciende a la carne, la contemplación trasciende a la razón. Así como la razón no puede reducirse al conocimiento carnal ni originarse en él, la contemplación tampoco puede reducirse ni originarse en la razón. El ojo de la razón es transempírico pero el ojo de la contemplación es transracional, translógico y transmental. «La gnosis [el ojo de la contemplación, el lumen superius] trasciende el reino mental y a fortiori el reino de los sentimientos [el reino sensorial]. Esta trascendencia depende de la función "natural supernatural" [de la gnosis], denominada contemplación de lo Inmutable, de la Identidad Real que se caracteriza por ser Verdad, Conciencia y Felicidad]. La investigación filosófica, por consiguiente, no tiene nada que ver con la contemplación ya que la primera se ajusta estrictamente a un principio fundamental de adecuación verbal radicalmente opuesto a cualquier finalidad liberadora, a cualquier trascendencia de la esfera de lo verbal».

A lo largo de este capítulo volveremos reiteradamente sobre este triple dominio del conocimiento. Por el momento basta con suponer que todos los hombres y mujeres poseen un ojo carnal, un ojo racional y un ojo contemplativo; que cada ojo tiene sus propios objetos de conocimiento (sensorial, mental y trascendental); que un ojo superior no puede ser reducido a un ojo inferior ni explicado por él; y que cada ojo es valido y útil en su propio dominio pero incurre en una falacia cuando intenta captar totalmente los ámbitos superiores o inferiores.

En este contexto intentaremos demostrar que cualquier paradigma transpersonal verdaderamente comprehensivo deberá recurrir por igual al ojo de la carne, al ojo de la mente y al ojo de la contemplación. Un nuevo paradigma verdaderamente trascendental debería utilizar e integrar los tres ojos: grosero, sutil y causal. También intentaremos demostrar que, en general, la ciencia empírico-analítica pertenece al ojo de la carne, la filosofía fenomenológica y la psicología al ojo de la mente y la religión/meditación al ojo de la contemplación. Así pues, un paradigma nuevo y trascendental debería integrar y sintetizar el empirismo, el racionalismo y el trascendentalismo (en el siguiente capítulo veremos si este esfuerzo globalizador puede o debe ser llamado «ciencia superior». Por el momento, cuando hablemos de «ciencia» nos referiremos a la ciencia clásica empírico-analítica).

El principal peligro que deberemos superar es la tendencia a cometer el error categorial, el intento de un ojo de usurpar el papel de los otros dos. Comenzaremos, pues, señalando algunos de los principales errores categoriales cometidos por la religión, la filosofía y la ciencia, y luego revisaremos, a modo de ilustración, aquellos errores categoriales históricos que han posibilitado el surgimiento del moderno cientifismo. Con todo esto no quiero decir que la ciencia haya sido la única en cometer este tipo de error ya que, como veremos, también la filosofía y la religión han incurrido en él. No obstante, históricamente hablando, de todos los errores categoriales el cometido por la ciencia empírica es el más reciente, el más generalizado y el que mayores consecuencias ha tenido y está teniendo todavía. Por ello es importante intentar comprenderlo en profundidad.

Kant y el Más Allá

La quintaesencia de la verdad carnal es el hecho empírico, la quintaesencia de la verdad mental es la intuición filosófica y psicológica, y la quintaesencia de la verdad contemplativa es la sabiduría espiritual. Ya hemos visto que antes de la era moderna los hombres y mujeres todavía no diferenciaban adecuadamente los ojos de la carne, de la razón y de la contemplación y que, por lo tanto, tendían a confundirlos. La religión intentaba ser científica, la filosofía trataba de ser religiosa y la ciencia, por su parte, se ocupaba de filosofía. En este sentido, todas estaban equivocadas e incurrían de continuo en todo tipo de errores categoriales.

Así pues, cuando Galileo y Kepler describieron la verdadera naturaleza de la verdad científica empírica, hicieron un gran servicio a la religión y a la filosofía porque desligaron al ojo de la carne de su confusión con los ojos de la mente y de la contemplación. De este modo, cuando la ciencia se ocupó de su tarea, la filosofía y la religión quedaron liberadas del arduo intento de tratar de convertirse en pseudociencias. Si la geografía hubiera contestado a su pregunta, el monje Cosmas no habría malgastado inútilmente el tiempo intentando determinar la forma de la Tierra y habría podido entregarse por entero a la contemplación. Cuando la ciencia nos muestra la verdad correspondiente al ámbito del ojo de la carne, también nos está ayudando a descubrir, por eliminación, las verdades relativas al ojo de la mente y al ojo de la contemplación.

Pues bien, lo que Galileo y Kepler hicieron por el ojo de la carne, Kant lo hizo por el ojo de la razón. Es decir, de la misma manera que Galileo y Kepler despojaron a la religión de su lastre «científico» innecesario, Kant la aligeró del exceso de racionalización. Y este hecho, aunque haya sido muy mal comprendido, terminó teniendo una importancia extraordinaria.

Antes de Kant los filósofos no sólo se dedicaban a intentar deducir los hechos científicos (tarea, como ya hemos visto, imposible), sino que también trataban de deducir las verdades contemplativas o espirituales (tarea tan imposible como la anterior, pero doblemente peligrosa). Tanto los filósofos religiosos como los profanos hacían todo tipo de afirmaciones racionales sobre lo que ellos consideraban realidades y verdades definitivas. Tomás de Aquino, por ejemplo, ofrecía todo tipo de «pruebas» racionales de la existencia de Dios, y algo parecido hicieron Descartes, Aristóteles, san Anselmo y otros. Su error consistió en intentar demostrar con el ojo de la razón lo que sólo podía ver el ojo de la contemplación. Alguien, más pronto o más tarde, tenía que terminar descubriendo el engaño.

Ese fue Kant. Kant creía en Dios, en la Trascendencia Última, en el noumenon transempírico y transensorial, pero demostró que, cada vez que intentamos razonar sobre esta realidad transempírica, nos encontramos con que podemos argumentar, con la misma plausibilidad, en dos líneas totalmente contradictorias, lo cual demuestra claramente que ese tipo de razonamiento es inútil (y, en cualquier caso, no merece el generoso nombre de «metafísica»). Los filósofos y los teólogos no cesaban de hacer todo tipo de afirmaciones racionales sobre Dios (o Buda, o el Tao) y sobre la realidad última como si estuvieran hablando directamente de la misma Realidad cuando de hecho, como demostró Kant, no decían más que tonterías. La razón pura es sencillamente incapaz de captar las realidades trascendentes y, cuando lo intenta, sólo llega a conclusiones contradictorias igualmente plausibles. (Este descubrimiento no es exclusivo de Occidente. Casi quinientos años antes de Kant, el sabio budista Nagarjuna, fundador del budismo madhyamika, llegó exactamente a la misma conclusión, una conclusión que, durante sucesivas generaciones resonó y se amplificó en las principales escuelas de filosofía y psicología oriental: La razón no puede captar la esencia de la realidad absoluta y, cuando lo intenta, sólo genera paradojas dualistas.)

Una de las causas de esta situación ―si se me permite hablar poéticamente― es que, como nos revela la contemplación, la Realidad Última es una «coincidencia de opuestos» (Nicolás de Cusa) o, como afirman el hinduismo y el budismo, es advaita, o advaya, que significa «no dual» o «no dos», y la lógica, al ser dual, no puede penetrar siquiera en ese dominio y mucho menos puede demostrarlo. No podemos, por ejemplo, representarnos algo que sea y no sea al mismo tiempo. No podemos ver llover y no llover al mismo tiempo en el mismo lugar. Tampoco podemos describir ni razonar adecuadamente sobre la no-dualidad, sobre la realidad última y si intentamos explicar la Realidad no-dual en los términos propios de la razón dualista, necesariamente terminaremos creando dos opuestos donde no los hay y, por consiguiente, podremos hablar racionalmente de cualquiera de ellos con igual plausibilidad. Volviendo a Kant, cuando la razón intenta captar a Dios, o al Absoluto, no genera más que paradojas. Cuando nos permitimos caer en la especulación metafísica (utilizando tan sólo el ojo de la razón) caemos en el sinsentido. La afirmación de que la «Realidad es el sujeto absoluto» no es verdadera ni falsa sino que está vacía, no tiene el menor sentido, porque también podríamos afirmar exactamente lo contrario, que «La Realidad es el objeto absoluto». Lo mismo sucedía en Oriente «La Realidad es Atman» contra «La Realidad es Anatman») hasta que Nagarjuna desmanteló esa forma de pensar de la misma manera que lo haría Kant en Occidente.

Kant demostró algo que, más tarde, también afirmaría Wittgenstein: «La mayoría de los problemas metafísicos no son falsos sino que carecen de sentido. No es que las respuestas sean erróneas sino que la pregunta es absurda...». Esta equivocación está basada en el error categorial de intentar ver el Cielo con el ojo de la razón. Con todo esto no estoy queriendo decir que Kant fuera un iluminado (es decir, alguien que tuviera completamente abierto el ojo de la contemplación) porque, obviamente, no lo era. Todo parece señalar que Kant no tenía una comprensión real de la contemplación, por eso pensaba que su Crítica de la Razón Pura demostraba de modo concluyente que la Divinidad nunca puede ser conocida directamente ni intuida absolutamente, cuando, en realidad, lo único que demuestra es que Dios no puede ser conocido por medio de los sentidos ni por medio de la razón. Una excelente manera de comprender a Kant consiste en estudiar a Nagarjuna porque éste aplica la misma filosofía crítica a la razón, pero no se contenta con demostrar las limitaciones de la razón sino que va más allá y nos ayuda a abrir el ojo de la contemplación (prajna), el ojo que nos permite conocer directamente, inmediata y no conceptualmente, a la Realidad Ultima. Kant desconocía la contemplación, o prajna, pero sabía que Dios está más allá de los sentidos y de la razón, y por ese motivo pensaba que Dios permanece definitivamente alejado de nuestra conciencia directa. No transcurrió mucho tiempo hasta que Schopenhauer advirtiera el error de Kant.

Lo único que quiero subrayar es que Kant demostró correctamente que, por su misma naturaleza, el ojo de la razón no puede penetrar en el reino del espíritu, es decir, que la filosofía no puede alcanzar a Dios, y que su máxima aspiración es la de postular moralmente (prácticamente) la existencia de Dios, y retirarse a los dominios de lo sensorial y de lo mental. Así pues, del mismo modo que Galileo y Kepler liberaron a la religión del lastre de tener que malgastar su tiempo ocupándose de las moléculas, Kant la aligeró del peso de tener que racionalizar a Dios. Como dice McPherson:

La filosofía positivista ha hecho un gran servicio a la religión. Al mostrar el absurdo del intento de los teólogos, los positivistas han ayudado a que la religión se ocupara de la esfera de lo inefable... Así, aunque los positivistas sean enemigos de la teología, no podemos negar que también son amigos de la religión.

Así pues, tanto el hecho científico como la filosofía racional, además de ser la manera adecuada de utilizar el ojo de la carne y el ojo de la razón, fueron también muy provechosas para la religión en el sentido de que ayudaron a depurar la espiritualidad de todo bagaje innecesario y le permitieron clarificar su papel en el conocimiento e iluminación del ser humano. Así pues, la inteligencia sensoriomotriz no es lo mismo que la intuición filosófica ni que la sabiduría espiritual; ninguno de esos factores puede reducirse al anterior y, por consiguiente, tanto Galileo como Kepler, Kant y Cristo, son, cada uno de ellos, imprescindibles en su propio dominio.

Pero, pocas décadas después de Kant, el ojo de la carne, deslumbrado por la luz de Newton, creyó que era el único merecedor de conocimiento. Y la ciencia empírica, espoleada por los intereses de Auguste Comte, terminó convirtiéndose en cientifismo. Así, la ciencia ya no se limitaba a hablar en nombre de la carne, sino también comenzaba a hacerlo en nombre del ojo de la mente y del ojo de la contemplación. De ese modo cayó presa precisamente del mismo error categorial que había descubierto en la teología dogmática y que tan caro había hecho pagar a la religión. Los cientifistas trataron de obligar a la ciencia empírica, al ojo de la carne a hacer el trabajo de los otros dos ojos. Y este fue un error categorial por el que no sólo la ciencia, sino el mundo entero, han terminado pagando un precio muy elevado.

 

En mi opinión, lo más importante que puede hacer un paradigma trascendental o comprehensivo es intentar evitar el error categorial de confundir el ojo de la carne con el ojo de la mente y con el ojo de la contemplación (o, utilizando un modelo más prolijo, como puede serlo el modelo de cinco niveles del Vedanta, por ejemplo, evitar confundir cualquiera de los niveles). No debe adueñarse de nosotros el pánico cuando alguien nos pregunta dónde está nuestra demostración empírica de la trascendencia. Para responder a esa petición explicamos simplemente los métodos instrumentales que hemos utilizado para lograr nuestro conocimiento y le invitamos a que lo verifique personalmente. Si así lo hace y consigue un adecuado manejo del aspecto preceptivo, entonces esa persona estará capacitada para llegar a formar parte de la comunidad de aquéllos que han adiestrado sus ojos para contemplar el ámbito de lo trascendente. Antes de ese momento, una persona está incapacitada para formarse una opinión sobre asuntos trascendentales y, en tal caso, a fin de cuentas no tenemos más obligación de darle explicaciones que las que pueda dar un físico a alguien que se niega a aprender matemáticas.

Hoy en día estamos en una posición extraordinariamente favorable, podemos acceder a una visión a la vez equilibrada e integrada de la realidad (un paradigma «nuevo y superior»), una visión que incluya al ojo de la carne, al ojo de la razón y al ojo de la contemplación. Y creo que la historia del pensamiento terminará demostrando que hacer más que eso es imposible, pero que hacer menos es desastroso.