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Extractos - Yongey Mingyur Rinpoche

La vacuidad

Por Yongey Mingyur Rinpoche

No hay nada que se pueda describir como existente o no-existente.
TERCER KARMAPA, Mahâmudrâ: Boundless Joy and Freedom

Yongey Mingyur

En mis enseñanzas públicas y entrevistas privadas, siempre hay alguien que me hace la misma pregunta. Aunque las palabras y la manera de formularla varían de una persona a otra, la idea esencial es la misma. «Si todo es relativo, transitorio e independiente; si no hay nada que se pueda decir definitivamente que sea esto o aquello, ¿significa eso que no soy real? ¿Que tú no eres real? ¿Que mis sentimientos no son reales? ¿Que esta habitación no es real?».

Hay cuatro respuestas posibles, que surgen simultáneamente, y que son igual de verdaderas o falsas.
Sí.
No.
Sí y no.
Ni sí ni no.

¿Estás confundido? ¡Estupendo! La confusión es un gran avance: una señal de que estamos yendo más allá del apego a un punto de vista particular y entrando en una dimensión más amplia de la experiencia.

Aunque las cajas con las que organizamos nuestra experiencia, como «yo», «mío», «otro», «sujeto», «objeto», «agradable» y «doloroso» son invenciones de la mente, seguimos experimentando sensaciones de «yo», «otro», «dolor», «placer», etc. Vemos sillas, mesas, coches y ordenadores. Sentimos las alegrías y las punzadas del cambio. Nos enfadamos; nos ponemos tristes. Buscamos la felicidad en las personas, en los lugares y en las cosas y hacemos todo lo que podemos por protegernos de las situaciones que nos producen dolor.

Sería absurdo negar estas experiencias. Pero a la vez, si nos ponemos a examinarlas de forma más precisa, nunca encontramos nada que podamos señalar y decir: «¡Sí! ¡Esto es completamente permanente! ¡Esto es singular! ¡Esto es independiente!».

Si seguimos analizando nuestras experiencias, dividiéndolas en partes más y más pequeñas, investigando las relaciones que gobiernan estas partes, buscando las causas y condiciones que subyacen a otras causas y condiciones, al final nos encontramos con lo que algunas personas denominarían un «callejón sin salida».

Sin embargo, no es un callejón y sí tiene salida. Es nuestro primer atisbo de la vacuidad, la base fundamental de la que surge toda experiencia.

La vacuidad es el principal tema del segundo giro de la rueda del Dharma, y seguramente es uno de los términos que más prestan a confusión de toda la filosofía budista. Incluso a los estudiantes veteranos del budismo les cuesta trabajo comprenderlo. Tal vez por eso el Buda esperó dieciséis años, después de girar la rueda del Dharma por primera vez, antes de abordar este tema.

En realidad, es bastante sencillo, una vez que superamos nuestras ideas preconcebidas sobre lo que significa «vacuidad».

La palabra «vacuidad» es una traducción muy aproximada de la palabra sánscrita sûnyatâ y del término tibetano tongpa-nyi. El vocablo sánscrito sûnya significa «cero». La palabra tibetana tongpa significa «vacío»; ahí no hay nada. La sílaba sánscrita ta y la sílaba tibetana nyi no significan nada por sí mismas, pero cuando se añaden a un adjetivo o un nombre, aportan una connotación de posibilidad o de apertura. Así que, cuando los budistas hablamos de vacuidad, no nos referimos a un «cero», sino a la «cualidad de cero»; no es una entidad en sí misma, sino un trasfondo, un «espacio» infinitamente abierto en el que cualquier cosa puede aparecer, cambiar, desaparecer, reaparecer.

Esto es una muy buena noticia.

Si todas las cosas fueran permanentes, singulares o independientes, nada podría cambiar. Nos quedaríamos como estamos para siempre. Nada ni nadie podría afectarnos. No habría relación entre causa y efecto. Le daríamos al interruptor y no pasaría nada. Podríamos sumergir una bolsita de té en una taza de agua caliente un millón de veces, pero el agua no causaría ningún efecto en el té, ni el té no causaría ningún efecto en el agua.

Pero las cosas no son así, ¿verdad? Cuando le damos al interruptor de una lámpara, por ejemplo, la bombilla se enciende. Cuando sumergimos una bolsita de té en una taza de agua caliente por unos momentos, obtenemos una deliciosa infusión. Así que, volviendo a la pregunta de si somos reales y si nuestros pensamientos y sentimientos son reales, podemos contestar que «sí» en el sentido que experimentamos estos fenómenos, y a la vez que «no» en el sentido que si nos adentramos más en estas experiencias, no encontraremos nada que podamos identificar como intrínsecamente existente. Los pensamientos, los sentimientos, las sillas, los chiles, la gente que hace cola en el supermercado, incluso el supermercado todo entero, solo pueden definirse en relación con algún otro objeto o persona. Aparecen en nuestra experiencia debido a la combinación de muchas causas y condiciones distintas. Están siempre en un estado de cambio, transformándose constantemente mientras «chocan» con otras causas y condiciones, que a su vez chocan con más causas y condiciones, y así sucesivamente.

Así que, por un lado, no podemos afirmar que ningún objeto de nuestra experiencia exista intrínsecamente. Esta es una forma de entender la vacuidad. Por otro lado, podemos decir que, puesto que toda nuestra experiencia surge debido a las combinaciones efímeras de causas y condiciones, no hay nada que no sea vacuidad.

En otras palabras, la naturaleza básica, o realidad absoluta de toda experiencia es la vacuidad. «Absoluta», sin embargo, no significa algo sólido o permanente. La vacuidad en sí misma está «vacía» de cualquier característica definible: no es «cero», pero tampoco es nada. Podríamos decir que la vacuidad es un potencial ilimitado de que aparezcan o desaparezcan todo tipo de experiencias, igual como una esfera de cristal es capaz de reflejar todo tipo de colores porque, en sí misma, carece de color.

Ahora bien, ¿qué significa esto para el sujeto de estas experiencias?

Ser y Ver

No ser absolutamente nada es serlo todo.
JAMES W. DOUGLAS, Resistance and Contemplation: The Way of Liberation

Si no tuviéramos la capacidad de percibirlos, nos sería imposible experimentar las maravillas y los horrores de los fenómenos. Todos los pensamientos, sentimientos y demás acontecimientos que nos encontramos en nuestra vida diaria tienen su origen en una capacidad fundamental de experimentar lo que sea. Las cualidades de la naturaleza de buda, como la sabiduría, la capacidad, la bondad y la compasión han sido descritas por el Buda y los maestros que le siguieron como «inagotables», «ilimitadas» e «infinitas». Están más allá de todo concepto, pero repletas de posibilidades. En otras palabras, el fundamento mismo de la naturaleza de buda es la vacuidad.

Esta vacuidad no tiene nada que ver con un «zombi». La claridad, que podríamos caracterizar como una conciencia básica que nos permite reconocer y distinguir los fenómenos, es también una de las característica fundamentales de la naturaleza de buda, inseparable de la vacuidad. Cuando surgen los pensamientos, sentimientos, sensaciones, etc., somos conscientes de ellos. La experiencia y el que la experimenta son una misma cosa. El «yo» y la experiencia de «yo» ocurren simultáneamente, así como «otro» y la conciencia de que hay «otro», o el «coche» y la conciencia de que hay un «coche».

Algunos psicólogos le dan el nombre de «perspectiva inocente»: una conciencia primitiva que no está atada por expectativas o juicios. Podemos experimentarla espontáneamente por unos momentos cuando visitamos un lugar enorme, como el Parque Nacional de Yosemite, las montañas del Himalaya o el Palacio de Potala en el Tíbet. La panorámica es tan enorme que no distinguimos entre «yo» y «lo que veo». Simplemente hay un «ver».

Sin embargo, comúnmente se malinterpreta que para alcanzar esta perspectiva inocente, debemos eliminar, suprimir o desconectarnos de la percepción relativa, y de las esperanzas, miedos y otros factores que la sustentan. Esta es una mala interpretación de las enseñanzas del Buda. La percepción relativa es una expresión de la naturaleza de buda, igual como la realidad relativa es una expresión de la realidad absoluta. Nuestros pensamientos, emociones y sensaciones son como olas que suben y bajan en un océano interminable de posibilidades infinitas. El problema es que nos hemos acostumbrado a ver solo las olas y a confundirlas con el océano. Cada vez que miramos las olas, no obstante, nos hacemos un poco más conscientes del océano y, de esta manera, nuestra atención empieza a desplazarse. Comenzamos a identificarnos con el océano y no con las olas, viendo como suben y bajan sin afectar la naturaleza del océano.

Pero esto solo puede suceder si empezamos a observar.