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Extractos - Enrique Martínez Lozano

La no-dualidad no es una filosofía

Por Enrique Martínez Lozano
Enrique Martínez Lozano

Desde hace unos años, percibo que, en torno a lo que nombramos como no-dualidad, se ha generado un debate que, con frecuencia, me parece confuso, probablemente debido a algo elemental: al no haberlo experimentado, no se habla del estado de consciencia no-dual, sino del "concepto" de la no-dualidad. Semejante error de partida ha de conducir inexorablemente a la confusión: porque ya no se habla de "lo que es", sino de las ideas personales acerca de lo que se piensa que es. No es de extrañar que se genere un debate estéril. Porque la mente dual no puede entender la no-dualidad; la comprensión viene solo de la mano de la experiencia directa o de la práctica del "acallamiento" mental.

Tal vez sea ese el motivo que explique también el hecho que vengo constatando, tras años de compartir y acompañar ― quienes se muestran particularmente reacios a este "modo de ver" provienen, en general, del mundo académico y del mundo religioso. Paradójicamente, es la gente sencilla ―o, simplemente, más alejada, tanto de la erudición academicista como de la religión institucionalizada― la que muestra una mayor sintonía y una capacidad "espontánea" de vibrar ante lo que escucha. Lo cual me trae a la memoria las palabras de Jesús, cuando admirado alaba al Padre, "porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes, y se las has dado a conocer a los sencillos" (Mt 11,25).

 

La no-dualidad no es una filosofía, por más que las explicaciones que puedan darse acerca de ella lo sean. Aunque nos resulte imprescindible utilizar palabras y conceptos ―expresarnos "filosóficamente"―, la no-dualidad es un estado de consciencia, infinitamente más rico (integrador) que el estado mental.

La mente ―y el estado mental― es necesariamente dual. Debido a su propia naturaleza delimitadora, la mente crea dualidad. Dicho con más rotundidad: la dualidad está en la mente, no en la realidad. (1)

La realidad manifiesta es inevitablemente polar ―de hecho, conocemos gracias al contraste―, pero no dual, de modo que todas, absolutamente todas las "diferencias" que percibimos en ella se reclaman unas a otras ―no puede existir un polo sin su opuesto― y quedan integradas en una unidad mayor. Pero, del mismo modo que "diferencia" no significa "separación", "polaridad" no significa "dualidad", ni "personalidad" significa "identidad". La no-dualidad es aquel estado de consciencia en el que se percibe, de manera sublime y extasíada, la unidad-en-la-diferencia, o si se prefiere, lo Uno expresándose en lo Múltiple.

El estado de no-dualidad es Amor. Es claro que en el amor siempre hay un "otro", pero ahora se percibe que ese otro no es como la mente lo piensa ―el otro "separado", propio del nivel mental―, sino como no-separado de uno. En ese estado se palpa que somos diferentes, pero somos lo mismo. Y que el amor no tiene que ver con el sentimiento o la emoción, siempre impermanentes, sino con la certeza de lo que se es: somos Uno. Lo cual no significa negar que, en la dimensión psicológica, haya que vivir todo el proceso de individuación, que implica la percepción del otro como diferente de mi y garantiza la madurez psíquica. Pero una es la dimensión psicológica, perteneciente al mundo de las formas ―el nivel aparente o mental―, y otra la dimensión de profundidad (espiritual o transpersonal).

 

Conocer para ser (conocer es ser)

El auténtico conocimiento empieza por uno mismo: ¿cómo voy a entender algo si no me entiendo a mi mismo? ¿Cómo voy a conocer la naturaleza de las cosas si no sé quién soy? Más aún, la respuesta a todas las preguntas que podamos hacernos depende decisivamente del lugar desde donde nos las hagamos.

Hasta que no sea consciente de mi identidad, me estaré confundiendo con el "personaje" que creo ser y, desde ese lugar, cualquier respuesta procederá de la ignorancia. No pasará de ser un cúmulo de conceptos, creados a la medida del propio yo y de los datos que la mente recuerda.

Ahora bien, el conocimiento de sí mismo requiere hacer un camino personal que supone, a su vez, como decían los antiguos, "prepararse para morir". En efecto, a medida que me conozco, se va produciendo en mí una "muerte" a lo que creía ser anteriormente. Este proceso terminará en la muerte definitiva de la idea del yo como entidad separada. Esa es la meta del conocimiento, adonde conduce el genuino camino espiritual. Los místicos sufíes se referían a ello con la expresión "morir antes de morir". Y todos los maestros espirituales, Jesús incluido, han hablado de la necesidad de "morir para vivir". Solo quien "muere" a la identificación con el yo experimenta la Vida que es. Ese tránsito se opera gracias al conocimiento llevado hasta el final.

Al hablar del conocimiento de si mismo, nos estamos refiriendo ―como bien está subrayando la psicología transpersonal― al doble nivel que nos constituye: el propiamente psicológico y el específicamente transpersonal (espiritual).

El primero de ellos aborda el conocimiento de nuestro psiquismo, sus pautas y sus condicionamientos. En cierto sentido, podría decirse que la psicología (clásica) aborda el estudio del yo como "objeto". O, dicho de otro modo, se ocupa de cómo soy yo, no de quién soy.

Para quien se mueve en el modelo mental, ahí acaba todo. La mente no tiene acceso a más. Sin embargo, nadie puede negar la consciencia de ser sujeto y, por tanto, la inadecuación radical de cualquier estudio que redujera al ser humano a mero "objeto" de conocimiento.

Por eso, mientras la psicología clásica estudiaba a la persona como objeto, la psicología transpersonal se acerca a ella considerándola como sujeto, a través de esta pregunta: ¿quién es el que conoce? Y en este punto la indagación de la psicología transpersonal se funde con la aproximación que hace la espiritualidad o, más ampliamente, la sabiduría.

Ahora bien, en cuanto pretendemos iniciar esta tarea de conocimiento de nuestro sí mismo como sujeto, nos topamos con una paradoja: tal como han advertido los sabios, yo como sujeto no puedo ser definido, objetivado, delimitado…, pensado. Es decir, para el conocimiento de quién soy, el modelo mental se muestra radicalmente inadecuado.

Porque no soy nada que pueda ser definido ―eso sería solo un objeto más―, únicamente podré responder ajustadamente a la pregunta sobre mi (nuestra) identidad cuando conecte con ella, la viva, la sea. Y es entonces cuando la paradoja se resuelve: al saborear lo que soy ―más allá de lo que podía pensar acerca de mí―, se me regala la sabiduría o el genuino conocimiento de mi identidad original.

Pero las sorpresas no acaban ahí: al querer conocerme, me topo, para mi definitivo pasmo, con el fundamento de la existencia ―lo que soy es uno con lo que es―. Tenía razón el oráculo de Delfos: el conocimiento de sí mismo incluye el conocimiento del todo. Y también Heráclito cuando afirmaba: "Los límites del alma no los vas a encontrar por muchos caminos que recorras". La persona cuyo máximo anhelo es la auto-realización nunca sabe a dónde va: es un camino abierto.

El saboreo de nuestra verdad última nos conduce a reconocernos como vacío ―que es plenitud―, pura consciencia, que constituye el núcleo o substrato más profundo de todo lo que es. Y ahí se nos muestra una nueva paradoja: el conocimiento de sí mismo coincide con el olvido de sí mismo. Se descubre que el yo es solo una idea impuesta por nuestro psiquismo sobre lo que originalmente somos, y que nuestra verdadera identidad es compartida por todo lo que es: ese es nuestro "hogar", en el que nos sentimos no separados de nada. El conocimiento de sí mismo se transforma en fuente de vida: conocer es vivir.

Notas:
  1. Me parece importante advertir que la dualidad es creada por la mente; donde no hay mente no hay dualidad. Y esto no significa abogar por una fusión confusa o magma amorfo en el que las diferencias se difuminan. La consciencia aprecia las diferencias pero, a diferencia de la mente, no introduce ningún tipo de fragmentación. Porque la realidad, en si, es no fragmentada, es decir, no-dual.
Fuente: Enrique Martínez Lozano. La dicha de ser (Desclée de Brouwer, 2016)