Ruta de Sección: Inicio > Artículos >Extractos > Artículo

Extractos - Douglas Harding

La cabeza desaparecida

Por Douglas Harding
Douglas Harding

¿Qué soy yo? Para cada ser pensante ésta es la cuestión. Permítaseme entonces responder a ella de forma tan sincera y simple como pueda. Trataré de olvidar las respuestas preconcebidas y descubrir lo que soy en este momento para mí mismo.

Mi sentido común me dice que soy un hombre muy parecido a los demás hombres (cinco pies y diez de altura, treinta y ocho años de edad, con un peso aproximado de once arrobas, etc.), y que ahora estoy sentado en mi escritorio escribiendo un libro acerca de mí mismo. El sentido común no tiene nada que ver son sutilezas filosóficas, pero está bastante seguro de lo que significa ser yo, aquí y ahora, escribiendo en esta hoja de papel.

Hasta ahora, seguramente nada es erróneo. ¿Pero ha descrito realmente el sentido común lo que viene a significar ser yo? Aquí no pueden ayudarme los demás, sólo yo estoy en la posición de poder decir qué soy. Y lo que yo encuentro es que el sentido común está totalmente equivocado suponiendo que soy semejante a los otros hombres. ¡Porque yo no tengo cabeza! Ahí, sobre el escritorio están mis manos, están las mangas de mi chaqueta y, entre ellas, vagas áreas de mi jersey y de mi corbata; si miro debajo de la mesa encontraré mis pies..., pero, ¿qué ha sido de mi cabeza? Ha desaparecido. Yo soy sin cabeza. Y nunca me había dado cuenta del hecho.

¿Qué existe en lugar de mi cabeza? Permítaseme atender cuidadosamente y con una mente abierta a lo que encuentro. Encuentro que hay, en lugar de mi cabeza, la parte superior y marrón del escritorio, algunas cuartillas de papel blanco, una pluma estilográfica, un tintero, la alfombra, las paredes y las sillas de la habitación, una ventana y algunos tilos y casas de ladrillo gris con un pedazo de cielo nublado sobre ellos. Mi cabeza se ha ido y en su lugar está esta amplia colección de objetos. Esto es lo que ocurre conmigo.

Parece que ser yo es ser único, el único hombre en la tierra y seguramente la única criatura en el universo que está construida de acuerdo con este asombroso plan..., donde el resto llevan pequeños terminales redondos, claramente constantes en su forma y amueblados con pelo, ojos y boca, es para mí un ilimitado, vivo e infinitamente variado, mundo. Yo sólo tengo un cuerpo que se desvanece de tal modo que los únicos indicios que quedan por encima de mis hombros son un par de sombras transparentes lanzadas a través de todo. (Tengo el hábito de llamar a estas sombras mi nariz, pero, ¿acaso una nariz es un objeto transparente y borroso, bastante separado de una cara, que puede ser columpiado de un lado a otro casi como si fuera una trompa? Si tal cosa es una nariz, entonces yo tengo una, o un par de ellas. Si no lo es, entonces yo no tengo nariz).

El sentido común sugiere una explicación muy simple. Un hombre no puede ver la calle fuera de su propia casa a través de la ventana y, al mismo tiempo, ver su propia casa con la ventana en ella. Esta invalidez para encarar ambas visiones no significa, sin embargo, que no tenga una casa. Y precisamente del mismo modo, la razón de que no pueda encontrar mi cabeza no es que carezca de una, sino que lo que sucede es que estoy viendo hacia afuera de ella.

Esta explicación del sentido común, ¿es suficiente? ¿Dónde estoy yo? ¿Dónde transcurre realmente mi tiempo? ¿Habito una casa de carne y sangre y lanzo mi mirada sobre el mundo a través de aberturas en sus paredes? ¿Vivo en el interior de una bola de ocho pulgadas, disfrutando de la vista que puede ser captada a través de dos ojos de buey? Y si ello es así, ¿a qué me parezco yo, el inquilino de la bola? ¿Tengo acaso otra pequeña cabeza de mi propiedad, con otro par de ojos, y otro inquilino todavía más pequeño para escudriñar a través de ellos? ¿Y así, de esta manera, indefinidamente?

No. Ciertamente yo no estoy encerrado en el oscuro interior de ningún objeto y menos aún en una esfera más bien pequeña y hermética, tratando de vivir mi vida de alguna forma a través de sus intersticios. Yo estoy extendido en el mundo. Yo no puedo descubrir un observador aquí y un objeto observado allí, ni un orificio que atisbe al mundo, ni una ventana o un cristal de ventana, ni una barrera o una frontera. Yo no detecto un universo. Él se extiende ampliamente abierto para mí. En este momento se están formando trazos de tinta sobre el papel. Ellos están presentes. No existe otra cosa ahora más que esta forma blanca y azul, no hay una pantalla aquí (donde yo imaginaba que tenía una cabeza), sobre la cual su forma es proyectada, ni una abertura a través de la cual sea vislumbrada. Hay solo la forma. Mi cabeza, ojos, cerebro..., todos son ficción. Es increíble que siempre haya creído en ellos.

¿Cómo es que durante más de treinta años nunca haya notado que entre yo y los demás hombres hay todo un mundo de diferencia? Yo tengo por cabeza este enorme universo del cual ellos son partículas. Puedo mover el sol a voluntad, obliterar el universo, volver el mundo al revés, hacer que todas las cosas giren a mi alrededor; ellos no pueden hacer ninguna de tales cosas. Al menos, cuando veo a un hombre cerrar sus ojos, o apoyarse sobre su cabeza o girar en redondo, no alcanzo a descubrir cambio notable alguno en el resto del universo. Lo cual no es maravilla alguna, ya que él es solamente un hombre, un cuerpo y una cabeza, mientras que yo llevo sobre mis hombros todo el mundo de los hombres y de las cosas. Atlas y su carga; los otros hombres son una fracción de esta carga. Entre yo y mis compañeros hay una distinción absoluta. Lo cual no es materia de argumentación o de teoría, sino de observación. Una discrepancia que (una vez percibida) es tan sobrecogedora, sin duda debería haber sido evidente durante cada segundo de mi vida, desde mi temprana niñez en adelante. Pero de hecho yo me doy cuenta de ella con dificultad y únicamente durante unos pocos instantes. Luego vuelvo de nuevo a mi viejo hábito y a ser tan inconsciente como siempre fui del claro hecho de que sólo yo entre los hombres no llevo una cabeza sobre mis hombros, de que yo soy otra especie de animal, totalmente de otro orden, de otra clase, de otro filo, en realidad claramente fuera del reino animal y justamente en un reino propio. Yo soy tan distinto como es posible serlo de esas cosas con cabezas que son llamadas animales, vertebrados, mamíferos y hombres. Aplicarme a mí el mismo conjunto de nombres es el mayor abuso del lenguaje. No puedo ser comprendido con propiedad por nadie más que por mí mismo. ¿Qué razón puedo tener entonces para desestimar los hechos acerca de lo que realmente soy?

Aquí seguramente se encuentra la trampa más grande, la mayor ilusión, la más absurda de las farsas: que el hombre pueda escudriñar el mundo durante toda una vida y ni una sola vez se dé cuenta de que su propia cabeza ha desaparecido. Se dice que una avispa nota tan poco cuando su abdomen es seccionado que continuará sorbiendo néctar como si nada hubiese sucedido, mientras el líquido forma un glóbulo en su talle. El insecto ha perdido su abdomen y su vivisector ha perdido su cabeza y ninguno de ambos es el más sabio, porque el más listo está engañado. Descartes sostiene que las cosas son verdaderas "porque son percibidas por los sentidos"; comienza: "En primer lugar, percibo que tengo una cabeza". Es extraño que una de las mentes más agudas, con todo un mundo de cosas para escoger excepto un punto, se detuviese precisamente en tal punto, tan extraño como el hecho de que Chesterton, parodiando a un profeta de los últimos días, completase su lista de disparatadas maravillas futuras con la absurda coronación de: ¡hombres sin cabeza!