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Extractos - Mirabai Starr

La alfombra voladora de la práctica

Por Mirabai Starr
Mirabai Starr

Para las místicas, la vida contemplativa no consiste tanto en trascender las ilusiones de la existencia mundana o de conseguir un estado de perfecta ecuanimidad, sino en estar plenamente presente, en la medida de lo posible, ante las realidades de la experiencia humana. Al mostrar «lo que es», por muy prosaico o tedioso que sea, por muy fastidioso o vergonzoso que sea, «eso que es» empieza a revelarse como imbuido de santidad. ¿Cómo hacerle un hueco en nuestras vidas a esta clase de visión sagrada?

No te irá mal comprometerte a practicar con disciplina la meditación o la oración. Sentarte en silencio se convierte entonces en la alfombra voladora que te salva de tener que identificarte con todos esos pensamientos neuróticos que afloran a tu mente y todas esas distracciones emocionales que amenazan con llevársete de allí. Cuando creamos a propósito unos momentos para reverenciar o estar quietos en el día a día, practicamos mirar a través de los ojos del amor, y eso va mejorando, hasta que vemos amor en todas partes. Tu práctica puede consistir en sentarte sobre un cojín durante veinte minutos al día o en dar paseos en solitario y sin rumbo por la playa. Puede ser arrodillarte en una iglesia o en una mezquita, o sencillamente seguir el curso de tu respiración: inspirar y espirar con atención plena.

De los estados alterados a la mente desierta

Pasé unos 20 años practicando la meditación antes de poder iniciar el regreso al sendero contemplativo de lo femenino. Empecé mi búsqueda a los 14 años. Mi formación inicial estuvo marcada por el enfoque masculino: ¡a machacar el ego y a desconfiar del cuerpo! Mi objetivo era desapegarme del plano material y viajar a los reinos astrales, un enfoque que se alineaba con mi anhelo adolescente por todo lo trascendental. Fui una adolescente melodramática (quizá tú también lo fueras). Antes de empezar a estudiar de una manera formal y a practicar distintas técnicas de meditación, mi vida no solo había estado marcada por varias muertes significativas, incluidos los fallecimientos de mi hermano mayor y de mi primer novio, sino que además viví de manera espontánea la experiencia de los estados alterados de la conciencia (casi seguro desencadenadas por una dosis accidental de LSD que tomé en una fiesta cuando tenía 13 años), y todo eso me dejó desarraigada, sin aliento, aterrorizada.

Gestionaba mi vertiente melodramática con la poesía. Leía poesía. Escribía poemas. Componía melodías muy sencillas de tono menor y cantaba mis poemas en soledad junto al río Hondo, protegida por los sauces de hojas dentadas que había junto a mi casa de Taos, en Nuevo México, hasta que terminaba llorando. Dibujaba autorretratos abstractos de mi perfil en un cuaderno de dibujo y me representaba con unos ojos enormes y tristes, rasgo inequívoco de una profunda sabiduría. Era la candidata perfecta para que la embaucaran espiritualmente.

Y apareció un charlatán disfrazado de maestro que me convenció de que esos estados terriblemente disociativos eran la prueba de una inminente iluminación, y me dijo que lo único que necesitaba era alguien que cultivara en mí mi santidad y... ¡oh, sorpresa!, ¿quién, sino él iba a ser la persona más indicada para ese trabajo? Me animó a marcharme de casa y a mudarme a una comuna que había en las montañas donde él vivía, porque así podría orquestar mejor mi despertar. A pesar de que yo no había cumplido todavía los 15 años, mis padres accedieron. Era la década de 1970, el sumum del movimiento contracultural, y las estructuras sociales convencionales como la familia nuclear estaban en tela de juicio. Por otro lado, a mí me enardecía la idea de Dios, y mis padres (distraídos como estaban por sus propios enardecimientos) depositaron toda su confianza en mí.

Mi maestro solía venir a despertarme a la helada cabaña con techo a dos aguas donde vivía a las tres de la mañana («la hora de los santos y los maestros», según decía), y me llevaba a una pequeña celda de adobe para iniciarme en unos ejercicios respiratorios de yoga muy estrictos que me dejaban paralizada durante unos instantes. Luego me envolvía en una manta y me tenía abrazaba hasta que regresaba a mi cuerpo, toda temblorosa.

Meditaba. Meditaba por las mañanas antes de ir a la escuela y también por las noches, antes de cenar. Meditaba cuando me acostaba para dormir y cuando me despertaba de noche. Tenía visiones. Veía colores, oía una música extraña y recordaba vidas pasadas. Traspasé el velo de maya, que vuelve ilusorio todo lo que se puede experimentar con los sentidos. Y luego permití que mi maestro practicara el sexo conmigo, porque, según él, ese era un elemento crucial en mi liberación y, por lo tanto, en la liberación de todos los seres sensibles.

Como ya habrás visto, algunas de estas cosas fueron nefastas para mí. La más obvia fue el maltrato sexual, que tardé varios años de mi vida adulta en superar y por el que he ofrecido mi apoyo a mujeres y niñas que necesitaban reclamar la soberanía de sus cuerpos. Pero de lo que realmente quería hablar aquí es de que mientras me lavaban el cerebro para que entregara mi cuerpo a un hombre que no tenía derecho a beneficiarse de él, me estaban condicionando a considerar que el cuerpo era una ilusión de la que tenía que elevarme. La meditación era el billete que me llevaría a esta bendita trascendencia. Adoptando una postura determinada y cerrando los ojos, recurriendo a mantras y a visualizaciones, saqué mi pulgar espiritual viajé en autoestop a los confines del cosmos. Irrumpí en planos de la consciencia en los que me enfrentaba a toda índole de sucesos de naturaleza sobrenatural que me salían al paso, mientras mi problemático cuerpecillo mordía el polvo. Eso, a mi entender, era lo que implicaba ser espiritual.

Curarme de esos abusos no solo implicó escapar del maestro-charlatán, sino recuperar la santidad de mi cuerpo y encaminarme paso a paso hacia una manera más positiva de ver las cosas como ser femenino que soy. Este proyecto de recuperación se derramó en mi vida espiritual y permeó mi paisaje interior. Empecé a abandonar los estados alterados, a cambiar los deslumbrantes fenómenos paranormales por las bendiciones de «lo normal y corriente». Coqueteé con la posibilidad de habitar plenamente el momento presente, con la intención de explorar las cosas tal como son, y a mí misma tal y como soy. Empecé a buscar con instinto de curiosidad y simpatía. Mientras desarrollaba este método de atención plena, el impulso de estar presente me llevó más allá del cojín e hizo que me adentrara en el campo abierto de mi vida. Viví momentos en que veía todas las cosas con una mirada compasiva y sin temor: mi cocina, que estaba sucia; y la corrupción en la política; cambiar un pañal y cambiar una rueda; hacer el amor y reservar un billete de avión. Estos momentos fueron adquiriendo cada vez una mayor consistencia tras varias décadas de práctica.

No culpo a esa adolescente que fui por caer en la fantasía de que la vida espiritual consiste en trascender el cuerpo y, por consiguiente, en permitir que mi cuerpo fuera vulnerable a los abusos. Esa muchacha estaba en el camino correcto: hambrienta de verdades, sedienta de un amor que es tan grande como el universo, y preparada para todo. Era valiente, y era sabia también, pero confundió los fuegos artificiales con el sol.

Al final necesité marcharme al desierto y quedarme ahí sentada. Estuve sentada en silencio toda la noche, y así seguí, inmóvil durante todo el día, hasta que el paisaje dejó de revelarse como una tierra estéril y pareció repleto de vida. (¿Acaso no hacemos eso todos nosotros? ¿Acaso no necesitamos pasar un tiempo sumidos en la ignorancia bendita?).

No hay que tener miedo del vacío. Es en lo ilimitado donde encontramos lo real y reconocemos el rostro del Amor. Es en lo que no tiene fundamento donde encontramos el camino de regreso a casa. Cuando las ideologías religiosas y las prácticas espirituales que se les asocian empiezan a apartarnos de la vida en lugar de a conectarnos con el centro de nosotras mismas, ha llegado el momento de estar dispuestas a soltarlas, y a no tener ninguna prisa en substituirlas. Al contrario, podemos cambiar nuestro punto de atención y volver a depositarlo en lo normal y corriente, y bendecirlo con el don de nuestra atención plena. Y verás asombrada que desborda de luz sagrada.

La no dualidad

Es posible que, tal y como me ha pasado a mí, asocies la espiritualidad con el hecho de elevarte sobre la condición humana en lugar de encarnarla de manera consciente. Hemos enfrentado mente y cuerpo, elevado la abstracción por encima del compromiso. Hemos apostado por un sistema de creencias que nos acosa para que afirmemos la coidentidad esencial que mantenemos con lo Divino, aun cuando no la experimentemos de una manera subjetiva.

¿No es curioso que muchos de los que recorremos una senda espiritual en nuestros días hayamos tropezado con la trampa que dice que la devoción y el no dualismo son mutuamente excluyentes? ¡Los no dualistas se han vuelto rígidamente dualistas en este aspecto! Consideramos que el impulso devoto es un engaño, y establecemos que la conciencia absoluta tiene el rango de verdad absoluta.

Pero me parece que ahora me he quedado contigo. Permíteme que te ponga al día y te proponga algunas definiciones que funcionan. El no dualismo, conocido también como la no dualidad, es la creencia (sí, la creencia, como opuesta al hecho) de que la realidad última es indivisible, «que no hay dos». Date cuenta de que no se afirma que todo sea uno, sino que simplemente se da por sentado que en un estado de conciencia despierta todas las distinciones entre sujeto y objeto no existen; son trascendidas. No existe un «yo» opuesto a «los demás». Cualquier concepto de nosotros mismos como un ente separado de Dios se disuelve en el cielo abierto de la conciencia pura. Precioso, ¿no?, pero ¿por qué los no dualistas tienen que faltarle al respeto a los devotos?

El prejuicio que sigo viendo (sobre todo entre lo que yo llamo la gente neo-advaita vedanta, y que voy a intentar exponer aquí) dice así: la conciencia no dual es superior a la experiencia devota porque la devoción conlleva la creencia ingenua de que estamos separados del objeto de nuestro deseo (sea el Amor, sea Dios). El no dualismo capta la broma cósmica y sabe que es imposible estar separado del que amamos porque solo existe una realidad última, y nosotros formamos parte de ella. De todo ello se sigue que la devoción es una inclinación inmadura que surge de impulsos emocionales sublimados. En cambio, el no dualismo es un signo de madurez espiritual, y debería ser el objetivo de toda práctica espiritual (sin dirigirnos hacia ningún objetivo en concreto, por supuesto, porque eso sería dualista).

Este argumento no es justo; y no es femenino. Y con eso quiero decir que si lo femenino nos habla de la encarnación y la materialización (que es lo que yo defiendo en este libro), se queda directamente en el reino de las formas. Y en las formas existe tanto la separación como la unidad. Tenemos cadenas montañosas y píceas azules, ciudades interiores y bares de mala muerte, ancianos turistas blancos y feministas radicales negras. Tenemos a adolescentes en las cárceles mientras sus madres los echan de menos, viudas dolientes y maridos que coquetean, personas a quienes la práctica de la meditación las insta a ponerse al servicio de los marginados y personas a las que todo eso les importa un bledo. En este mundo hay una multiplicidad gloriosa y desordenada. A veces sentimos que Dios está muy lejos, y por eso anhelamos su presencia; no porque creamos que Dios y el yo estén separados en último término existencialmente, sino porque aquí, en nuestra realidad relativa, nuestras almas anhelan regresar al lugar de donde proceden: al amor absoluto.

Por esa razón, cuando nos involucramos en prácticas devotas como entonar los nombres de lo Divino en cualquiera de las lenguas sagradas del mundo o en hacer ofrendas a Cristo, a Krishna o a Quan Yin, abrimos el corazón, y los corazones son infinitos. Ahí es donde despertamos a la verdad esencial del no hay dos. Y eso no es un -ismo; es una realidad vivida, germinada en la tierra rica y oscura de nuestra experiencia devota, poblada de formas. En lugar de servir de obstáculo para la conciencia indiferenciada, la devoción se convierte en el camino que la mística Juliana de Norwich llamó «el ser uno». La postura del «son dos» (el insignificante yo que languidece por lo divino) se convierte en el trampolín que nos lanza hacia el infinito paisaje del no son dos. Y esta experiencia de unidad con el Todo (que, por naturaleza, suele ser efímera) llena nuestros corazones y nos insta a dedicarnos de nuevo a nosotros mismos.

Nunca he sentido que el sublime silencio de lo informe se contraponga al anhelo y la alabanza de Dios. A mi entender, somos seres lo suficientemente grandes para sintetizar estos atributos en apariencia opuestos y convertirlos en una tercera verdad firme y plena de vida. No es preciso que nos adhiramos a un dogma en particular (ni siquiera lo necesitan esas personas que parecen especialmente iluminadas) para ser guiados de nuevo a casa, a lo divino. La mayoría de los místicos que adoro han vivido un híbrido de experiencias y visiones similares de lo devoto y lo no dual. Quizá tú formes parte de esta rama de exploradores.

Comprometámonos a seguir una práctica, e incluso inventémosla, que sintamos que se alinea con nuestra propia sensibilidad espiritual. Confiemos en el conocimiento innato de nuestras almas, lancémonos al misterio. Practiquemos en diversos espacios, con distintas comunidades y también solos, y permitamos que nuestros límites se fundan con el Uno. Y luego, volvamos a abrir nuestros corazones cuando recordemos la insoportable belleza de la invisible faz del Amado.

Quizá la verdad más profunda que existe sea que todos somos seres interespirituales.

( Extraído del fragmento gratuito en Amazon )

Fuente: Mirabai Starr. Misericordia salvaje (Kairós, 2019)