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Extractos - Javier Melloni

"El Padre y yo somos uno"

Por Javier Melloni
El Cristo inerior

No hay otra razón de existir que estar llamados a participar de la experiencia y la existencia no-dual de Jesús con el Absoluto. Le oímos decir repetidamente: Yo y el Padre somos uno (Jn 10,30); El Padre está en mí y yo en el Padre (Jn 10,38); Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí (Jn 14,11 ). En el yo de Jesús estamos todos. Así lo dice explícitamente y por tres veces: Que todos sean uno, como Tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos en nosotros sean uno (Jn 17,21.22.23). Este ser uno no se refiere únicamente a estar unidos entre nosotros, formando su Cuerpo, sino a ser uno con Dios como él es uno con la Fuente. Esta insistencia en que participemos en su experiencia y en su naturaleza nos introduce en la teología de la divinización. Estamos en la alta cristología del cuarto evangelio que se eleva como un águila por encima de los sinópticos.

A través de Jesús los cristianos reconocemos que lo divino se ha manifestado en lo humano para que lo verdaderamente humano se reconozca divino. Como en Dios no hay tiempo, el que una vez se haya introducido en lo humano significa que está en lo humano desde siempre, aunque en nosotros se manifiesta en forma de proceso. A través de Jesús estamos llamados a participar plenamente de esta unión. Unión que no disminuye la trascendencia divina, sino que revela la identidad última de nuestra naturaleza y de la realidad toda.

Jesús es el ser humano plenamente desalojado en el que todo su espacio es de Dios y para Dios porque todo él se sabe proveniente de Dios. Jesús es lo que acontece cuando alguien se abre plenamente a la acción de Dios. Entonces es recreado, prolongado una y otra vez. Como Dios es el Ser que contiene a todos los seres, ser espacio de Dios en Dios significa espaciarse para los demás y recibir cada instante y cada cosa como una teofanía.

Tal es el misterio que había sido mantenido oculto durante siglos enteros y que ha sido revelado ahora, en la plenitud de los tiempos (Rm 16,25-26). Esta plenitud se da siempre que este misterio se manifiesta. Estamos llamados a participar de la esencia de Cristo Jesús por el mismo don que él participa de la nuestra. Tal es el sentido de lo que llamamos la encarnación de Dios, que es inseparable de la divinización de lo humano. Este doble movimiento de descenso y de ascenso se hace a través de la donación y de la conciencia.

Si los Evangelios contienen este crescendo en la comprensión que los discípulos tienen sobre la persona de Jesús, también en la reflexión dogmática de los cuatro primeros siglos se percibe esta progresión. Y debería seguir creciendo. Donde culmina la cristología comienza una nueva antropología. Jesús es la revelación de lo que somos todos. De este modo, podemos decir con el Maestro Eckhart: El Padre me engendra en tanto que Hijo. Pero todavía digo más: no sólo me engendra en tanto que su Hijo, sino que me engendra en tanto que Él mismo, y Él se engendra en cuanto a mí y a mí en cuanto a su ser y su naturaleza. Y es que, en la fuente más interior, brotamos del Espíritu; allí hay una Vida, un Ser y una Obra.

Nos cuesta aceptar que estamos llamados a participar de la misma experiencia y la misma naturaleza de Jesús. También sus interlocutores se turbaron, escandalizaron o resistieron. Jesús les tuvo que recordar: ¿No está escrito en vuestra Ley: "Yo dije: sois dioses"? (Jn 10,34). Pero no lo pudieron aceptar, como tampoco lo hicieron cuando les ofreció comer su carne (Jn 6,53-66). ¡Qué dura es esta doctrina! (Jn 6,60). Se retiraron y volvieron para eliminar a Quien tuvo la audacia de proponerlo. La conciencia de nuestra precariedad y nuestra mezquindad hace que digamos como Pedro después de la pesca en el lago: ¡Apártate de mí, Señor, que soy un pecador! (Lc 5,8). Podemos quedarnos en la orilla, sin adentrarnos en el agua profunda, o podemos escuchar las palabras de Jesús: Remad mar adentro (Lc 5,4). En las profundidades de ese Mar hay unos peces que no nadan por la orilla y cuyas entrañas contienen un tesoro: el sello de nuestra imagen y nuestra semejanza divinas. Cristo Jesús nos impulsa a ir a mar abierto y echar las redes en el fondo de nuestras aguas.

Ahora ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que seremos. Cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como es (1Jn 3,2). Esta manifestación futura no se refiere sólo a la otra vida, sino también a la claridad de ésta. No conocemos el alcance de ser hijos. La filiación indica participación en el mismo linaje, una misma identidad en la diferencia. Una diferencia que no es distancia, sino distinción de los contornos de cada ser. Hay un modo de vivir la especificidad que perpetúa la dualidad: 1 + 1 = 2. Aquí la identidad está blindada y sólo es posible la yuxtaposición. Tampoco se trata de la unión fusional que lleva a la confusión: 1 = 1. Hablamos de una diferencia en la identidad y de una identidad en la diferencia que mantiene y hace fecunda la unidad: 1 x 1 = 1. Ver a Dios tal cual es significa que cuando le vemos nos vemos a nosotros mismos y que cuando Él nos mira se ve a sí mismo, sin separación ni disolución. Alma, buscarte has en Mí, y a Mí buscarte has en ti, decía santa Teresa en boca de Dios. De este modo, estamos más allá de la dualidad que nos separa y del monismo que nos confunde. Lo que veremos es la totalidad de lo Real de la que formamos parte en un éxtasis de mismidad.