Extractos - Paul Brunton
El misterioso yo superior
Por Paul BruntonEl hombre, tal como es realmente, y como ha sido eternamente y lo seguirá siendo, es un ser espiritual. La vida en el cuerpo físico no niega la verdad de esta afirmación. Los sentidos materiales mantienen al hombre bajo una sugestión hipnótica y, como son muy reales, a su manera hacen que el hombre los confunda con su verdadero yo. El cielo nos rodea, no sólo en los inocentes días de la infancia, sino en todo momento de la existencia, aunque no lo sepamos. Algunos pocos están cerca de esta verdad e inconscientemente esperan el momento milagroso del reconocimiento. Basta que se les hable de ello con el tono apropiado para que la esperanza ilumine sus almas. Esa esperanza es la voz silenciosa del Yo Superior.
Resulta un tanto irónico que el mismo yo del hombre ―su verdadera naturaleza― se haya convertido en un secreto en nuestros días.
El hombre recorre solo los polvorientos caminos de la vida como aquel buscador antiguo que pasó años vagando en tierras extrañas, en busca de un tesoro raro del que había oído hablar, mientras que, en todo ese tiempo, era buscado como el heredero de una gran fortuna. Escondida entre los pliegues de nuestra propia naturaleza existe una joya rara, aunque lo ignoremos. Nadie se ha atrevido a ponerle precio, y a nadie se le ocurrirá hacerlo nunca, porque su valor está por encima de todas las cosas conocidas.
Debemos tratar, entonces, de buscar al Yo Superior, recorrer toda la gama de nuestros movimientos íntimos, tanto como podamos. Veremos entonces que el cuerpo y el intelecto no son todo nuestro ser, sino que el Yo Superior es testigo de ambos, es la fuente de completa paz, de inteligencia perfecta y de absoluta inmortalidad.
Nosotros, los de este siglo práctico, tenemos poca confianza en las proposiciones abstractas. Siempre desconfiamos de los pensamientos que nos alejan del mundo concreto. Desconfiamos y negamos los sistemas teóricos que parecen sostenerse en el aire.
Una técnica de autoanálisis
Sentado cómodamente en una silla, o postrado en una alfombra a la moda oriental, respirando quieta y rítmicamente, ciérrese los ojos y déjese que el pensamiento vague sobre la cuestión de lo que se es realmente.
Se está a punto de emprender la gran aventura de la propia investigación.
La clave del éxito está en pensar lentamente. Se debe disminuir al máximo la rueda del pensamiento; consiguientemente, no podrá él ir de una cosa a otra, como lo hacía antes. Piénsese pausadamente. Luego formúlese las palabras mentalmente, con gran cuidado y precisión. Elíjase y selecciónese cada palabra con precisión. Haciéndose así se clarificará el pensamiento, porque no se podrá hallar una frase clara y definitiva hasta que no se lo haya hecho así.
En primer lugar, obsérvese el trabajo del intelecto. Obsérvese cómo los pensamientos se suceden unos a otros en una interminable secuencia. Entonces trate de comprender que es otro el que piensa de ese modo. Pregúntese a continuación:
―¿ Quién es este pensador?
―¿Quién es este “yo” que duerme y despierta; que piensa y siente; que habla y obra? ¿Qué es eso en nosotros a lo cual llamamos “yo”?
Aquellos que creen que la materia es lo único que existe, dirán que es el cuerpo, y que el sentimiento del “yo soy” surge en el cerebro al nacer y desaparece en la muerte y la desintegración del cuerpo.
Pues bien, para entender la verdadera naturaleza de este misterioso “yo” y descubrir su verdadera relación con las funciones del cuerpo y del cerebro, debemos realizar un análisis penetrante de la personalidad del yo aparente.
Esta clase de conocimiento propio no implica un simple examen y clasificación de nuestras virtudes, vicios y cualidades. Es una especie de investigación en la esencia misma de nuestro espíritu. Evocar al hombre verdadero dentro de nosotros significa evocar nuestra inteligencia espiritual. Cuando podamos entender lo que hay detrás de los ojos que nos miran cada mañana desde el espejo, entenderemos el misterio mismo de la vida.
Si contemplamos con fijeza el misterio que hay en nosotros, el misterio divino del hombre, eventualmente éste se someterá y nos revelará el secreto. Cuando el hombre empieza a preguntarse quién es, ha dado el primer paso por un sendero que terminará únicamente cuando haya encontrado la respuesta. Porque hay una revelación permanente en su corazón, aunque él no la entiende. Si el hombre enfrenta la parte oculta de su espíritu y trata de rasgar el velo que la cubre, el persistente esfuerzo le otorgará su recompensa.
El mundo está en una continuada condición de flujo, y el hombre parece ser una masa de pensamientos y emociones cambiantes. Pero si se toma el trabajo de realizar un análisis profundo de sí mismo y de reflexionar tranquilamente, descubrirá que una parte de él recibe el torrente de las impresiones del mundo externo, y otra registra los sentimientos y los pensamientos nacidos de estas impresiones. Esta parte más profunda es el ser verdadero del hombre, el testigo invisible, el espectador silencioso, el Yo Superior.
Hay una cosa acerca de la cual el hombre jamás duda. Existe una creencia a la cual cada hombre siempre se aferra durante todas las vicisitudes de la vida. Es la fe en su propia existencia. Nunca se detiene un instante a pensar: “¿Existo?”. Lo acepta como una verdad inconmovible.
Yo existo. Esa conciencia es verdadera. Se mantendrá a lo largo de toda la vida. De ello podemos estar completamente seguros; pero no podemos ya estar tan seguros de sus limitaciones a un armazón de carne. Concentrémonos, enteramente, sobre tal certidumbre: la realidad de la propia existencia. Procuremos ahora localizarla concentrando nuestra atención solamente en la noción del yo.
De este modo, por tanto, se forma un buen punto de partida para nuestra investigación, ya que esta idea tiene una aceptación universal. El cuerpo cambia; se hace débil o fuerte se mantiene sano o enfermo. La mente cambia; sus modos de pensar se alteran con el tiempo; sus ideas están en un constante flujo. Pero la conciencia del “yo” persiste inmutable desde la cuna a la tumba.
Hoy soy feliz... mañana seré un desdichado... Estos cambios de modo no son sino accidentes o incidentes en la continuidad del yo. Los modos de la mente y del corazón cambian y rasan, pero a través de todos ellos el yo permanece inalterable entre los que cambian, espectador del Show de este mundo. Tenemos conciencia de todas esas cosas a través del “yo”, del ser; sin él no habría nada, en absoluto. El sentimiento del “yo soy” no puede desaparecer.
Por lo tanto, conocerse a sí mismo es encontrar ese punto de la conciencia desde el cual puede tener lugar la observación de esos modos cambiantes.
Es una triste evidencia de que el hombre ha perdido su centralidad, su espiritual centro de gravedad, el que este punto haya pasado por lo general totalmente inadvertido.
El “yo” se convierte de este modo en la desventurada víctima de muchos diferentes deseos y pensamientos contradictorios, hasta que su integridad espiritual le es reintegrada.
“Un hombre cree generalmente conocer lo que él significa y entiende por su yo. Puede dudar de otras cosas, pero en esto se siente seguro. Imagina que con el término yo, expresa a la vez que él es y lo que es. Y, naturalmente, el hecho de su propia existencia está en cierto modo fuera de duda. Pero precisar en qué sentido su existencia es tan evidente, es otra cosa”. Así escribe F. H. Bradley, pensador y filósofo inglés.
De este modo, el primer paso consiste en un análisis de la constitución del hombre. Empezamos descendiendo dentro de nosotros mismos. Porque en nuestras raíces más profundas mora lo divino.
¿De dónde proviene esta conciencia del “yo”? Persiste por debajo de los cambios de modo de la mente; resiste a todas las mareas de los sentimientos; sobrevive a todos los accidentes y vence al tiempo.
El despertar de la intuición
Es posible favorecer el desarrollo espiritual, al llegar a esta etapa, observándose a sí mismo durante esos raros momentos que se presenten en el día. Uno puede interrumpirse de repente, y observar lo que está haciendo, sintiendo, diciendo o pensando; pero tal observación debe hacerse con espíritu imparcial e impersonal.
―¿ Quién está haciendo esto?
―¿Quién siente esta emoción?
―¿Quién dice esas palabras?
―¿Quién está pensando estos pensamientos?
Háganse estas preguntas a uno mismo, in petto, tan a menudo como sea posible; pero las mismas deben ser repentinas, abruptas. Espérese luego, en calma una respuesta interior de la intuición. En la medida de lo que sea posible, no se piense en otra cosa. Esta investigación introspectiva no tiene por qué ocuparnos más de uno o dos minutos, a ratos perdidos. Una respiración más lenta, que se practique con este ejercicio, puede ayudar mucho en la observación e investigación del yo.
De este modo empezaremos a quebrar la actitud complaciente que acepta el punto de vista del yo personal basado en el cuerpo, y a liberarnos de la ilusión de que la persona exterior es el ser completo del hombre. La práctica que consiste en observarse uno mismo, sus deseos, sus estados de ánimo y su acciones, es especialmente valiosa porque tiende a separar a los pensamientos y a los deseos del sentido egoísta que le es normalmente inherente, y de este modo tiende a salvar a la conciencia de ser ahogada eternamente en el mar de los cinco sentidos físicos. Además, así se reforzará positivamente el trabajo que se realiza para penetrar en el llamado inconsciente durante los períodos de reposo mental. En verdad, podría decirse que las tres prácticas: la observación de sí mismo, el reposo diario y la respiración rítmica, se complementan. Todas tienden a vencer la tendencia que nos lleva hacia una completa identificación con el cuerpo, los deseos y el intelecto, considerados hoy como normales y naturales.
La raza humana ha cedido a esta tendencia desde tiempos inmemoriales, y por eso ha surgido la identificación corriente del yo con el cuerpo. El remedio consiste en eliminar gradualmente estas tendencias buscando repetidamente el yo verdadero, el Yo Superior, en los momentos de reposo mental y mediante una constante observación de sí mismo, a ratos perdidos, durante el día. Por muy arraigadas que estén en uno aquellas tendencias, es posible vencerlas, poco a poco, con ayuda de estas prácticas.
El intelecto, que se inmiscuye repetidamente en esta investigación, cede por fin a la costumbre y automáticamente empieza a presentarnos nuestras emociones, deseos, pensamientos y acciones, cambiados y a la luz del Yo Superior, es decir, como promovidos por él, como cosas que experimentamos dentro de nosotros; pero en realidad son respuestas mecánicas a estímulos exteriores.
Uno de los resultados inevitables de estas prácticas es que vuestra actitud en relación a las cosas, las personas y los acontecimientos, empezará a cambiar gradualmente. Es que comienzan a manifestarse las cualidades que son inherentes al Yo Superior, las cualidades de nobleza, perfecta justicia, el tratamiento del prójimo como a uno mismo.
Volcar la mente de uno, repetidamente, a ese que es el silencio espectador dentro de uno mismo, y fijarla allí. Esta interiorización es un proceso mental, una actividad intelectual basada en una indagación de sí mismo, pero en la etapa que sigue hay una entrega de todos los pensamientos al sentimiento intuitivo que surge desde adentro y el cual nos conduce a la percepción de lo más profundo que hay en nosotros.
Siempre se ha ejercitado el intelecto y las emociones; muy raramente la intuición. De ahí que sea necesario cambiar, haciendo surgir al sentimiento intuitivo de su estado latente, tantas veces como sea posible. Llevará su tiempo esta búsqueda de la justa intuición, pues habrá que buscarla entre la confusión de sentimientos y pensamientos que forman normalmente nuestro yo interior; pero el esfuerzo persistente nos ayudará.
No existe momento en el día que no se pueda cambiar provechosamente el curso de los pensamientos y comprobar la presencia del Yo Superior. Como el jinete al caballo, es necesario llegar a tener en las manos las riendas de nuestra mente, acicateándola de vez en cuando si es necesario. En esta búsqueda, al principio, se encontrará la conocida obscuridad espiritual, el estado habitual de alejamiento del Yo, de sumisión a los deseos o a las repulsiones, que responderán mecánicamente a las propias demandas. Pero si se continúa con estas prácticas, gradualmente se abrirá el camino de la libertad interior.
No existe felicidad para el hombre que no es libre. Se trate de un rey, cuyos deberes lo encierran en palacio, o del presidiario encadenado en su celda, repetimos lo obvio al afirmar que el alma prefiere la libertad. Esta es una alusión a la esencia de la dicha verdadera. La libertad, eterna, intangible, forma necesariamente parte de su naturaleza, y una libertad de tan rara naturaleza no puede encontrarse en otra parte excepto en el Yo Superior.
Se procede de este modo, por medio de grados imperceptibles, siguiendo al pensamiento en su viaje de retorno a su invisible hogar. Pero en tanto se esté en servidumbre con el pensamiento, la intuición estará fuera de nuestro alcance.
Debe seguirse el camino del constante examen de uno y se llegará a utilizar el pensamiento como auxiliar de la liberación propia. Los interrogantes mismos que uno se haga serán los peldaños que nos llevarán a ese estado indudable del Yo Superior.
Se comprenderá mejor la racionalidad de este método de triple práctica: quietud mental, plácida respiración y auto observación, mediante el estudio de la relación del hombre con el Yo Superior que presentamos a continuación.
Se puede decir que nuestra “persona” existe en virtud de la imposición de la vida, y con la autorización del Yo Superior. Los pensamientos y deseos, así como las acciones resultantes de una persona, por lo general, casi se hallan enteramente ocupados con cosas que pertenecen al mundo exterior. Podemos imaginar al yo personal instalado en el cuerpo del hombre y ocupado sin cesar en inspeccionar el mundo que lo rodea a través de las ventanas de los cinco sentidos. La consecuencia de esta preocupación por los objetos exteriores es que nuestro yo personal se siente sin cesar atraído, o rechazado por esos objetos; en estado de pensamiento constante, de deseo, o de movimiento, hasta que olvida enteramente su lugar de nacimiento, que es el Yo Superior. De este modo ha caído en la situación engañosa del ser que, no solamente ha perdido todo recuerdo de su Padre, sino que en verdad niega toda posibilidad de la misma existencia de ese Padre.
Ese lugar, del cual han surgido los pensamientos, es el verdadero ser del hombre, su yo real. Entre dos pensamientos, entre dos respiraciones, existe un lapso imperceptible, no conocido, donde el hombre se detiene entonces por una fracción de segundo. En esta pausa, breve como un relámpago, vuelve a su Yo primordial, vuelve a encontrar su ser real. Si esto no fuera así, si no se produjera mil veces al día, el hombre no podría continuar existiendo y su cuerpo caería al suelo, como una pobre masa de materia inerte. Porque el Yo es la fuerza oculta de la vida, la fuerza que lo sostiene y lo hace vivir, y estos constantes regresos a la fuente permanente permiten al hombre captar la fuerza vital necesaria para existir, pensar, sentir. Esos tenues fragmentos del tiempo son experimentados por cualquiera, pero reconocidos en su verdadero valor sólo por unos cuantos. Eso es, está eternamente, pero el hombre, el ser personal, existe, “proviene de él” solamente por un tiempo.
Las verdades más grandes se presentan a veces sin ser anunciadas. Sólo sabemos que ayer no podíamos aceptarlas, pero hoy nos aferramos a ellas. Así ocurre al hombre cuando los primeros rayos del sol de la inmortalidad empiezan a brillar débilmente para él.
Se llegará a descubrir, si uno se entrega plenamente a estas sensaciones, que se tiene menos inclinación a dejar invadir nuestra mente con ondas de pensamientos, y que se les puede ordenar que se queden quietas. Los pensamientos vendrán y se irán con creciente lentitud. Si se puede, procúrese evitar toda forma de pensamiento. Pero esto supone un grado de adelanto muy grande, un grado que no debemos tratar de alcanzar, porque en ese caso sólo lograríamos un vacío artificial. Esto debe presentarse por sí solo, a través de la obra interior del ser espiritual “subconsciente”.
La detención del pensamiento no es necesariamente un medio de obtener la conciencia de nuestro divino yo; si así fuera, los epilépticos tendrían el poder espiritual de un Cristo y los lunáticos poseerían la sabiduría de Buda. Pero lo cierto es que hemos recubierto nuestra naturaleza divina con pensamientos y deseos; por lo tanto, debemos proceder a desnudarla, si queremos conocerla. De aquí la diferencia ―y es una diferencia muy grande― entre el débil mental que mira al vacío con ojos vidriosos y el místico que mira con ojos brillantes a un aparente vacío; es la diferencia entre el que ha perdido el poder de pensar sin alcanzar el conocimiento del ser interior, y aquel que ha vencido la tiranía del pensamiento y puede interrumpir la acción del mismo a voluntad, mientras conscientemente percibe la presencia de su verdadero yo espiritual.
El pensamiento, tal como lo conocemos, no es más que un pesado velo que echamos sobre el hermoso rostro de la divinidad que vive dentro de nosotros. Si se levanta un poco el velo, dejando descansar a la mente como un barco que entra a puerto y se queda quieto, de algún modo se percibirá una belleza que jamás se olvidará.
¿Es realmente posible la consciente cesación del pensamiento? La mejor respuesta a esta pregunta es apelando a la experiencia directa. Los hombres que han explorado las profundidades del alma han llegado por último a un punto en el cual han tenido que detener su búsqueda, porque sus pensamientos quedaron interrumpidos. La mente puede compararse a una rueda en constante movimiento, y el pensamiento no es más que el resultado automático de este movimiento. Cuando la rueda llega a detenerse, de seguro que todo pensamiento cesa.
Algunas personas sin experiencia dirán que poner fin a los pensamientos es lo mismo que poner fin a la conciencia. La experiencia real del proceso revela que éste no es el caso, que una conciencia nueva y extremadamente intensa reemplaza a nuestra conciencia normal. Sólo tenemos que diferenciar la pura conciencia de la facultad de pensar.
La muerte es el secreto de la vida. Debemos vaciarnos si queremos ser llenados de nuevo. Cuando la mente se ha librado de todos sus pensamientos, se crea un vacío. Pero esto sólo puede durar unos pocos segundos. Entonces una misteriosa corriente de vida divina habrá de entrar en nosotros. Los antiguos místicos confundieron esto con el descenso del Espíritu Santo.
Es en este estado de la cesación del pensamiento consciente que la verdad de nuestro propio ser, hasta ahora oculto por nuestra actividad, nuestros deseos y pensamientos, se revela finalmente en la grandeza sublime y espiritual. Si es posible, suspéndase la corriente de pensamientos y contémplese fijamente al Pensador. Déjese que el intelecto se tome un descanso, y vigílese atentamente el vacío que parece haber quedado en la conciencia.
La conciencia del Yo Superior equivale al estado profundo del sueño sin manifestaciones oníricas, con toda su serenidad y toda su paz; pero en lugar de la oscuridad y el olvido, hay aquí una conciencia totalmente presente. Si tan solamente llegáramos a levantar el velo de la inconsciencia, que cubre el sueño profundo, descubriremos entonces el sentido del cielo y de la tierra. Y del mismo modo que todo pensamiento cesa al llegar a este estado, el estudiante que alcanza dicho estado descubre que todos sus pensamientos cesan. Para la mente occidental es difícil concebir un estado en que la conciencia del hombre exista sin pensamiento, pero tanto la práctica como la experiencia pueden verificar esto.
La teoría de los electrones de la ciencia moderna nos proporciona una analogía apropiada del Yo Superior. Esta teoría nos presenta al átomo como a un universo en miniatura o, mejor todavía, como a nuestro sistema solar. En el centro de este sistema atómico tenemos una carga de electricidad positiva, alrededor de la cual, una nube de cargas eléctricas negativas (los electrones) giran. Las cargas positiva y negativa se neutralizan, de manera que el átomo no se quiebra normalmente. De tal modo que hay una carga positiva que está en reposo en el centro y hay unas cargas negativas que se mueven en torno a ese centro. El punto de Quietud Absoluta alrededor del cual giran los electrones puede compararse al verdadero yo y los electrones a sus aditamentos: el intelecto, la emoción, el cuerpo. El Yo Superior del hombre es inmutable.
Encontrar el alma es simplemente recurrir a nuestro original estado. Nosotros fuimos seres puramente divinos en algún lejano pasado, y no estuvimos obstaculizados por las cubiertas del pensamiento y del cuerpo. Todavía somos seres divinos, pero nuestras envolturas carnales han hecho que nos olvidemos de lo que somos. De ahí que mirar a través de aquellas sea ver en nuestro propio ser, el yo.
Debemos vernos a nosotros mismos como lo que realmente somos, no como prisioneros del cuerpo, como cautivos en la jaula de los pensamientos encadenados por pasiones transitorias. Nuestra conciencia está dominada por estas diversas formas. Todo el arte de la meditación y la concentración consiste en romper nuestras cadenas y surgir como espíritus libres.
En una antigua escritura hindú leí estos versos:
Porque olvidé mi unidad contigo,
Porque, necio, hice de mi cuerpo el yo,
Porque no supe que morabas en mí,
Por todo ello vagué en los infiernos...
Porque al arrojar a mi verdadero ser me encadené
El despertar del Yo Superior
La iluminación de la mente y el corazón es el momento más maravilloso en la vida de un hombre o de una mujer.
Encontrarse a sí mismo... encontrar al Yo Superior, y se empezará a descubrir el sentido de la vida y el misterio del universo. Detrás de cada uno de nosotros está el Yo Superior, tranquilo como el cielo sin nubes, sabio de la sabiduría que la naturaleza ha recogido en muchos millones de años de existencia, fuerte como para darnos lo mejor que la vida puede ofrecer.
Permitidme que recuerde las palabras de alguien que tenía plena conciencia de esto, un humilde carpintero que se convirtió en Maestro y vagó por las riberas de Galilea con unos cuantos discípulos, hace más de mil novecientos años. Él les dijo: “Pedid y se os dará; buscad y lo encontraréis; llamad y se os abrirá”.
Estas palabras son tan verdaderas hoy como lo eran entonces. El hombre-dios que las pronunció aparentemente se ha ido de nuestro medio, pero las divinas verdades a las cuales dio voz serán siempre un tesoro para la humanidad.
Aquellos de nosotros que hemos podido echar una rápida mirada al interior de nuestro propio ser, hemos quedado estupefactos. Retrocedemos, azorados, ante las insondables posibilidades del Yo Superior. El hombre, como entidad espiritual, posee una infinita capacidad de sabiduría, y recursos asombrosos de felicidad. El hombre tiene en sí mismo la infinitud divina y, sin embargo, se contenta con los pequeños placeres de su breve paso por la tierra, como si no fuera más que un insecto. Cuando un hombre alcanza la cima de la verdad, es capaz de gozar de su propio tesoro interior, recibir desde adentro esa felicidad que, hasta ese momento, había buscado en las cosas exteriores. La Verdad, la Belleza, el Poder, la Sabiduría y la Paz, son los atributos del Yo Superior, de ese yo divino que espera ser descubierto. Y él nos revelará todo lo que hay en nosotros de idealista, de comprensivo y de noble. Sin embargo, tenemos que aprender el verdadero significado del verbo “Ser”.
En las profundidades de nuestro milagroso ser, descubrimos que somos parte de una vida inmensa, cuya esencia es una paz eterna, cuyo propósito es ser extremadamente benevolente y cuya existencia jamás puede perecer.
Sí, esta es, en verdad, la “patria-hogar” de todos los hombres.
Esta condición intemporal en la cual nos hemos descubierto, ha sido admirablemente descrita por los sabios hindúes como el “Eterno Ahora”.
“Aquél que conoce su propia naturaleza conoce el cielo”, declara Mencio, el discípulo chino de Confucio.
El espíritu propio del hombre permanece inalterable, mientras que su yo personal sufre todas las vicisitudes de la suerte, los avatares de la desgracia. Es el elemento indestructible, el testigo silencioso y eterno que un día tendrá que reconocer, rindiéndole homenaje. Es una luz que ningún poder es capaz de extinguir. Es el espíritu inmortal del hombre, benigno y tolerante, hermoso e incambiable.
Estamos tan cerca del dios interior como lo estaremos siempre. Por el momento nos convenceremos por la experimentación y la experiencia. El Alma vela en secreto este gran tesoro; vayamos a descansar en el centro de nuestro ser y descubramos los brillantes y los rubíes que allí hay ocultos.
El Yo Superior es el verdadero ser, el divino habitante de este cuerpo, el Testigo Silencioso que habita en el corazón del hombre. El hombre vive todos los instantes de su existencia en presencia de este yo divino, pero el velo de la ignorancia lo envuelve, volviéndolo ciego e insensible. Esta doctrina es, en verdad, una de las más difíciles de justificar. ¿Cómo puede explicarse al hombre mortal y lleno de preocupaciones que su yo espiritual puede existir a su lado, en la serenidad, bastándose a sí mismo, intangible y libre de toda traba? Temo que esta afirmación parezca absurda al hombre que tiembla ante la desgracia y se regocija con la perspectiva de bienes materiales. ¿Cómo podría yo decirle que se ha hipnotizado con la desesperación o con la exaltación y que, a pesar de todo, y paradójicamente, sigue siendo libre de la una y de la otra? El “hombre de mundo” ridiculizará esta afirmación, mientras que el teólogo la rechazará.
No existe sino una respuesta a este sorprendente enigma, una sola autoridad suprema a la cual se puede acudir: es la autoridad de la experiencia personal, es la comprensión más completa y directa de que todas estas cosas son ciertas.
El conocimiento del yo es la base primordial y absoluta de toda ciencia de la verdad. Nuestro pensamiento primero y predominante es nuestro “yo” en su sentido más amplio. Trazar este pensamiento hasta su fuente y cuando se haya encontrado AQUELLO en lo cual surge, se habrá encontrado el Yo Superior, La Verdad, la Sabiduría... ¡Dios!
Algunos objetarán que el altar interior está envuelto en la oscuridad y que por lo tanto el camino para llegar a él es infranqueable. Pero no debemos dejarnos acobardar por estos pensamientos temerosos. El santuario no es inaccesible y si en nuestros días son muy pocos los que parecen haberlo descubierto, es porque muy pocos se han tomado el trabajo de buscarlo a conciencia.
La verdad está escrita en el organismo del hombre al igual que en los libros más inspirados. En la vasta sociedad que forma el universo, el hombre está mejor colocado de lo que supone; y, en los momentos secretos de reposo mental, recibe sutiles sugerencias que le hacen presentir la grandeza originaria de su alma.
Esta sabiduría es la sabiduría más antigua del mundo. Por muy lejos que se busque o indague, antes de que la primera pluma se estampara sobre el papel, épocas anteriores a Buda y Zoroastro, esta sola y simple verdad de que el hombre puede unirse conscientemente con lo divino mientras que su cuerpo se ejercita, fue enseñada en la práctica de aquellos que aspiran.
La universidad de la experiencia que he descrito es un auténtico testimonio de su realidad. Las literaturas de todos los países, las filosofías y las religiones de todos los tiempos, confirman esta verdad. El griego Platón, habla de ello, de la misma manera que el americano Emerson; la encontramos en la filosofía del romano Porfirio y en la del alemán Fichte; resplandece en los dichos de Jesús, el sirio, e ilumina las palabras de Buda, el hindú.
Para el verdadero Vidente, todos los credos son iguales; aquellos que profesan la fe de Buda no son menos bienvenidos que los propagandistas de la fe de Cristo.
Diferentes pueblos en diferentes países han dado nombres distintos a las mismas experiencias secretas. Los cristianos la han llamado “la unión con Dios”, y los santos hindúes la denominan “la unión con el yo espiritual”. Los filósofos la describen como “una sumersión en el infinito”; otros como “el descubrimiento de la verdad”. Pero la etiqueta no importa; los sabios no discuten más sobre esto, porque las palabras no hacen más que indicar, pero no pueden describir la plenitud de una experiencia semejante.
Los místicos hebreos e hindúes, los filósofos platónicos y pitagóricos, los moralistas chinos y los moralistas cristianos... todos hablan el mismo lenguaje y tienen el mismo acento; todo depende de que sepamos escucharlos. Poco importa la diversidad de creencias y el número de teologías: Dios fue, es y será el único... porque está en nosotros.
La Verdad es la luz blanca del Espíritu que, proyectada sobre el prisma de la Humanidad, se fragmenta en rayos de colores tan diversos como los individuos que la reciben. Así, la experiencia del descubrimiento es igual en todo el universo; lo que difiere es la interpretación que se le da.