Artículos - Lester Levenson
Desapegarse para alcanzar la libertad última
Por Lester Levenson Versión PDFEl siguiente texto es un extracto de sus escritos autobiográficos inéditos, que ha puesto a nuestra disposición Hale Dwoskin, estudiante de Levenson durante dieciocho años y, actualmente, continuador del trabajo de su maestro.
Me encontraba en una situación límite. Se me había dicho que no diera un solo paso a menos que fuera absolutamente necesario, pues, si lo hacía, era muy posible que cayera muerto en cualquier instante. Fue terrible, aterrador, que de repente me dijeran que no podía hacer nada, cuando había sido un hombre tan activo toda mi vida. Fue horroroso.
Se apoderó de mí un intenso miedo a morir, a que la muerte pudiera llegarme en cualquier momento. Viví con este sentimiento durante días; pasé por un período de auténtico espanto, deprimido, como sumido en una vorágine, un período en el que todo me daba vueltas. Me atenazaba el terror a morir o a quedarme inválido para el resto de mi vida, lo cual me impediría realizar cualquier actividad. ¿Cómo me ocuparía entonces de todo, y de mí mismo? Sentí que una vida así no valía la pena.
Esto me llevó a tomar una determinación muy seria: o conseguía las respuestas que buscaba, o yo mismo acabaría con mi vida; ¡no iba a dejar que se encargara de ello un infarto! Además, podía hacerlo con facilidad, pues tenía la morfina que los médicos solían suministrarme para los cólicos renales.
Al cabo de varios días de sentirme dominado por el miedo a morir, de pronto me di cuenta: «Bueno, todavía sigo vivo. Mientras esté vivo, hay esperanza; mientras esté vivo, quizá pueda salir de esto. ¿Qué hago?».
Siempre fui un chico listo, siempre estuve en el cuadro de honor; incluso conseguí una beca de cuatro años para estudiar en la Universidad de Rutgers, y esto en una época en que las becas eran muy escasas y se conseguían por oposición. «Pero ¿de qué me vale eso ahora?… ¡Absolutamente de nada! Aquí estoy, con tanta brillantez a la espalda, sintiéndome todo lo infeliz y atemorizado que uno se puede sentir».
Entonces me dije: «Lester, no sólo no eras listo, ¡eras tonto, completamente tonto! Hay algo que no funciona bien en tu intelecto. Con todos tus conocimientos, y… ¡mírate, estás en un callejón sin salida! ¡Deja atrás todos esos conocimientos de filosofía, psicología, ciencias sociales y economía que tan laboriosamente has adquirido! ¡No te sirven de nada! Empieza de cero. Empieza de nuevo desde el principio a buscar respuesta a tus preguntas».
Desesperado y, a la vez, con un vehemente deseo de salir de aquello, de no morir, empecé a preguntarme: «¿Quién soy? ¿Qué es este mundo? ¿Qué relación tengo yo con este mundo? ¿Qué quiero obtener de él?».
– Felicidad.
– Bien, y ¿qué es la felicidad?
– Ser amado.
– Pero hay personas que me aman. Conozco a varias chicas muy atractivas, bellas, encantadoras e inteligentes que me quieren. Cuento además con el afecto de mis amigos; y sin embargo, ¡soy muy desgraciado!
Tuve la sensación de que lo más íntimamente conectado con la felicidad era el amor. De modo que empecé a revisar y a revivir mis últimas relaciones amorosas, fijándome en los episodios que me habían dado un poco de felicidad. Empecé a extraer y a diseccionar cada uno de los momentos álgidos de amor; y de repente ¡tuve el presentimiento de que los momentos más felices eran aquellos en los que era yo quien amaba!
Recordé un atardecer, un atardecer templado, agradable y hermoso estando acampado en las montañas con Virginia. Tumbados sobre la hierba contemplábamos el cielo, y yo la rodeaba con el brazo. El nirvana, la suprema perfección de la felicidad, era la realidad de aquel momento. ¡Qué dicha era amar así a Virginia! ¡Qué maravilla, el contacto con la naturaleza! ¡Qué puesta de sol tan perfecta!
Comprendí entonces que la causa de la felicidad ¡era el amor que sentía por ella!, no la hermosura del paraje ni el hecho de que ella estuviera conmigo.
Luego, inmediatamente, trasladé la atención a la otra parte: ¡era maravilloso cuando ella me amaba! Recordé el momento en que, públicamente, aquella bella y encantadora mujer había dado su aprobación a Lester, había dicho a todo el mundo que amaba a Lester. Al recordarlo, sentí que recibir su aprobación resultaba muy agradable; pero tuve la impresión de que no era algo tan importante como lo que había descubierto unos segundos antes. No era un sentimiento duradero; era una alegría momentánea. Para haber podido sentir esa alegría de forma continuada ella habría tenido que repetirme aquello mismo continuamente.
Por lo tanto, ¡el momentáneo bienestar del ego al sentirse elogiado no era tan extraordinario como el sentimiento de amarla! Cuando la amaba, me sentía feliz; sin embargo, cuando ella me amaba, sólo tenía yo momentos de felicidad si me sentía reafirmado por su aprobación.
Los días de meditación que siguieron fueron revelando gradualmente que estaba totalmente en lo cierto: era más feliz cuando la amaba que cuando, momentáneamente, mi ego se sentía satisfecho porque ella me amaba. El que ella me quisiera me porporcionaba un placer momentáneo, que exigía de ella posteriormente una constante demostración y ratificación de ese amor; en cambio, el amarla era una felicidad constante…, constante mientras la amaba.
¡Llegué a la conclusión de que sentirme feliz equivalía a sentir amor! Eso quería decir que, si era capaz de hacer que mi amor creciera, ¡mi felicidad crecería también! Éste fue el primer vislumbre que tuve en cuanto al origen del sentimiento de felicidad…, y fue un descubrimiento sobrecogedor, ya que apenas había conocido la felicidad en mi vida. Me dije entonces: «¡Eh!, si ésta es la clave de la felicidad, ¡lo que he descubierto no tiene precio!». La simple esperanza de poder sentirme más y más feliz era algo extraordinario, pues lo que más quería en el mundo era precisamente eso: felicidad.
A raíz de esto pasé muchas semanas revisando mis relaciones amorosas del pasado. Desenterré del pasado, uno tras otro, cada episodio en el que había creído amar a una mujer, y descubrí que era encantador y amable con las mujeres porque quería que ellas me amaran. Comprendí que aquello era puro egoísmo. Aquello no era amor. ¡Aquello era querer que mi ego se sintiera reafirmado!
Seguí revisando incidentes del pasado, y allá donde veía que no había amor en mí, cambiaba el sentimiento por el de amar a esa persona: en vez de querer que esa persona hiciera algo por mí, lo sustituía por el sentimiento de querer hacer algo por ella. Continué haciendo esto hasta que ya no quedó ningún incidente sobre el que actuar.
Esta percepción directa y profunda del amor, el ver que la felicidad estaba determinada por mi capacidad de amar, fue un descubrimiento grandioso. Empezó a liberarme; y, cuando uno vive totalmente acosado, ¡el más mínimo ápice de libertad es tal regalo…! Sabía que iba en la dirección correcta. Había conseguido un eslabón de la cadena de la felicidad, y estaba decidido a no soltarme de él hasta tener la cadena entera.
Me sentía más libre y, debido a ello, a mi mente le resultaba más fácil concentrarse. Esto me hizo contemplarla desde un ángulo más positivo; me pregunté entonces: «¿Qué es mi mente? ¿Qué es la inteligencia?».
De repente surgió, como un destello, la imagen de los autos de choque de un parque de atracciones, tan difíciles de dirigir que continuamente chocan unos con otros. Todos reciben su energía a través de una barra que conecta cada auto con el entramado metálico que se extiende sobre ellos. Y esa electricidad simbolizaba la inteligencia total y la energía del universo, que, a través de un conducto, descendía hasta mí y hasta todas las demás personas, y que utilizamos en la medida en que pisamos más o menos a fondo el acelerador. Cada conductor toma la cantidad de energía y de inteligencia que quiere a través de ese cable conector, pero conduce su auto a ciegas, y va chocando contra los demás autos, chocando y chocando sin parar.
Comprendí que, si lo deseaba, podía tomar tanta como quisiera de esa inteligencia total. Profundicé en esto. Empecé a examinar el pensar y su relación con lo que estaba sucediendo. Tuve entonces la revelación de que todo lo que sucedía tenía detrás de ello un pensamiento previo, y de que nunca antes había relacionado yo el pensamiento y el suceso, debido al elemento tiempo que existía entre ambos.
Cuando entendí que todo lo que me pasaba había ido precedido de un pensamiento, un pensamiento anterior a que tuviera lugar el suceso, me di cuenta de que podía tomar las riendas, es decir, ¡podía determinar conscientemente todo lo que habría de ocurrirme!
Y, sobre todo, comprendí que era responsable de todo lo que me había sucedido, pues siempre había pensado ¡que el mundo se estaba aprovechando de mí! Comprendí que toda mi vida anterior, todo el tremendo esfuerzo por hacer dinero y el haber fracasado después, ¡era fruto de mi forma de pensar!
Descubrir esto me regaló una gran parcela de libertad: el saber que no era víctima del mundo, que estaba en mi mano organizar el mundo tal como me gustaría que fuera; que en lugar de ser un producto del mundo, uno podía estar en su origen, por encima de él, ¡y organizarlo atendiendo a lo que quería que fuera el mundo!
¡Fue un descubrimiento indescriptible, un indescriptible sentimiento de libertad!
Estaba muy enfermo cuando empezó mi búsqueda; tenía un pie en la tumba. Y en el momento en que me di cuenta de que mi forma de pensar era la causa de lo que me estaba ocurriendo, inmediatamente percibí que mi cuerpo, desde la barbilla hasta los dedos de los pies, estaba en perfectas condiciones. Al instante, ¡supe que estaba en perfectas condiciones! supe que las lesiones y adherencias de mi intestino debidas a las perforaciones de úlcera ya no existían; supe que todo lo que había dentro de mi cuerpo funcionaba a la perfección. Y así era.
Descubrir que mi felicidad era proporcional a mi amor, descubrir que mi forma de pensar era la causa de todo lo que me ocurría en la vida, me dio una libertad cada vez mayor: libertad respecto a las compulsiones inconscientes, que me hacían sentirme obligado a trabajar, obligado a hacer dinero, a tener mujeres; libertad por el sentimiento de que ahora era capaz de decidir mi destino, capaz de controlar mi mundo, capaz de organizar mi entorno para adecuarlo a mí. Esta nueva libertad aligeró hasta tal punto mi carga interior que sentí que no necesitaba hacer nada.
Además, ¡era tan maravillosa la nueva felicidad que experimentaba! Sentía una dicha que no sabía que existiera; jamás había imaginado que la felicidad pudiera ser tan extraordinaria.
Decidí: «Si esto es tan extraordinario, ¡no voy a abandonarlo hasta llegar al final!». No tenía ni idea de que una persona pudiera ser tan dichosa. De modo que llevé mi indagación un paso más lejos para averiguar cómo extender aquella dicha; llevé un paso más lejos mi cambio de actitud respecto al amor. Imaginé que la chica a la que yo más quería se casaba con uno de mis amigos, o con el hombre con el que menos deseaba yo verla casada, y que luego me hacía feliz su felicidad por estar juntos. Consideré que éste era el extremo del amor, y que, si llegaba a él, seguiría creciendo aquel sentimiento nuevo e inefable que experimentaba en mi vida.
Así que me puse manos a la obra. Tomé a cierto individuo, Burl, y a cierta chica, y no cejé hasta sentir auténtica dicha por lo dichosos que eran ellos dos juntos.
Entonces supe que lo había conseguido…, o que casi lo había conseguido.
Más adelante me encontré ante nuevas pruebas de esto mismo al hablar con personas que oponían una férrea resistencia a mis palabras cuando trataba de ayudarles. Conscientemente, sentía yo un amor ilimitado hacia ellas mientras me atacaban. Y la dicha de amarlas era tan maravillosa que, sin pensarlo, les expresaba luego mi gratitud por haberme dado la oportunidad de hablar con ellas; se lo agradecía tan encarecidamente que de pronto se ponían muy nerviosas.
Pero era lo que sentía de verdad. Les agradecía desde el fondo de mi corazón que me hubieran dado la oportunidad de amarlas cuando se empeñaban en ponérmelo todo lo difícil que les era posible. Esto no se lo decía; simplemente les daba las gracias por haberme brindado la oportunidad de hablar con ellas.
Saberme capaz de hacer esto fue toda una revelación, pues sentí que, como había sucedido con otras cosas, me permitiría llevar el sentimiento del amor hasta el extremo último. Era capaz de amar a quienes se oponían a mí, y no iba a detenerme hasta divisar el final del listón de aquella felicidad que ahora tenía. Seguí ascendiendo, cada vez más alto, y en cierto momento dije: «¡Dios mío, no puede haber nada más elevado que esto!». Aún así, intenté dar un paso más, y llegué todavía más alto. Entonces creí, una vez más, haber alcanzado el punto álgido. A pesar de todo, continué ascendiendo, y dije luego: «¡Ah, no es posible que exista una felicidad mayor!». Y esto ocurrió una y otra vez… ¡hasta que me di cuenta de que la felicidad no tiene límite!
De repente me quedaba inmovilizado. Miraba mi cuerpo y no era capaz de moverlo, tan henchido estaba de éxtasis y dicha. Era realmente incapaz de moverme. Durante horas me elevaba sin límite, y luego me llevaba horas bajar y bajar hasta volver a ser el cuerpo y poder moverlo.
Al contemplar la fuente de energía e inteligencia, descubrí que era posible disponer de ambas en cantidad ilimitada, y que, para que me llegaran, simplemente necesitaba liberarme de todas las compulsiones e inhibiciones, de todos los enredos y complejos. Comprendí que, a lo largo de mi vida, aquella energía, aquella fuerza, había estado apresada, y que lo único que tenía que hacer era levantar los maderos que le cortaban el paso, y que eran mis complejos y compulsiones. Y eso hice. A medida que me desprendía de mis ataduras, iba retirando los maderos y permitiendo que fluyera la energía infinita, exactamente igual que fluye el agua de una presa si se quitan uno a uno los troncos que forman el muro de contención. Cuantos más troncos se quitan, más caudalosa es la corriente. Esto era cuanto necesitaba hacer: quitar los troncos y dejar que el poder y la energía infinitos fluyeran.
Al darme cuenta de esto, la energía que se hallaba justo detrás de mi mente pudo fluir y expandirse como nunca antes lo había hecho. Había ocasiones en que, al tener una súbita percepción instantánea de lo que soy, me inundaba de pronto tal cantidad de energía que me hacía saltar de la silla. Me sentía entonces impelido directamente hacia la puerta de la calle, salía y empezaba a andar; y andaba durante horas y horas…, ¡a veces durante días y días sin detenerme! Parecía como si mi cuerpo no tuviera cabida para tanta energía y necesitara caminar, o correr, a fin de quemar una parte de ella. Me recuerdo caminando por las calles de Nueva York de madrugada, a paso rápido, ¡no siendo capaz de hacer nada salvo aquello! Tenía que consumir un poco de aquella energía…, ¡tan increíblemente abundante era!
Comprendí que la fuente de toda energía, de toda inteligencia, era básicamente armoniosa, y que la armonía era la ley del universo: por eso no colisionaban entre sí los planetas; por eso salía el sol cada día, y por eso podía funcionar todo.
Cuando comenzó mi indagación, yo era un hombre absolutamente materialista, un materialista convencido. Para mí, lo único real era aquello que podía percibir con los sentidos, aquello que podía tocar; el mundo, tal como yo lo entendía, era igual de sólido que el hormigón. Y cuando mis descubrimientos fueron revelándome que el mundo era sólo producto de mi mente, que el pensar determinaba toda la materia, es decir, que la materia no tenía inteligencia alguna sino que nuestra inteligencia determinaba la materia y todo lo relacionado con ella…, cuando comprendí que la sensación de solidez que anteriormente tenía no era más que pensamiento, mis recios y sólidos cimientos de hormigón empezaron a resquebrajarse. La obra erigida a conciencia durante veinte años empezó a venirse abajo.
Y mi cuerpo temblaba sin cesar, con fuertes sacudidas. Se apoderó de mí un temblor que duró días enteros; temblaba igual que un anciano frágil, presa de su nerviosismo. Sabía que la sólida percepción del mundo que había tenido no volvería jamás, pero esa percepción no se desprendió de mí con facilidad, con gentileza; temblé de verdad durante días, hasta que, creo yo, el temblor hizo que todo lo que había en mí cediera irremisiblemente.
Entonces, mi punto de vista fue exactamente el contrario del que había mantenido hasta hacía sólo unos meses; pensaba ahora que lo sólido y real no era el mundo físico, no era mi mente, sino algo de cualidad muy superior. Sentía que la esencia de quien yo era, el hecho en sí de “Ser”, era la realidad. Y no tenía límites; era eterna. Todo lo que había considerado que era yo hasta ese momento aparecía ahora ante mis ojos como lo menos significativo de mí, y no como la totalidad de mí. La totalidad de mí era el hecho de “Ser”.
Comprendí que mis únicas limitaciones eran aquellas que yo aceptaba. Así es que, tratando de descubrir quién era yo y buscando al Ser ilimitado que había vislumbrado por un momento, tuve una percepción directa del extraordinario Ser ilimitado que soy.
Al percibir esto, me dije al instante: «¡Bien, o sea que no soy este cuerpo limitado, como yo creía! ¡No soy esta mente llena de limitaciones que yo pensaba que era!». Y deshice entonces todas las limitaciones del cuerpo, y casi todas las limitaciones de la mente, con sólo decir: «¡No soy eso! ¡Hasta aquí hemos llegado! ¡Se acabó!». Ésas fueron mis palabras.
De repente me resultaba obvio que yo no era aquel cuerpo ni aquella mente que siempre había imaginado ser. Lo vi con claridad…, ¡nada más! Cuando uno lo ve, es muy sencillo. Dejé de identificarme con el cuerpo, y, al hacerlo, comprendí que mi cualidad de Ser era la cualidad de Ser de todo lo que existe. La cualidad de Ser es como un océano ilimitado; no está dividida en partes llamadas gotas de cuerpos; es un solo océano.
Descubrir esto me hizo identificarme con todos los seres, con cada persona e incluso con cada objeto de este universo. De ese modo, uno pone fin para siempre a la separación y al caos infernal que la separación genera. Entonces ya no se deja uno engañar por las aparentes limitaciones del mundo, sino que las ve como un sueño, como apariencias solamente, pues sabe que su verdadera cualidad de Ser no tiene límites.
En realidad, no existe otra cosa que el hecho y la cualidad de Ser; ésa es la substancia real e inmutable que constituye la base de todo.
Todo lo que hay en la vida se abrió a mí…, quiero decir que lo comprendí todo. La sencilla realidad es que somos seres infinitos, a los cuales hemos superpuesto conceptos de limitación (los troncos de la presa). Y sufrimos, apresados dentro de esas limitaciones que hemos aceptado en nuestra vida como si fueran reales; sufrimos porque esas limitaciones son contrarias a nuestra naturaleza básica que es la libertad total.
La vida anterior a esta experiencia y la vida después de ella eran como los dos extremos de un hilo. Antes, la vida era simplemente profunda depresión, gran desdicha y enfermedad; después, era felicidad y serenidad indescriptibles. La vida se volvió tan bella y tan armoniosa que cada día, todo a lo largo del día, cada detalle sucedía con mágica perfección.
Según conducía a través de la ciudad de Nueva York, rara vez me encontraba un semáforo en rojo. Cuando me disponía a aparcar mi automóvil, alguien —a veces más de una persona— se detenía, e incluso se bajaba de la acera, para indicarme cómo maniobrar. Había ocasiones en que los taxistas, al ver que yo iba buscando aparcamiento, me cedían su sitio. Después de hacerlo, no entendían por qué lo habían hecho… ¡Allá estaban ahora, aparcados en doble fila!
Había incluso policías que me cedían el sitio en el que estaban aparcados. Después, tampoco ellos entendían la razón; pero yo sabía que se sentían bien por haberlo hecho. Y seguían ayudándome.
Si entraba en unos grandes almacenes, el vendedor se desvivía por atenderme; o si pedía cierto plato en un restaurante y luego cambiaba de idea, la camarera me traía esto último aunque no hubiera llegado yo a decírselo.
De hecho, según uno pasa como flotando, todo el mundo se desvía de su camino para servirle. Cuando uno está sintonizado y tiene un pensamiento, cada átomo del universo actúa para que ese pensamiento se cumpla. Esto que digo es verdad.
La armonía es un estado tan delicioso y agradable, no porque todo salga a pedir de boca, sino por el sentimiento que la acompaña de que, tras ella, está la acción de Dios. Es un sentimiento extraordinario; no puede uno imaginarse lo grandioso que es. Es un deleite tal el de estar en sintonía, en armonía… ¡Uno ve a Dios en todas partes! Uno ve a Dios actuar, y eso es lo que le hace sentirse dichoso; no la ocasión concreta, el incidente, el suceso. Su actuación es lo supremo.
Cuando estamos en sintonía, nuestra capacidad de amar es tan extraordinaria que amamos a todo el mundo con extrema intensidad, lo cual hace que vivir sea todo lo exquisito que puede llegar a ser.