Extractos - Enrique Martínez Lozano
Comprender lo que somos
De la Introducción al libro: Profundidad humana, fraternidad universal
Por Enrique Martínez LozanoEl camino espiritual es un camino de comprensión [1]. No me refiero a un conocimiento meramente conceptual ni, mucho menos, a elucubraciones mentales; no se trata de ideas, conceptos o creencias acerca de la realidad, sino de una comprensión experiencial o vivencial de la misma. De hecho, la comprensión nunca se produce en la mente: no solo porque esta es incapaz de atrapar la verdad, sino porque no puede ir más allá de barajar opiniones escuchadas a otros y elaborarlas de un modo en apariencia distinto, pero nunca realmente creativo. Por eso, llamamos “erudita” a la persona que posee muchas “cartas” y gran destreza para barajarlas. La erudición ―dijera Macedonio Fernández― es una forma aparatosa de no pensar. Pero la sabiduría o comprensión es otra cosa.
Si la erudición nace de la mente, la comprensión es hija del silencio. Y la persona sabia es aquella que, erudita o no, vive más allá de la mente, en el no-pensamiento, saboreando con inmediatez y expresando en su existencia la verdad de lo que somos. Ese es, decía al inicio, el camino espiritual. Y dada la importancia de esta cuestión y todo lo que se ventila en ella, trataré de plantearla a partir de algunos interrogantes.
¿Qué es la comprensión experiencial? Es una comprensión que no se adquiere a través del razonamiento, el análisis o la reflexión, sino más bien al contrario, gracias al silencio de la mente. Supo verlo con lucidez Krishnamurti, como todas las personas sabias, cuando dijo que solo una mente en silencio puede ver la verdad, no una mente que se esfuerza por verla, añadiendo que solo cuando la mente está libre de ideas y creencias, puede actuar correctamente.
La comprensión brota de la sabiduría de una manera directa, en forma de intuición; nos sorprende por su novedad; a diferencia de la reflexión, es siempre creativa y transforma nuestro modo de ver y de actuar. Lo cual no niega la necesidad de un trabajo psicológico sobre uno mismo, para integrar lo comprendido y para hacer posible la transformación de nuestro psiquismo. Y tampoco descuida el papel de la mente, para conceptualizar y compartir lo comprendido y ejercer como razón crítica frente a posibles engaños. Pero la fuente de la transformación es siempre aquella comprensión profunda.
¿Cómo acceder a la comprensión experiencial? En ocasiones aparece como regalo inesperado y sorprendente, mostrando la plenitud de lo real y transformando nuestro antiguo modo de ver. Es probable que se refiriera a ello Juan de la Cruz cuando escribía de forma poética: Por toda la hermosura, / nunca yo me perderé, / sino por un no sé qué, / que se alcanza por ventura. A ese tipo de experiencias se refieren expresiones como despertar espontáneo, samadhi, satori, éxtasis, iluminación, experiencia mística o transpersonal… Lo que se produce ahí es una suspensión del pensamiento, la sensación de que se descorre el velo de la mente y aparece la percepción nítida, amorosa y gozosa de la unidad plena de todo lo que es. Más allá de las formas a las que estamos acostumbrados ―en ellas se mueve la mente―, en la comprensión se muestra el fondo último que las sostiene y las constituye. En un siempre pálido intento de poner nombre a lo que ahí se percibe ―uno sabe lo que ha vivido, aunque luego se siente absolutamente incapaz de expresarlo―, me vienen las palabras de alguien que vivió una de esas experiencias: Perfecta Brillante Quietud [2], un estado de plenitud y de amor.
Pero aun sin una experiencia de ese tipo es posible crecer en comprensión a través de un trabajo de indagación y de experimentación. Por el primero de ellos, me pregunto ¿qué soy yo?, y voy descartando todas las respuestas que aparezcan: todas ellas no serán sino contenidos de consciencia (objetos) de los que soy consciente. Y es claro que yo no soy un contenido (objeto), sino Eso que es consciente de los contenidos. Esta tarea de indagación constituye un camino privilegiado para avanzar en la comprensión de lo que somos en profundidad.
Por su parte, lo que he llamado “trabajo de experimentación” constituye, desde mi punto de vista, una práctica espiritual profundamente transformadora, que invito a vivir como si se tratara de un experimento. Cualquier circunstancia que nos suceda podemos vivirla, bien desde la creencia de ser un yo separado ―identificándome con el yo particular―, bien desde la intuición de que, en lo profundo, no somos ese yo, sino Eso que es consciente ―en psicología transpersonal se hablaría del Testigo―. La propuesta es simple: experimenta por ti mismo qué es lo que ocurre en un caso y en otro. En un ejemplo: imagina que un hecho concreto o una noticia inesperada te afecta intensamente, generándote una gran inquietud. Una vez reconocido el impacto emocional, tienes dos caminos: vivir todo ello desde el yo o, tomando distancia del yo, vivirlo desde el Testigo. ¿Qué ocurre en un caso y en el otro? Es probable que si lo vivo desde el yo termine inundado por la inquietud y, en consecuencia, a merced de la propia sensación que ha tomado el mando. Por el contrario, si doy un “paso atrás” de la mente y me sitúo en el Testigo, puedo descubrir que Aquello que soy en profundidad se halla a salvo aun en medio de la situación más difícil. Aquí no hay creencias ni autosugestión, sino experimentación.
Junto con esos caminos ―experiencia regalada, indagación y experimentación―, la práctica del silencio, empezando a saborear “eso” que queda cuando no ponemos pensamiento, se revelará como el ejercicio espiritual por excelencia. No se trata de buscar ni de perseguir nada, sino de retirar el velo que nos impide ver. Dado que ese velo no es otro que nuestra identificación con ―reducción a― la mente, el camino adecuado pasa por entrenarnos en silenciar el pensamiento y permanecer en el estado de ser que ahí se muestra.
¿Qué nos aporta la comprensión experiencial? La trampa primera en la que solemos caer cuando queremos conocernos a nosotros mismos es conformarnos con un conocimiento de “segunda mano”, es decir, asumiendo como propio lo que otros nos han dicho. Frente a ello, el reto al que se ve expuesta la persona que realmente busca la verdad queda expresado en estas palabras de Mónica Cavallé: ¿Descanso en mis propias comprensiones o, en cambio, tiendo a cimentar mi camino interior sobre conocimientos de segunda mano?
Pues bien, la comprensión experiencial nos aporta lo más importante a lo que podemos aspirar: despertar a nuestra verdad y saber lo que somos. Porque, como se lee en el evangelio apócrifo de Tomás, sin esa comprensión no hay verdadero conocimiento: Jesús dice: “Quien lo conoce todo, pero no se conoce a sí mismo, no conoce nada” (EvT 67). Hasta que no sepa qué soy no podré saber cómo cambiar el mundo.
La comprensión nos regala la respuesta a la primera y decisiva pregunta, de la que pende todo lo demás: ¿qué soy yo? Más allá de lo percibido por la mente ―la forma o persona en la que nos estamos experimentando―, la comprensión nos conduce a reconocer nuestra identidad profunda, el fondo que compartimos con todos los seres. Por ese motivo, porque es compartido, en esa misma luz se hace patente el fondo de la realidad, dando la razón a la antigua inscripción que figuraba en el templo de Apolo en Delfos ―Hombre, conócete a ti mismo y conocerás al universo y a los dioses― y al místico cristiano Maestro Eckhart cuando afirmaba que el fondo de Dios y mi fondo son el mismo fondo.
Lo que somos no puede ser conocido a través de la mente, porque esta no puede trascender el mundo de los objetos. Eso significa que, en esta empresa, el conocimiento por análisis y reflexión no nos sirve de mucho. Al no ser objeto, tampoco puede ser pensado ni nombrado. Lo que somos únicamente puede ser conocido porque lo somos… y somos conscientes de ello. Y es precisamente este conocimiento por identidad lo que nos regala la comprensión experiencial. Nos conocemos porque ―y al hacernos conscientes de que― lo somos. Y siéndolo nos comprendemos y comprendemos lo realmente real.
¿Y qué es lo que somos? Aquello que está detrás o más allá ―en realidad, infinitamente más acá― de cualquier objeto, externo o interno, que podamos percibir. Aquello que es consciente y estable: lo que permanece cuando todo cambia ―lo real no cambia, lo que cambia no es realmente real―, pura consciencia o presencia consciente.
En esta comprensión, decía más arriba, se ventila todo: la liberación del sufrimiento mental, el gozo de saborear lo que somos, la relación con la realidad en clave de comunión, el modo adecuado de situarnos en la vida y la acción ajustada. Cuando se nos regala esta comprensión, todo encaja de manera luminosa. Continuarán pesando nuestras inercias mentales y nuestros condicionamientos psicológicos, que será necesario atender, y seguiremos teniendo errores en nuestro modo de expresarlo, pero la experiencia vivida ilumina ahora toda la existencia.
Debido a la insistencia en la comprensión, como realidad central y fuente de transformación y de acción adecuada, la espiritualidad así planteada suele ser tildada de gnosticismo [3], particularmente desde ambientes cristianos. Aun comprendiendo los riesgos que esa etiqueta busca prevenir, me parece que se trata de una crítica simplista e injusta ―en realidad, todas las etiquetas lo son―, que olvida dos cosas: los diferentes significados del término gnosticismo y el contenido que la espiritualidad reconoce en la palabra comprensión. En cualquier caso, como vengo insistiendo desde el principio, la comprensión de la que hablamos no tiene nada que ver con lo mental y mucho menos con lo esotérico, tal como habitualmente se entiende este término. Se trata de una comprensión experiencial que permite ver en profundidad. Hasta el punto ―esto explica su lugar absolutamente central― de que, en ausencia de la misma, estamos literalmente dormidos. ¿Y cómo podría actuar con acierto una persona que no ha despertado, sino que se mueve en la bruma confusa de sus sueños? Esto no significa afirmar ningún carácter elitista de la comprensión, como si fuera el don de algunos “elegidos”. Se trata, por el contrario, de una invitación y propuesta de trabajo de validez universal para despertar a lo que realmente somos. Una vez despiertos, todo sin excepción queda iluminado [4].
En este sentido he empezado afirmando que el camino espiritual es un camino de comprensión. Pero, ¿qué es la espiritualidad? El término “espiritualidad” hace referencia, no a una cualidad humana más, sino a nuestra dimensión más profunda, aquello que constituye nuestra verdadera identidad. Si no hubiera sido tan manoseada y, por ello mismo, desgastada, contaminada y tergiversada, la palabra espíritu podría resultar adecuada para nombrar lo que realmente somos. En su defecto, suelen utilizarse términos como consciencia, ser, vida, presencia… Si lo que realmente somos es espíritu ―experimentándose en la forma de una persona [5]―, la espiritualidad ―entendida también como inteligencia espiritual― constituye la capacidad de comprender lo que somos, conectar con ello y vivirnos desde ahí. Remite, por tanto, de manera directa e inmediata, a la profundidad humana, sin más adjetivos, e implica, igualmente, la capacidad de responder de manera ajustada a la primera pregunta: qué soy yo.
Se comprende que cada tradición religiosa e incluso cada grupo humano hayan querido ponerle su “apellido”; se comprende igualmente que, en época más reciente y a consecuencia del proceso de secularización, al lado de una espiritualidad religiosa, se hable también de una espiritualidad laica o incluso atea. Sin embargo, la espiritualidad genuina, aun valorando e integrando la riqueza que suponen todos esos matices, no necesita de apellidos ni de adjetivos. Sencillamente, llamo “espiritualidad” a la profundidad humana, que incluye la comunión ―la fraternidad― con todos los seres. Así entendida, la expresión profundidad-fraternidad ―en sus dos dimensiones o “rostros” absolutamente inseparables― constituye otro nombre para referirnos a nuestra identidad profunda.
En principio, la espiritualidad no tiene que ver con ideas, creencias, religiones ni dioses [6]. Tampoco es algo, una cualidad más de la persona. Es la misma profundidad humana. Se trata, por tanto, de una espiritualidad que, en principio, carece de adjetivos, dándose el caso de personas genuinamente espirituales ―profundas y fraternales― que ni siquiera conocen ese término o incluso reniegan de él.
Tal como la entiendo y me siento llamado a vivirla, podría decir, recurriendo a una imagen espacial, que la espiritualidad ―aquello que constituye nuestra identidad profunda― se despliega simultáneamente en la doble dirección vertical y horizontal. Lo vertical habla de profundidad y trascendencia; lo horizontal de fraternidad y comunión. Dicho brevemente: la espiritualidad es profundidad humana y fraternidad universal.
Puede sonar extraño que, sosteniendo que no necesita adjetivos, subtitule este libro como espiritualidad no-dual. Pero la expresión “no-dual” no quiere ser un adjetivo particular que contrapusiera una espiritualidad a otra ―veremos más adelante que la no-dualidad no se contrapone a nada, abraza todo; si se presentara como opuesta a algo ya no podría hablarse de no-dualidad―, sino que busca expresar algo básico: la espiritualidad es una con la realidad, es lo que somos en profundidad.
Con todo, el hecho de que la espiritualidad se identifique con la profundidad humana no niega la necesidad de establecer prioridades o subrayar acentos en cada momento particular. Cada cual verá cuáles son esos acentos y prioridades. Por mi parte, considero que, en esta etapa de la historia humana, la espiritualidad ha de estar atenta de manera especial a aquellas situaciones en las que se ignora la profundidad y se ve amenazada la fraternidad. Me refiero, en concreto, a las cuestiones de la superficialidad o banalidad (la posverdad), del hambre, de la desigualdad, de la injusticia estructural, del lugar de la mujer y de la agresión a la naturaleza. Con otras palabras, desde la clarividencia que brota de ella misma, la espiritualidad ha de asumir de manera comprometida la lucidez crítica, la justicia, el feminismo y el ecologismo.
Para terminar esta introducción y enmarcar el conjunto del texto, necesito decir que este libro nació a raíz de la lectura de un cuaderno publicado por el Seminario de Teología de “Cristianisme i Justícia”, bastante crítico con algunos de mis planteamientos [7]. Viví la crítica como una posibilidad de enriquecimiento, con apertura y dejándome cuestionar. Y así fue. Salí enriquecido en varios aspectos: noté que crecía en mí la actitud de respeto sincero, la apertura humilde ante posicionamientos diferentes, la disponibilidad para aprender de ellos buscando la verdad y, gracias a las críticas recibidas, caí en la cuenta de que necesitaba expresar mi postura de una manera más clara y, en ocasiones, menos absolutista y más matizada. Este libro es el resultado de aquel “diálogo” honesto con quienes en gran medida discrepan de mis textos.
El libro aparece dividido en tres capítulos. En el primero, trato de plasmar por escrito lo que fue surgiendo en mí a medida que hacía la lectura del cuaderno citado. En los otros dos, presento la espiritualidad como sinónimo de profundidad humana y fraternidad universal. Aun consciente de que no cabe separación alguna entre ambas dimensiones, las abordo por separado únicamente por motivos pedagógicos. Finalmente, concluiré con un breve epílogo, centrado justamente en la importancia de cuidar y favorecer el diálogo, expresión también de la espiritualidad así entendida. A última hora, a raíz de algunas experiencias puntuales, me pareció oportuno introducir dos anexos: el primero se centra en dos grandes trampas en que puede y suele caer la espiritualidad; el segundo aboga por el diálogo lúcido y constructivo entre ciencia y espiritualidad, para avanzar en pos de un conocimiento integral que no olvide ninguna dimensión de nuestra realidad.
Y no quiero terminar esta introducción sin agradecer a Javier Melloni y a Ecequiel Subiza el regalo de sus palabras introductorias, testimonio espiritual de apasionados buscadores de la verdad.