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Libros - Martin Laird

Un océano de luz
Contemplación, transformación, liberación

Un océano de luz

Esta obra está dirigida tanto a quienes acaban de emprender el sendero contemplativo como a quienes ya tienen una práctica madura de la contemplación. Esta práctica va progresivamente elevando el alma, liberándola de los obstáculos que introducen confusión en nuestra identidad y, por tanto, confusión sobre el misterio que denominamos «Dios».

A lo largo de una vida de silencio interior brota la flor de la consciencia: la vívida realización de que nunca hemos estado separados de Dios ni del resto de la humanidad, al mismo tiempo que cada uno va convirtiéndose en aquello para lo que fue creado. En la contemplación nos hacemos silencio ante Dios, de modo que el «ante» desaparece. Aquellos cuyas vidas les han llevado a la tierra del silencio lo saben.

* * *

Martin Laird

Martin Laird, OSA, es profesor asociado en el Departamento de Teología y Estudios Religiosos de la Universidad Villanova (Pensilvania, EEUU). Estudió Patrística en Roma, Londres y Oxford. Tiene gran experiencia en disciplinas contemplativas y ha dado múltiples retiros por EEUU y Gran Bretaña. Es autor y traductor de varias obras sobre pensamiento cristiano y vida contemplativa.
Más información

Detalles del libro:
  • Título: UN OCÉANO DE LUZ
  • Subtítulo: Contemplación, transformación, liberación
  • Título Original: An Ocean of Light: Contemplation, Transformation and Liberation
  • Autor: Martin Laird
  • Traducción de: María Jesús García González
  • Editorial: PPC
  • Año de edición: Octubre 2020
  • Nº de páginas: 294
  • Encuadernación: Rústica con solapas
  • Formato: 12 x 19
  • ISBN: 978-8428836128

Del Prefacio

Durante la práctica de la contemplación no nos aferramos a pensamientos ―aunque algunos pueden aferrarse a nosotros― que cambian como el tiempo atmosférico; y tampoco nos aferramos al sentido ilusorio de uno mismo que deriva del constante movimiento y caos mental. La práctica de la contemplación cultiva la quietud en nuestra mente racional, de manera que no domina el tiempo dedicado a la oración, arrojándonos todo tipo de conceptos y parloteo interior.

Cuanto más dediquemos nuestra vida a la práctica de la contemplación, cuanto más entretejida esté nuestra mente por el silencio, con mayor facilidad nuestra mente racional permanecerá serena y centrada en aquello que se le da bien, como pensar, inventar, escribir, crear nuevos caminos para mantenernos en pie y reponernos.

Dios está más allá de toda narración, y aun así toda lengua habla de Dios. El amor de Dios no está contenido en ningún pensamiento, y aun así todo pensamiento es una gota de rocío de Presencia. Dios está arraigado en el corazón humano. El amor es nuestro instinto de retorno a casa, a la búsqueda de Dios, que es la base de nuestra súplica y de nuestra búsqueda. Adam Zagajewski lo expresa de forma muy hermosa en su poema «Transformación»:

He dado largos paseos
añorando tan solo una cosa:
iluminación,
transformación,
tú.

San Agustín, el gran maestro del amor que sabe y el conocimiento que ama, reflexiona sobre su propia experiencia de búsqueda de Dios como un objeto externo, como algo ―algo enorme― que puede localizarse y establecerse en el espacio y el tiempo. En sus Confesiones cuenta cómo todo aquello cambió cuando por fin se olvidó de sí mismo:

Pero luego que alumbraste mi ignorante cabeza y cerraste mis ojos para que no vieran la vanidad (Sal 118,37), me alejé un poco de mí mismo y se aplacó mi locura. Me desperté en tus brazos y comprendí que eres infinito, pero de muy otra manera, con visión que ciertamente no procedía de mi carne.

Durante décadas, Agustín buscó a Dios donde Dios no podía encontrarse: fuera de sí mismo, en la conquista, la carrera, la ambición. Solo cuando Dios le hace caer en un letargo (Gn 2,21), algo inmensamente creativo ocurre.

Agustín se despierta en Dios y contempla lo que solo el ojo interior puede contemplar: las huellas de Dios como una luminosa inmensidad. Que mientras caminamos hacia Dios, que hace que salgamos a buscarlo, descubramos nuestro propio silencio arraigado y despertemos en Dios, que nos ha encontrado desde la eternidad.