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Libros - Daniel Odier

las puertas de la alegría
19 meditaciones para una vida auténtica

Las puertas de la alegría

La alegría pertenece de forma genuina al corazón de toda búsqueda. No se puede comparar con el placer o la felicidad, que dependen de las circunstancias externas y son efímeras, sino que es la señal inequívoca de que el ser humano ha alcanzado la armonía.

En estas 19 meditaciones el lector encontrará las claves para reconectar con su propia esencia y vivir una vida plena, liberándose de las cadenas que lo aprisionan, a veces bajo el disfraz de las propias creencias espirituales, y recuperando algo que le es intrínseco a la vez que imprescindible: la alegría. A través de un fantástico viaje de autodescubrimiento, Daniel Odier nos invita a desechar todo cuanto nos limita, recocer al niño que llevamos dentro y volver a SER.

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Daniel Odier

Daniel Odier es maestro chan de los linajes chinos Xu Yun y Zhao Zhou, ordenado por el maestro Jin Hui. También es profesor del linaje Spanda de Kasmirian Shivaísmo y de la mística danza Tandava, que recibió de la Yogini Lalita Devi. Las dos escuelas aparecen en su enseñanza, que destruye la ilusión espiritual. Daniel vive en Barcelona, donde imparte clases de forma regular en el Kannon Gyo, centro dedicado a la práctica del zen. También imparte seminarios en EE.UU., y en diversos países de Europa y Latinoamérica. / más info

Detalles del libro:
  • Título: LAS PUERTAS DE LA ALEGRÍA
  • Subtítulo: 19 meditaciones para una vida auténtica
  • Título Original: The Doors of Joy
  • Autor: Daniel Odier
  • Traducción de: Cecilia Lacueva
  • Editorial: Luciérnaga
  • Año de edición: Enero 2014
  • Nº de páginas: 152
  • Encuadernación: Rústica con solapas
  • Formato: 14 x 21,5
  • ISBN: 978-8415864172

Prefacio

Durante los últimos veinte años, he estado ejerciendo la docencia en Europa, Estados Unidos y Sudamérica, y en el transcurso de este tiempo me he dado cuenta de que el hecho de enseñar, que debería llevar a un proceso de liberación, no era sino una reformulación de una nueva teoría sobre el mundo, lo que a la vez generaba nuevas cadenas que mantenían a los seres humanos presos de un universo cerrado.

Descubrí el zen cuando tenía 15 años gracias a la obra monumental de D. T. Suzuki. Ya desde entonces sentía el poder iconoclasta de los viejos maestros chinos que promovían la destrucción de toda creencia, incluso la del budismo. Pero yo aún era demasiado joven como para renunciar a construir mi propio sistema «ideal» que me ayudara a lograr la paz interior.

Más tarde, formé parte de la primera oleada de invasores occidentales que pretendía encontrar la sabiduría en los caminos de la India. Conocí el dzogchen, encarnado en Dudjom Rinpoché y Chatral Rinpoché; el tantra vijnanabhairava, gracias al yogui chino C. M. Chen, y, finalmente, aprendí el vajrayana de manos de quien se iba a convertir en mi maestro, Kalou Rinpoché. Seguí ese camino durante siete años y aprendí muchísimo de aquel magnífico ser humano que irradiaba el amor total. Poco a poco, el universo mágico de los tibetanos se me antojó demasiado lejano del pensamiento occidental y entonces dirigí mi mirada al shivaísmo de Cachemira, cuya filosofía, libre de cualquier marca cultural, me conmovió en lo más profundo. Fue entonces cuando conocí a Lalita Devi, una yogini que vivía como una ermitaña y que me transmitió las filosofías spanda y pratyabhijna. Su capacidad de hacerlo de una forma directa y auténtica, sin ninguna influencia de su cultura, me impresionó sobremanera. Ella sabía cómo romper con lo que nos condiciona; arrojando luz sobre los miedos, te lanzaba hacia el atrevimiento. Accedía con majestuosidad a la espontaneidad que anidaba en cada ser para destruir su artificialidad. No es que yo aprendiera aquel modo de hacer, sino que me estaba introduciendo en lo ascético: estaba renunciando a todas mis ideas fijas. Se trataba de volver a convertirse en un ser humano totalmente abierto al mundo, lleno de pasión y de deseo, con la espontaneidad como única pretensión.

Tras nuestra separación no logré dar de nuevo con ella, y volví a sentir la atracción del zen, por lo que me uní a diferentes comunidades con la intención de profundizar en la práctica que me había enseñado. Tuve la oportunidad de comprobar que la adhesión a normas y creencias limita nuestra consciencia. Me di cuenta de que, sin ellas, en mi interior se producía una reestructuración constante del sistema, y que la búsqueda ininterrumpida impedía la auténtica liberación. Siempre percibí la conformidad y el puritanismo de esos círculos espirituales como algo demasiado "religioso" para mí. Me faltaba un ingrediente fundamental: la alegría.

En mi época de docente me di cuenta de lo difícil que resultaba no construir estos sistemas interiores que me habían limitado. Veía en mis alumnos la propensión que todos tenemos a construir limitaciones conceptuales para dar más valor a nuestro conocimiento y experiencia.

Con el paso del tiempo, a medida que me acercaba al chan (el zen chino), y a la esencia del shivaísmo de Cachemira, me volví cada vez más iconoclasta y me convertí en un anarquista espiritual cuya aspiración no era otra que alcanzar la auténtica liberación olvidando el camino que me había llevado hasta allí. Solía recordar las palabras de Montaigne: "Soy un hombre y nada de lo humano me es ajeno".

Cada vez me parecía más evidente que era absolutamente necesario escapar a cualquier limitación y que la única aspiración natural del ser humano era la alegría. El discurso espiritual me parecía una trampa mortal, y el tiempo que pasé con los maestros chinos de la dinastía Tang me convenció cada vez más de ello y me predispuso a esta loca idea de libertad.

En el año 2005 viajé a China para conocer a Jing Hui, el único sucesor vivo del carismático maestro del siglo XX Xu Yun, y vi que era la encarnación de la libertad que poseían los maestros en la Antigüedad. Me convertí en su discípulo y, más tarde, fui ordenado maestro chan.

Desde entonces, realmente liberado de todo condicionamiento, mi única pretensión es ayudar a la gente que se cruza en mi camino para que encuentre la espontaneidad, la libertad y la alegría.

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