Juan Pedro Viñuela
El Dios que juega
Por Juan Pedro Viñuela 15 de mayo de 2022Somos consciencia cósmica en la medida en la que somos cosmos. Somos partículas que provienen de la gran explosión, del inicio de los inicios. Y somos, que sepamos, la voz del universo, su autoconsciencia, habrá más, pero no los conocemos físicamente. El universo como manifestación de lo sagrado, como teofanía. Dios es el universo y lo trasciende y en tanto que está en todo el universo, en la pluralidad del universo, pues se autoconoce en esa pluralidad. Es como un niño que juega y ni sabe que juega. Un niño que se va inventando las reglas del juego a medida que juega. Un niño que fluye, que es corriente, que no se resiste, que se deja ser, pues el Ser es lo que él es, no representa nada, no está obligado a representar ningún papel, salvo el de Ser. Que, por otro lado, no es ningún papel.
Imaginemos que dios se ha puesto a jugar en los orígenes y del juego surge el tiempo y el espacio y todos los seres que hay. Dios sería el orden implícito que da lugar a lo explícito. Pero nosotros no le debemos nada, puesto que somos dios y parte de su juego. Pero nos hemos perdido en su juego, o más bien es como si él se hubiese perdido y olvidado de que está jugando. Despertar es tomar consciencia de esta farsa, de esta ilusión, del velo de Maya, de Lila. Por eso no hay una ética del deber, no hay un camino fijo que recorrer en la espiritualidad, los maestros nos señalan su camino y poco más pueden hacer, porque el camino es nuestro. Somos nosotros los que despertamos. Pero no hay un camino que recorrer. Es como una gracia, un don. Digamos que lo que necesitamos es estar dispuestos. Es tener la disponibilidad del despertar. Y, sobre todo, tener humor, mucho humor y reírse a carcajadas de uno mismo y del personaje que se cree interpretar.
Si fuésemos conscientes de que sólo somos personajes se acabarían, ipso facto, las guerras en el mundo, se acabaría el odio y la codicia. Porque los personajes que representamos son los que llevan aparejados, unidos, el odio, la violencia, la envidia, la vanidad. Si nos quitamos la máscara queda el Ser que somos al desnudo, queda el niño que ríe y juega. El niño que no busca ningún sentido al juego, salvo el de jugar. El universo no tiene fines; es un fin en sí mismo. Por eso, la gran transformación interior a la que llamamos despertar, ser conscientes de nuestra ignorancia, de que no sabemos que no sabemos y que no hay nada que aprender, sino que hay que Ser, conlleva la transformación de la sociedad. Y considero que el cosmos es la puerta de entrada hacia esa transformación interior. El ser conscientes de que somos tierra, pero, más allá aún, que somos el cosmos. Cada parte de él está en nosotros y nosotros en él. Si vivenciamos esta realidad se nos abrirán las puertas hacia el gran misterio y estaremos en el umbral de la iluminación, que no es más que una cuestión de liberación de la ignorancia. Pero, es indispensable, para ello, ser consciente, no sólo de nuestra máscara, sino de la sombra que arrastramos. Si no nos hemos enfrentado a nuestra sombra, si no hemos luchado contra nuestros demonios, si no hemos dejado salir lo reprimido a la luz, no seremos capaces de dar el paso de reconocer nuestra ignorancia, será algo retórico. La oscuridad es el opuesto de la luz y es a través de adentrarse en la oscuridad como podremos salir invictos a la luz.