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Artículos - Llewellyn Vaughan-Lee

Separación y unión

Por Llewellyn Vaughan-Lee Original PDF
Camino del corazón

Yo deseo la unión con Él y Él desea la separación;
así que abandono lo que yo deseo para que Su deseo pueda cumplirse.
Qazâli

El despertar del corazón

El camino espiritual comienza cuando el corazón despierta a Su presencia eterna. El Amado mira en el corazón de su enamorado y en ese instante el enamorado conoce el secreto de la unión divina: que el enamorado y el Amado son uno. La mirada del Amado lleva la consciencia de su presencia eterna.

Los sufíes llaman a esta mirada el momento del retorno del corazón (taubah). La consciencia interior de Su presencia aparta al corazón del mundo y lo vuelve hacia Dios. Nos llama hacia Él con un vislumbre momentáneo de Su rostro. Este vislumbre es el veneno de amor más poderoso que da inicio a nuestra muerte al mundo, a nuestro viaje de regreso a Dios, porque: «¿Cómo puedo mirar al mundo a mi alrededor, cómo puedo verlo, si oculta el rostro de mi Amado?» (Tweedie 1986, p. 87).

Esta consciencia interior de unión nos hace despertar a la pena de la separación. Cuando el corazón sabe que, en su esencia más íntima, está unido con Dios, quedamos confrontados con nuestro propio aislamiento, con el conocimiento de que estamos separados de Dios. Sólo porque nos han permitido tener un vislumbre de la unión, porque nos han dado un sorbo de este vino divino, es por lo que cobramos consciencia de la separación. Sin el conocimiento de la unión, ¿cómo podríamos saber que estamos separados? Sin haber experimentado la felicidad de Su presencia, ¿cómo podríamos conocer la agonía de nuestro propio aislamiento? La pena del anhelo ha nacido de la mirada de Dios.

Desde el comienzo de la Senda, los estados opuestos de separación y unión están grabados en el corazón y la psique del viajero espiritual. La consciencia de la unión se convierte en la pena de la separación que nos recuerda nuestro verdadero Hogar. El recuerdo por el corazón de su Amado se mantiene despierto por el fuego del anhelo. Anhelamos a Aquel a quien amamos y cuanto mayor sea el amor, mayor será la pena del anhelo. El amor y la tristeza se convierten en la substancia de nuestra existencia interior. En palabras de 'Attâr:

La pena del amor llegó a ser la cura para cada corazón, la dificultad jamás pudo ser resuelta sin amor.
(Schimmel 1975, p. 305)

Las polaridades del amor

La unión y la separación, el amor y el anhelo, la dulzura y la desesperación, las polaridades de la senda mística nos dejan perplejos y confundidos. ¿Por qué se nos deja tras los velos de la separación cuando sabemos que la separación es una ilusión? ¿Por qué estamos atrapados en la prisión de la dualidad cuando nuestro corazón conoce la verdad más profunda de que «todo es uno»? Cuanto más meditamos y oramos, cuanto más recordamos a Aquel a quien nuestro corazón ama, más alienados nos sentimos en un mundo que parece haberlo olvidado. En alguna parte sabemos lo que es ser amados sin medida y nos han dejado aquí, en un mundo en el que el amor se equipara demasiado a menudo con exigencias y codependencia. La eterna pregunta de «¿por qué estamos aquí?» tiene un patetismo adicional cuando hemos sentido la infinita cercanía de nuestro auténtico Hogar.

Aquel a quien amamos nos ha abandonado y sólo la pena de la separación nos recuerda que, en alguna parte, Él está «más cerca de nosotros que nuestra vena yugular». Llevamos el dolor del recuerdo en honor a nuestro amor y, sin embargo, demasiado a menudo nos sentimos traicionados. ¿Cómo puede un Amado así abandonarnos? ¿Cómo puede tal Belleza velar Su rostro? Las dudas nos bombardean a la vez que la mente intenta convencernos de la estupidez de nuestra búsqueda: buscar algo que no puedes encontrar..., anhelar un Amado invisible que sólo nos ha traído dolor... La consciencia nos crucifica de muchas maneras en nuestra búsqueda. La mayoría de los viajeros en el camino del amor conocen bien las sutilezas de la tortura con la que la mente puede atormentarnos.

En estas dificultades subyace el hecho de que, mientras que la naturaleza del amor es llevarnos a la unión, la naturaleza del ego es la separación. El amor viene del corazón, el núcleo más interno de nuestro ser que es nuestra conexión con lo Absoluto. El amor es «la esencia de la esencia divina» (Massignon 1982, III p. 104) y, por ello, tira de nosotros dinámicamente hacia la unidad. Pero el ego nace de la separación. Le existencia del ego se define como lo diferente: «Yo soy diferente de ti». El camino hacia la unión con Dios nos aparta del ego y de su sensación de una existencia separada y una identidad individual. Por esto dicen los sufíes que el primer paso hacia Dios es el paso para salir de nosotros mismos. El amor nos llama a apartarnos de nosotros mismos y entrar en el estado de unicidad en el que sólo existe el Amado.

El ego y la mente pertenecen a una dimensión de separación y dualidad. El ego existe a través de su sentido de individualidad y de separación; la mente sólo funciona a través de la dualidad: gracias a la comparación y la diferenciación. El poder del amor levanta el velo de la dualidad, amenazando al ego y confundiendo a la mente. El camino ancestral de los místicos nos trae de regreso a esa fuente en la que las distinciones y las diferencias se deshacen como azucarillo en el agua. En este viaje, el ego y la mente se rebelan a medida que se ataca su identidad y su función. El amor nos lleva al circo de los gladiadores en el que luchamos contra nuestra propia liberación y nos resistimos a la atracción hacia la unicidad. Pero aquellos cuyos corazones están comprometidos saben, como los gladiadores de antaño, que la muerte los espera. Ellos saben que «cuando la Verdad ha tomado posesión del corazón, lo vacía de todo salvo de Sí misma» (Massignon 1982, I, p. 285).

Nos escondemos del amor que es el único que puede curarnos. Huimos de la Verdad que nos atormenta. Pero, como la marea que sube, el tremendo poder del amor difumina gradualmente las miserables marcas del ego en la arena. Lentamente llegamos a reconocer al océano infinito como nuestro auténtico Hogar, un océano donde, en palabras de Rumi, «nadar termina siempre en ahogamiento» (Rumi 1981, p. 30).

El eje del amor

Paradójicamente, necesitamos la experiencia de la separación para llevarnos a la unión. El estado de unión es el estado natural del alma. La experiencia de la unión es el «vino que nos embriagó antes de la creación del vino». Pero este secreto, oculto dentro del corazón, necesita que la pena de la separación lo lleve a la consciencia. La pena del amor es el efecto de la atracción magnética entre el alma y su origen. Cuando sentimos la atracción del corazón, sentimos el deseo del Amado de hacerse consciente en el corazón del enamorado:

No sólo los sedientos buscan el agua, el agua también busca a los sedientos.
(Rumi, citado en Schimmel 1975, p. 165)

La unión y la separación están tejidos juntos para formar la trama misma del viaje. Mientras que el corazón conoce el secreto de la unión, el ego está encallado en la separación. El mundo interior nos obsesiona con su promesa de unicidad y el mundo exterior nos tienta con un sinfín de reflexiones. Son los dos polos de nuestra existencia, lo oculto y lo manifiesto, el Creador y Su creación. El viaje místico nos conduce a lo largo de este eje de amor, de este camino desde la creación hasta el regreso al Creador. En este viaje llevamos la semilla de nuestra propia consciencia y la dejamos a los pies del Amado. Llevamos la consciencia de nuestra separación al escenario de la unión.

«Yo era un tesoro oculto y quise ser conocido, así que creé el mundo» (Tradición sagrada). Desde su aislada soledad Él creó el mundo y puso en juego los opuestos: el día y la noche, lo positivo y lo negativo, lo masculino y lo femenino. En este mundo, Él manifestó sus Atributos, sus Nombres divinos, los Nombres de majestad (ŷalâl) y los Nombres de belleza (ŷamâl), los de severidad (qahr) y los de clemencia (lotf). Estos pares de opuestos crean la danza de la vida, la danza interminable que llega desde el mundo interior, no manifestado, al escenario de la manifestación. Un ser humano, nacido en este escenario, forma parte del juego dinámico de opuestos, pero al mismo tiempo llevamos la unidad no manifestada bajo la forma de memoria grabada en la cámara más interna del corazón, el «corazón del corazón».

El hombre es Mi secreto y Yo soy su secreto. El conocimiento interior de la esencia espiritual es un secreto de Mis secretos. Solo Yo pongo esto en el corazón de Mi buen siervo y nadie puede conocer su estado salvo Yo.
(Tradición profética, citada en Jilâni 1992, p. 15).

En Su mundo de dualidad llevamos la esencia de Su unicidad. El trabajo del místico es volverse consciente de Su unicidad y expresarla en su devoción. Así, nosotros somos el medio por el que hacemos que Él Se conozca a Sí mismo. Sin la etapa de la separación este viaje no sería posible. El juego de los opuestos es el que refleja hacia Él Su divina unicidad. Sin el espejo de la creación Él no podría contemplar Su propio rostro.

El ciclo del amor

El viajero necesita contener en sí mismo la contradicción primigenia de la separación y la unión. Nacidos en la separación, todos llevamos la semilla de la unión. Pero en nuestro olvido nos abandonamos a la separación, al mundo del ego. Nos perdemos muy fácilmente en este laberinto de espejos que conforma Su mundo. A veces, como por accidente, vislumbramos un reflejo de algo más allá del ego y sus deseos, una chispa de Realidad tras los velos de la manifestación. A veces, en un sueño, nos muestran un horizonte diferente en el que el sol jamás se pone. El Otro, tan cerca y tan oculto, nos persigue con un recuerdo de unicidad que algunos llaman paraíso.

Racionalmente, descartamos estas señales porque apuntan en una dirección distinta de los objetivos de nuestra vida consciente. Pero a aquellos cuyo destino es realizar el viaje de vuelta al Hogar no les está permitido olvidar. La memoria eterna del alma ha sido grabada a fuego demasiado profundamente para ser rechazada como una fantasía infantil. El hambre de la Verdad finalmente irrumpe, llamando a la puerta del corazón y afectando incluso a la mente. Nuestro mundo de dualidad comienza a ser invadido por el deseo de la unicidad; la separación anhela la unión.

Volviendo la espalda al mundo, emprendemos la búsqueda mística. Respondemos a la llamada del Simorq, el pájaro mítico que vive más allá de la montaña de Qâf, en la dimensión cósmica del ser humano. El camino hasta allí es inaccesible y sólo los locos y los enamorados pueden emprender este viaje. El Simorq está muy cerca de nosotros pero nosotros estamos lejos de él. «Se hallan en el camino muchas tierras y muchos mares... Uno avanza con paso pesado en un estado de asombro, a veces sonriendo y a veces llorando» ('Attâr 1961, p. 13).

Siguiendo el hilo de nuestro propio destino espiritual caminamos hacia la unión. Buscamos lo que no puede ser hallado por la dualidad, porque ¿cómo puede la dualidad descubrir la unicidad? En la experiencia de la unión toda dualidad desaparece. No quedan viajero ni Meta. Este es el estado de anonadamiento (fanâ'). El enamorado está perdido en el Amado. Sólo la polilla consumida en las llamas del amor conoce la auténtica naturaleza del fuego, pero ¿quién queda para conocerla? En el mismo centro de su propia existencia el enamorado descubre la verdad de la no existencia. Lo manifiesto regresa a lo no manifiesto y el ciclo se completa.

En el viaje de regreso a la no existencia, lo que había sido ocultado se revela. El secreto en el núcleo de la creación se hace consciente. Pero ¿quién o qué lleva esta consciencia? Si no hay enamorado, ¿quién conoce la naturaleza del amor? Si ya no hay separación, ¿cómo puede haber consciencia de unidad? Aquel que es Uno y Solo necesitó la creación para ser conocido. Él necesitó crear la dualidad para reflejar Su propia unicidad. El enamorado necesita permanecer en la dualidad para ser un espejo para su Amado. Este espejo refleja Su unidad tanto a Él como al mundo. Para hacer consciente Su unicidad, el enamorado debe permanecer parcialmente en separación. Esta es una de las paradojas más dolorosas del viaje.

Deseamos la unión pero Él necesita nuestra separación. Entregarse al camino espiritual significa llevar la cruz de ambos mundos, el de la unicidad y el de la dualidad. Incluso cuando saboreamos los frutos de la unión debemos renunciar a ellos y embarcarnos en la experiencia de la separación. Tenemos que llevar el secreto del amor, el reconocimiento de la unicidad al bazar de la dualidad. Nuestro deseo de unión está rendido a Su necesidad de separación.

Mil veces más dulce que la Unión encuentro esta separación que Tú deseas.
En la Unión soy siervo de mí mismo, en la separación soy esclavo de mi Amo y prefiero estar ocupado con el Amigo, en cualquier circunstancia, que conmigo mismo.
('Irâqi 1982, p. 116).

El enamorado anhela estar unido con su Amado. Pero más profundo que este anhelo está la entrega del alma del enamorado mediante la cual el Amado puede darse a conocer tanto a Sí mismo como a Su mundo. El Amado necesita que el enamorado guarde Sus secretos de unicidad, que sea un vehículo para los misterios del amor y que permita a la creación reflejar Su rostro oculto. El enamorado es siempre el siervo del Amado. En los estados de unión el enamorado se pierde en el Amado y en los estados de separación el enamorado lleva al mundo Su tesoro oculto.

El viajero camina por el camino más estrecho que transcurre entre los dos mundos. En el amor y la devoción, renunciamos a la unión y abrazamos la separación. Pero dado que la unión es el estado preeterno del alma y la esencia del amor, la unión nunca puede perderse. En el amor la unión está siempre presente. En lo profundo del corazón, el enamorado y el Amado son uno, como exclama Hallâŷ:

Vi a mi Señor
con los ojos del corazón
y le dije: «¿Quién eres Tú?»
Contestó: «¡Tú!»
(Schimmel 1982, p. 32).

Su siervo es el esclavo del amor, que se enfrenta tanto a su existencia separada como enamorado, como al conocimiento de que sólo existe el Amado. La existencia y la no existencia están atadas juntas en la servidumbre.

Algunos enamorados perdidos en el éxtasis han exclamado como Bâyazid: «Bajo mi manto no hay sino Dios» (Rumi 1981, Mathnawi IV, 2125). Han saboreado la verdad de que el mundo exterior es una concha. Pero cuando dejan el ensimismamiento se encuentran de nuevo con su existencia individual y con las limitaciones de este mundo de formas. La unión absoluta sólo se encuentra en la muerte física; sólo entonces Majnun se unió completamente con su Laylâ, sólo en el patíbulo pudo Hallâŷ realizar por fin la unicidad que su corazón deseaba: «Aquí estoy ahora en el lugar donde habitan mis deseos» (Massignon 1982, I, p. 608).

Mientras vivimos en el mundo físico necesitamos someternos a la separación. Si fuera Su voluntad que siempre permaneciéramos en un estado de unión, no revestiríamos el ropaje de la creación. La senda del místico es abrazar los dos mundos, como lo describe el místico cristiano John Ruysbroeck: «Habita en Dios y sin embargo va hacia todas las criaturas en espíritu de amor hacia todas las cosas... Y esta es la cumbre más elevada de la vida interior» (Underhill 1974, p. 437). Interiormente somos el esclavo de nuestro Amado, exteriormente somos el sirviente de Su creación.

El santuario del misterio divino

El viaje al Hogar comienza cuando el alma abandona su estado de unión con Dios. Tras nacer en este mundo, aprendemos a buscar nuestro auténtico ser y a encontrar el camino de vuelta a nuestro Amado. Aquel a quien amamos está oculto tras el velo de Su creación, que oculta y revela a la vez Su rostro. Lo que buscamos habitualmente en el mundo externo es un aspecto oculto de nuestro propio ser, nacido a la vida por el drama de la proyección. El sufí aprende a usar Su creación como un espejo que refleja tanto la imagen de nuestra propia psique como la de la Belleza y Majestad de nuestro Amado. En lugar de rechazar la creación la usamos como medio para volver al Hogar, porque Él ha dicho: Les mostraremos Nuestros signos fuera y dentro de sí mismos (Qo 41,53).

El versículo coránico: Enseñó a Adán los nombres, significa que Dios dio a Adán el conocimiento de los Nombres divinos reflejados en la creación. Este conocimiento de los Nombres divinos dan al hombre la capacidad de reconocer la esencia de la creación, los aspectos divinos de sí mismo y del mundo. Cuando miramos al mundo con los ojos de la devoción, con el conocimiento que sólo Él puede otorgarnos, somos capaces de sentir Sus signos. Cuando el corazón despierta, busca al Amado real, oculto y a la vez revelado en el juego de las formas. Como dice Hoŷwiri:

Has de saber que he descubierto que el universo es el santuario de los misterios divinos, porque Dios se confió a Sí mismo a las cosas creadas y se ocultó Él mismo en aquello que existe. Las substancias y los accidentes, los elementos, los cuerpos, las formas y las disposiciones son todos ellos velos de esos misterios.
(Smith 1994, p. 36).

Abrazamos la creación como un reflejo del Creador y como un entorno en el que podemos acercarnos más a Aquel al que amamos. Para el sufí, la vida misma es siempre el mejor maestro.

La creación es un espejo del Creador. Cuando el corazón despierta, se abre el ojo del corazón y, con este ojo, el enamorado es capaz de leer los signos de su Amado, de ver Su rostro reflejado en el mundo que lo rodea. El ojo del corazón es el órgano de la percepción directa, a través del cual podemos ver las cosas como realmente son y no como parecen ser. Cuando el ojo del corazón está cerrado, el mundo parece tener existencia autónoma y estamos atrapados en la rueda de la vida, del nacimiento a la muerte. Cuando el ojo interior se abre, el espejismo del mundo externo cambia y comenzamos a ver la mano del Creador trabajando. Sentir Su presencia en el mundo exterior nos libera de las garras del mundo, porque nos alineamos interiormente con el Creador y no con la creación.

Interiormente, el corazón se vuelve hacia Dios; exteriormente, sentimos lo que está tras la danza de las formas. A veces vemos Su luz en los ojos de un amigo, del amado, de un extraño. En la gloria de una puesta de sol no sólo vemos la belleza sino la mano del pintor. Captamos una bocanada de Su perfume y sabemos que es Suyo.

Sus signos se vuelven poco a poco visibles y somos capaces de vislumbrar el hilo de nuestro propio destino más profundo tejido en los acontecimientos externos de nuestra vida. El destino del alma es la senda que nos lleva a la libertad a medida que aprendemos las lecciones de nuestra encarnación. Una amiga tuvo una experiencia en sueños en la que fue llevada y ascendió, fuera del mundo, a un lugar donde le mostraron que este mundo es sólo un juego, un escenario en el que jugamos ciertos papeles. Pero también le enseñaron que antes de nacer nos dan a cada uno una carta del destino para jugarla, lo cual es también un problema que debemos resolver. Cuando hayamos resuelto este problema seremos libres de partir o de quedarnos y ayudar a los demás. Hay muchas pistas y signos para ayudarnos a resolver nuestro problema, pero sólo podemos verlos cuando vivimos en el momento. Si vivimos en el pasado o en el futuro, estas pistas son inaccesibles. Ella despertó del sueño profundamente sobrecogida.

Si vivimos en el pasado o en el futuro, en nuestra memoria o en nuestras expectativas, estamos firmemente atrapados en la ilusión del tiempo y en la danza de las sombras. Sólo en el momento presente tenemos acceso a nuestro Ser eterno, que está fuera del tiempo. En la intensidad de cada momento no hay tiempo, como tan bien saben los enamorados. El amor no pertenece al mundo del tiempo, sino a la dimensión del Ser. Para el Ser, el estado preeterno de unión, el lazo de amor entre enamorado y Amado, está eternamente presente. Este es el eje de amor que está en el núcleo de la creación, en el centro de cada momento. Cuando experimentamos el amor, estamos sintonizados, en ese instante, con este núcleo. Lo que sentimos en nuestro corazón es un reflejo de Su amor hacia Sí mismo.

La senda del amor nos lleva más allá de la telaraña del tiempo, como proclama Rumi: «Sal del círculo del tiempo y entra en el círculo del amor» (Rumi 1981, p. 16).

En el amor sólo hay el momento eterno. Cuando decimos «sí» al deseo del corazón, entramos en el círculo del amor. Luego, mediante nuestra devoción y nuestra práctica espiritual, se activa la energía del amor y vamos más allá de las limitaciones de la mente y de la ilusión del tiempo. En momentos de meditación podemos experimentar el espacio infinito de la eternidad del corazón. Cuando volvemos de más allá de la mente, podemos descubrir que hemos estado meditando sólo durante unos minutos o durante unas horas.

Al calmar la mente durante la meditación nos entrenamos para ser capaces de salir del círculo del tiempo. Aprendemos a volvernos conscientes en un espacio donde no hay tiempo. Pero cuando volvemos a nuestra vida diaria nos vemos rodeados por las exigencias del tiempo, que no pueden ser ignoradas. Tenemos citas que atender, agendas que respetar. Entonces, a través de la práctica del zekr (recuerdo de Dios), mantenemos nuestra conexión con el momento eterno. Al repetir Su Nombre, mantenemos despierta la memoria de cuando estamos junto a Él, la memoria que está eternamente presente dentro del corazón. El primer zekr tuvo lugar en el momento del pacto primordial, cuando en respuesta a la pregunta de Dios: ¿No soy Yo vuestro Señor?, la humanidad todavía increada respondió: ¡Claro que sí, damos fe! (Qo 7,172). El zekr es la afirmación de Su presencia dentro de Su creación.

Su presencia nos libera de las ataduras que nos sujetan aquí. Cuando el corazón afirma que Él es Uno, las cadenas de la dualidad se deshacen. Al reconocer que Él es Señor, nos ligamos al Creador y no a la creación. Nos volvemos sus siervos y como exclama Hâfez: «Sólo los esclavos son libres». Cuando vemos Sus signos en nuestra vida diaria, cuando vislumbramos Su faz reflejada en Su creación, automáticamente miramos hacia Él y no hacia el mundo. Él atrae nuestra atención hacia Él mismo.

Servidumbre

En el silencio de la meditación vamos más allá de las dualidades de la mente hasta el vacío increado donde se disuelve el ego y deja de existir el enamorado. Saliendo de la meditación volvemos al mundo de la separación en el que, repitiendo Su Nombre, evocamos Su presencia, porque Él ha dicho: «Yo soy compañero de quienes me recuerdan» (Tradición profética, citada en Schimmel 1975, p. 168). El enamorado tiene a la vez consciencia de la unión y de la separación. Conocemos nuestra no existencia esencial y celebramos también nuestra existencia para poder afirmar Su presencia.

El trabajo del enamorado, aquel que se ha entregado a su Señor, es ser Su representante aquí. Reflejando a Dios en el corazón, el enamorado aporta al mundo Su luz y Su amor. Esta luz es una inspiración y una guía para aquellos que quieren encontrar el camino de vuelta al Hogar, aquellos que necesitan saber a dónde pertenecen. De corazón a corazón, el secreto del amor divino es contado en silencio. Las palabras, que tan fácilmente traen la confusión y el malentendido, pertenecen a la dualidad y quedan fácilmente atrapadas en las complejidades de la mente. La luz dentro del corazón comunica directamente de esencia a esencia. Silenciosamente, ocultamente, Sus enamorados trabajan en el mundo, barriendo el polvo del olvido, la oscuridad de la incredulidad. Los sufíes son tradicionalmente conocidos como barrenderos, porque limpian los corazones de la gente. En palabras de Shabestari: «Si no hubiera barrenderos en el mundo, el mundo estaría sepultado por el polvo».

Como viven una vida ordinaria en el mundo, no se pueden distinguir Sus enamorados del resto de la gente. Pero dentro del corazón, el anhelo y el recuerdo crean un espacio para que Su obra se despliegue. Él nos necesita aquí para ayudar a mantener al mundo sintonizado con el amor, para mantener viva la consciencia de Su presencia. El enamorado abandona incluso el deseo de la unión porque el Amado necesita que abracemos la separación. En las profundidades del corazón llegamos a conocer la verdad de la unión, pero para vivir y trabajar en el mundo necesitamos retener la consciencia de la separación. El sheij del siglo XVII Ahmad Sirhindi decía que el estado de servidumbre es más elevado que el estado de unión y que el sufí «escoge la separación antes que la unión, en respuesta al mandato de Dios» (Ansâri 1986, p. 241).

El espejo de la separación

Sus enamorados son aquellos que saborearon el vino de la unión antes de nacer. Sin embargo en ese momento preeterno del pacto primordial nos sometimos a la separación para dar testimonio de Él como Señor. Al nacer en la creación, realizamos el viaje del olvido, el viaje desde Dios. Luego, en la experiencia del retorno del corazón (taubah), el corazón despierta a su estado más interior de unión y el enamorado se vuelve consciente de la pena de la separación. Sin el conocimiento de la unión no habría consciencia de la separación. Estos opuestos son el núcleo del camino místico. El anhelo de la unión nos lleva de regreso desde el mundo de la dualidad hacia nuestro Amado. Pero al mismo tiempo sentimos el sometimiento del alma a la servidumbre. Sabemos que pertenecemos a Otro y pedimos: «Hágase Tu voluntad así en la tierra como en el cielo».

El deseo de la unión y la necesidad de la separación coexisten en el corazón del viajero. El camino místico no es una progresión lineal de la separación a la unión y luego a la servidumbre. Es una espiral en la que los opuestos se transforman los unos en los otros. Desde la dualidad nos volvemos hacia la unicidad y en la unicidad abrazamos la dualidad. Sacudidos entre estos opuestos, experimentamos el síndrome del yoyó, el ir y venir entre la cercanía y la separación que limpia el corazón del enamorado. Él sujeta nuestro corazón entre Sus dos dedos y a veces lo vuelve hacia Su rostro y sentimos intimidad y sobrecogimiento. Luego vuelve el corazón hacia el otro lado y sentimos la angustia del abandono o el recuerdo obsesivo de Su Belleza. Poco a poco, los opuestos se funden en el centro del corazón que también es el centro calmado del mundo que gira.

Mediante la meditación, llegamos a saber que nuestra existencia individual es una ilusión. En el vacío más allá de la mente saboreamos nuestra propia no existencia. Cuando volvemos a la dualidad y al ego sentimos el tirón del recuerdo y llegamos a darnos cuenta de que nuestra necesidad de recordarlo a Él es un reflejo de Su necesidad, de que nuestra oración es Su oración. Como dice Hallâŷ:

Te llamo... No, eres Tú quien me llama hacia Ti.
Cómo podría yo decir: «¡Eres Tú!», si Tú no me hubieras dicho: «Soy Yo».
(Massignon 1982, III, p. 42).

Nuestra existencia individual es sólo una manifestación de Su unicidad. El sentido de individualidad del ego es un reflejo del hecho de que Él es uno y absoluto. A través del yo, Lo adoramos como uno.

Aquellos enamorados que se han perdido en la unión saben, incluso cuando vuelven a la separación, que la separación es una ilusión, como saben que su propio ego es una ilusión. La separación es un juego de luz en las aguas de la unidad. Cuando el enamorado sabe que no hay nada salvo Él, la separación es una servidora de la unión. La separación, nacida de la unión, da a conocer Su unidad. Cuando el ego está rendido, se vuelve un claro espejo de la luz de Su unicidad. Sometiéndonos por Él a la separación, traemos esta luz al bazar del mundo. En el mundo de la dualidad, el enamorado refleja la cara oculta de la unidad y el Amado llega a conocer Su propia Belleza:

Yo y tú significan dualidad y la dualidad es una ilusión porque sólo la Unidad es la Verdad. Cuando el ego se ha marchado [rendido], Dios es entonces Su propio espejo en mí.
(Bastâmi citado en Stoddart 1985).

© 1995, The Golden Sufi Center

Referencias:

  • —Ansâri, Muhammad ′Abdul Haq. 1986. Sufism and Shari′ah: Leicester. The Islamic Foundation.
  • —'Attâr, Farid al-Din. 1961. The Conference of the Birds. Traducida por C. S. Nott. Londres: Routledge & Kegan Paul.
  • —Fakhruddin ′Erâqi, 1982. Divine Flashes. Traducido por Peter Lamborn Wilson. Nueva York: Paulist Press.
  • —Jilâni, 1992. The Secret of Secrets. Traducido por Tosun Bayrak. Cambridge: The Islamic Texts Society.
  • —Massignon, L. 1982. The Passion of al-Hallâj. Princeton: Princeton University Press.
  • —Rumi, 1981. Rumi: Fragments, Ecstasies. Traducido por Liebert, Daniel. Santa Fe, Nuevo Méjico: Source Books.
  • —Schimmel, A. 1975. Mystical Dimensions of Islam. Chapel Hill: University of North Carolina Press.
  • —Schimmel, A. 1982. As Trough a Veil. Nueva York: Columbia University Press.
  • —Smith, M. 1994. Readings from the Mystics of Islam. Westport, Connecticut: Pir Publications.
  • —Stoddart, W. 1985. Sufism. Nueva York: Paragon House.
  • —Tweedie, I. 1986. Daughter of Fire, A Diary of a Spiritual Training with a Sufi Master. Nevada City: Blue Dolphin Publishing.
  • — Underhill, E. 1974. Mysticism. Nueva York: New American Library.
Fuente: Revista Sufí, N.º 15, Año 2008.