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Artículos - Rupert Spira

Templo de Apolo
El Templo de Apolo en Delfos. Las palabras «Conócete a ti mismo» estaban grabadas sobre la puerta del templo.

Más allá del paradigma de la separación

Los fundamentos de la paz mundial

Por Rupert Spira21 de febrero de 2024

A lo largo de los milenios, la humanidad ha luchado contra problemas profundos y acuciantes: el sufrimiento en nuestros corazones, los conflictos en nuestras comunidades, la guerra entre naciones y la degradación de nuestro planeta. No pasa ni un momento sin que un importante medio de comunicación llame la atención sobre estos tiempos tan preocupantes.

Por lo general, estos problemas reciben explicaciones superficiales, con poca o ninguna comprensión de sus causas profundas comunes. Como resultado, nuestros líderes buscan la paz en una negociación entre mentes que, en el mejor de los casos, produce una frágil alianza. Dado que la naturaleza de la mente es cambiar, esa alianza llegará inevitablemente a su fin. La única paz duradera —dentro de uno mismo y dentro de nuestra sociedad— debe fundarse en algo que es anterior e independiente de la mente.

Un análisis más profundo revela que estas formas aparentemente separadas de desarmonía son síntomas de la visión del mundo predominante, que se basa en la presunción de separación. Esta presunción afirma que nuestro yo esencial, o ser, es temporal y finito. Como tal, cada uno de nosotros es un yo individual que está separado de otras personas, animales y naturaleza. Una vez que un individuo se considera a sí mismo como una entidad discreta e independiente, todos sus pensamientos, sentimientos, actividades y relaciones se desarrollarán de forma coherente con esta falsa creencia. De hecho, todas sus ideas y actividades serán una expresión de esta creencia primaria, autorizando así un comportamiento que viola el primer principio de la verdad, a saber, la unidad del ser.

Todos los conflictos entre individuos, comunidades y naciones, así como la explotación y degradación de la Tierra, se remontan a la violación de un único principio: el hecho de que compartimos nuestro ser. Por lo tanto, cualquier remedio que no aborde esta causa primaria tendrá, en el mejor de los casos, sólo un efecto temporal. Las semillas de la separación que dieron lugar a la crisis en primer lugar permanecerán subliminalmente impresas en el remedio, y sólo será cuestión de tiempo que vuelvan a brotar en nuevas crisis. Por este motivo, muchos movimientos sociales aún no han logrado el cambio que buscaban, incluso tras décadas de intervención bienintencionada.

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Debemos volver a nuestro conocimiento primordial, que ha sido reconocido a lo largo de la historia de la humanidad. Ya en el siglo VII a.C., las palabras «Conócete a ti mismo» estaban grabadas sobre la puerta del templo de Apolo en Delfos. En el siglo V a.C., el filósofo griego Parménides, considerado el padre fundador de la filosofía occidental, sugirió que todo y todos derivan su existencia aparentemente independiente de una realidad única, incausada e inmutable: el ser infinito e indiferenciado. Al mismo tiempo, en Oriente, la misma idea se expresaba en los Upanishads: «El yo individual y la realidad última del universo son idénticos», y tuvo su eco unos siglos más tarde en el cristianismo: «Yo y el Padre somos uno».

La unidad subyacente del ser es el principio único en el que se basan todas las grandes tradiciones religiosas, filosóficas y espirituales, cada una de ellas adaptada a las exigencias de la época en la que se expresó. El ser se experimenta como el ser de nuestro yo y el ser de los objetos y del mundo. Siendo entero, indivisible, perfecto y completo, no quiere nada, no busca nada y no se resiste a nada. No comparte la ansiedad y la tristeza que caracterizan a nuestros corazones y mentes; es decir, su naturaleza es la paz y la felicidad mismas. En otras palabras, la paz y la felicidad son la naturaleza de nuestro ser, y compartimos nuestro ser con todos y con todo. Por tanto, esta comprensión no sólo es la fuente de la paz y la felicidad que todas las personas anhelan, sino también la base necesaria para una sociedad justa y pacífica.

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Si esta comprensión es la fuente de la paz —tanto dentro de uno mismo como en toda la sociedad—, debemos preguntarnos: ¿Cómo llegamos a esta comprensión, tanto a nivel individual como colectivo?

A nivel del individuo aparente, basta con preguntarse: «¿Soy consciente de que existo? Cualquiera que lea esto puede decir con absoluta certeza: «Sí, lo soy». La afirmación «yo soy» se refiere a nuestro conocimiento del ser. Esta simple conciencia de ser es nuestra experiencia más familiar e íntima. No es exótica ni esotérica; de hecho, el sabor del té es más exótico que este simple conocimiento del ser.

Todos y cada uno de nosotros conocemos nuestro propio ser antes de conocer cualquier otra cosa. Antes de saber «soy hombre» o «soy mujer», «soy musulmán» o «soy judío» o «soy pobre» o «soy rico», sabemos que «soy». Nuestro saber ser es anterior a nuestras diversas identidades y, como tal, es la única experiencia que nos une. Del mismo modo que las casas de un barrio tienen formas, tamaños y colores diferentes, pero todas están impregnadas del mismo espacio físico, nuestras personalidades brillan por su diversidad, pero están impregnadas de la misma presencia singular. Al igual que el espacio de tu habitación es el mismo que el de una habitación al otro lado del planeta, el ser que hay en ti es el mismo que hay en todas las demás personas, animales y cosas. Este reconocimiento de nuestro ser compartido es la experiencia que comúnmente llamamos «amor», y es la razón por la que los actos de crueldad se sienten como una violación tan profunda. Nos sentimos heridos cuando vemos que se hace daño a los demás porque comprendemos que, en última instancia, se hace a nosotros mismos.

A nivel de la sociedad, debemos vivir esta comprensión alineando nuestras acciones, relaciones e instituciones con la unidad del ser. Antes de relacionarte con un hombre o una mujer, un musulmán o un judío, un pobre o un rico, relaciónate con la esencia que hay en ellos. Recuerda que ambos utilizáis el mismo nombre para referiros a vuestro ser. Ambos os llamáis «yo». El hecho de que compartas tu nombre es un indicio de la unidad del ser. Te llamas a ti mismo con el mismo nombre porque eres el mismo ser.

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Cada pensamiento y sentimiento que tenemos, y cada actividad o relación en la que nos involucramos, es una expresión de nuestra visión del mundo subyacente. Todo lo que necesitamos es asegurarnos de que nuestra actitud subyacente es coherente con la comprensión de que la paz y la felicidad son la naturaleza de nuestro ser, y que compartimos nuestro ser con todos y con todo. Como decía San Agustín: «Ama y haz lo que quieras». Es decir, date cuenta de la unidad previa que compartes con todos y con todo, y actúa de acuerdo con ese conocimiento.

La puesta en práctica de esta comprensión no sólo es el camino directo hacia la paz y la felicidad en nuestro interior, sino que también es la base para resolver los conflictos entre naciones y restablecer nuestra relación con la Tierra. En resumen, es el requisito previo para la paz mundial.

El siguiente paso para la evolución de la humanidad es superar el paradigma de la separación. La unidad del ser debe ser el principio único sobre el que se fundamente cualquier relación o institución, ya sea una familia, una comunidad, una nación o una civilización. Nuestra sociedad debe basarse en el primer gran principio de la verdad: la unidad del ser.