Artículos - María Toscano y Germán Ancochea
Las mujeres en el misticismo cristiano
Hildegarda de Bingen y las Beguinas
Por María Toscano y Germán Ancochea Revista Sufi, 2001 / Versión PDFLa Baja Edad Media será testigo de un inusitado florecer de mujeres místicas que llenarán los siglos XIII y XIV de una presencia femenina con una densidad e importancia desconocidas en la historia del misticismo cristiano, cuyo progresivo conocimiento corre en paralelo a la nueva visión que se tiene de la Edad Media y del peso de la mujer en la sociedad en general y en la comunidad cristiana de forma más concreta. [1]
La mujer en la baja Edad Media ―se entiende, la mujer perteneciente a las órdenes religiosas, a la nobleza y la alta burguesía― ocupó un papel destacado tanto en la religión (de lo que es buena muestra el poder de importantes abadesas), como en la política (no hay más que referirse a las numerosas reinas), como en la cultura; baste recordar, como paradigma de mujer con relevancia política y cultural, a Leonor de Aquitania (1122-1204), mujer extraordinariamente culta, protectora de trovadores y que durante casi medio siglo hizo y deshizo en la política europea. La pérdida de derechos civiles por parte de la mujer no es consecuencia de la Edad Media, en buena parte marcada por el derecho germánico, sino por la progresiva introducción del derecho romano ―que negaba la categoría de personas a mujeres y niños― y por el papel que el triunfo de la sociedad burguesa asignará a la mujer.
La Baja Edad Media «es el tiempo de Eloísa y Abelardo, de Leonor de Aquitania y de su hija María de Champaña; de las “cortes de amor”; el tiempo de los “lenguajes secretos”, los personajes legendarios y las aventuras prodigiosas; es el tiempo de la leyenda del Grial, de los “fieles de amor” y el “reino de la Dama”, de símbolos alquímicos y numéricos, de trovadores y troveros, que entretejen un mundo nuevo y crean espacios literarios que ya no son patrimonio del clero». [2]
Las mujeres de cuya compañía y amistad nos proponemos disfrutar no sólo alcanzaron altas cimas en su camino hacia la vecindad del Amado ―que seguramente mujeres así no han faltado en ninguna época, aunque sólo en unos pocos casos alcanzaron el público reconocimiento al ser consideradas oficialmente santas [3] y en la mayoría permanecieron ocultas en su anonadamiento en Dios― sino que unieron a la profundidad de su experiencia el hecho de contarla y escribirla, algo ya no usual, ofreciéndonos las marcas de un camino que, siendo eterno, nos es presentado con aspectos de una profundidad y radicalidad absolutamente nuevas.
Hildegarda de Bingen (1098-1179)
Pero antes de ocuparnos de esta eclosión de místicas de los siglos XIII y XIV nos encontramos con una mujer excepcional que llena el siglo XII: Hildegarda de Bingen (1098-1179). Hildegarda es de familia noble, sus padres, cuando tiene ocho años, la encomiendan a una mujer, Jutta de Spouheim, para que la eduque y la críe. Cuando Hildegarda tiene 14 años, Jutta y la niña viven como reclusas [4] junto a un monasterio benedictino, en el que permanecen hasta la muerte de Jutta.
De la primera parte de la vida de Hildegarda apenas sabemos nada. Vivió en la obediencia, desarrollando un ansia de saber profunda. En torno a ellas se han ido agrupando una serie de mujeres y cuando muere Jutta, su maestra y animadora, Hildegarda toma las riendas de la comunidad y, entonces, aparece una mujer hasta entonces desconocida: fuerte, poderosa, ellos dirían que viril, porque cuando a una mujer había que decirle que era algo grande, había que decirle, como hemos visto, que era como un hombre. Pronto funda un monasterio propio.
Era una mujer poderosa, tiene un gran carácter y sabe llevar y perfectamente entender a sus monjas. Ella entiende a sus monjas y sus monjas la entienden a ella. Empieza a destacar inmediatamente como guía espiritual. Tiene un espíritu fino, delicado y es capaz de percibir los estados por los que iban pasando sus monjas y las personas que acuden a ella en busca de consejo.
Pero Hildegarda, además, vive desde niña en un estado visionario, compatible con su conciencia normal, no es pues un estado extático en que ella pierda la conciencia, sino la capacidad de acceder a otro nivel de realidad en donde contempla un universo simbólico que después es capaz de interpretar. Cuenta que, cuando tenía tres años, tuvo una gran visión pero era tan pequeña que no se atrevió a decir nada.
A los tres años de edad vi una luz tal que mi alma tembló, pero debido a mi niñez nada pude proferir acerca de esto. A los ocho años fui ofrecida a Dios para la vida espiritual y hasta los quince años vi mucho [...] a mi me sorprendía mucho el hecho de que mientras miraba en lo hondo de mi alma mantuvieran también la visión exterior. [5]
Cuando fue contando lo que le pasaba se sorprende de que a los demás no le suceda lo mismo; Jutta le pidió que tuviera mucho cuidado con las visiones ―siempre sospechosas en la mística cristiana, tanto por carecer de una línea tradicional de maestros capaces de interpretarlas, como por la dificultad real de distinguir las visiones auténticas de todo tipo de fenómenos puramente psicológicos―, ella obedece y se calla, pero cuando llega a ser abadesa sus visiones empiezan a ser fuertísimas, imperativas; la obligan a hablar, de hecho ella interpreta las enfermedades que la afligen como una señal de que no debía de seguir callando. No sabe qué hacer y pide ayuda a un monje del Cister. Este monje se da cuenta que allí ocurre algo diferente de lo normal y, efectivamente, le pide, por favor, que escriba.
Envía sus escritos a S. Bernardo y ante su ardor espiritual éste dice que hay que escuchar a esta mujer guiada por el Espíritu. Hildegarda es llamada por el papa Urbano II para que pueda exponer sus visiones ante el Concilio. El papa queda entusiasmado con esta mujer, la autoriza a exponer su doctrina, y empieza para Hildegarda una intensa etapa de vida pública, y de numerosa correspondencia a través de la cual aconseja a obispos y reyes. No contenta con exponer lo que ve, arremete contra el clero. Se da cuenta que el clero no es lo que tenía que ser: no es precisamente la vida espiritual lo que caracteriza a una buena parte del clero de su época, sino la preocupación por el poder y, sobre todo, por la riqueza. Hildegarda los ataca con gran dureza y esto, aunque tras la aprobación del Papa tienen que soportarla, le creó grandes enemistades.
La vida de Hildegarda es, por lo tanto, una mezcla de vida activa y de vida contemplativa. Hildegarda monja, vive en el monasterio, pero tiene presentes y conoce perfectamente los problema políticos de su tiempo, interviene incluso para intentar poner fin al cisma creado por Federico I al nombrar, por su cuenta, a cuatro papas. El papa le pide que predique, y ella sale, habla, y predica. Además tiene fama de hacer milagros y curaciones y acuden a ella enfermos de todas partes.
Hildegarda dicta sus visiones ―y la explicación de las mismas― a un monje que debe suplir sus deficiencias gramaticales, pero consciente de su carácter profético revisa minuciosamente que recojan sus palabras con absoluta fidelidad. Fruto de este trabajo son sus obras, en latín, Scivias (Conoce los caminos), el Libro de los méritos de la vida y el Libro de la obras divinas, a las que hay que añadir sus libros sobre botánica, medicina, basada en los principios curativos de la naturaleza y sus composiciones musicales.
Sus visiones, enmarcadas siempre en distintas manifestaciones luminosas ―«la luz que veo no pertenece a un lugar. Es mucho más resplandeciente que la nube que lleva el sol [...] se me dice que esta luz es la sombra de luz viviente» [6]― son una exposición simbólica de la doctrina tradicional de la Iglesia, y en especial de la Historia de la Salvación, que le permiten penetrar en el sentido profundo de las Escrituras:
En el año cuarenta y tres del curso de mi vida temporal, en medio de un gran temor y temblor, viendo una celeste visión, vi una gran claridad en la que se oyó una voz que venía del cielo y dijo. “[...] Proclama estas maravillas escribe lo que has aprendido y dilo” Y [...] vino del cielo abierto una luz ígnea que se derramó como una llama en todo mi cerebro, en todo mi corazón y en todo mi pecho. No ardía, solo era caliente, del mismo modo que calienta el sol todo aquello sobre lo que poner sus rayos. Y de pronto comprendí el sentido de todos los libros, de los salmos, de los evangelios... [7]
Sus visiones contienen también revelaciones proféticas que hacen referencia a los periodos de división que, poco después de su muerte, atravesaría la Iglesia.
Hildegarda fue visionaria, música ―compuso admirables obras, basadas en lo oído durante sus visiones―, médico, teóloga, pero, sobre todo, fue una mujer del amor. Hildegarda vivió el amor profundo y eso es lo que le hacía tener ese poder en todas las demás ciencias y en todos los demás conocimientos. Su biógrafo, Theorich de Echternach, narra así su muerte: «Sobre la habitación en la que la luz virgen entregó su alma a Dios en el primer crepúsculo de la noche del domingo, aparecieron en el cielo dos arcos brillantísimos y de diversos colores que se ensancharon por un gran camino extendiéndose por la tierra en cuatro partes [...] En el vértice allí donde los arcos se cruzaban surgió una clara luz en forma de círculo lunar que se ensanchó tanto que pareció apartar las tinieblas de la noche de la habitación [...] debe creerse que Dios, con este signo mostraba con cuanta claridad había iluminado a su amada en los cielos» [8]
Las beguinas
Los siglos XIII y XIV fueron siglos de grandes convulsiones en el seno de la Iglesia romana. Papas y reyes se enfrentan en una larga lucha de poder, pretendiendo cada uno de ellos invadir el terreno del otro, manteniendo ambos el origen divino y prioritario de su poder, lo que les legitimaría para imponerse a la otra parte. El equilibrio de poderes que había caracterizado los siglos anteriores tiende a desaparecer, ambas partes acaban aspirando al poder absoluto y perdiendo legitimidad. A una sensible decadencia de la iglesia oficial, con notables casos de corrupción por parte de miembros del alto clero, se contraponen numerosos movimientos que preconizan un regreso a la pobreza y sencillez evangélica, desde la creación de las órdenes mendicantes como los franciscanos como movimiento más representativo, pasando por los numerosos grupos cuyo exceso de radicalismo los coloca al margen de lo aceptable, hasta la controvertida, y ahogada en sangre, presencia del movimiento cátaro. En este entorno el Espíritu hizo aparecer un grupo de mujeres que no sólo alcanzaron los más altos niveles de la experiencia mística sino que divulgaron su “ciencia” ―mejor, quizá, sería decir, su “gnosis”― en unas obras que, si por una parte marcan uno de los grandes hitos de la literatura espiritual, por otra al escribirse por primera vez no en latín sino en lenguas vernáculas representan, en muchos casos, obras de referencia desde el punto de vista literario en sus respectivos países.
Estas mujeres se caracterizan por una sólida formación cultural y teológica, unida a una experiencia mística personal profunda, acompañada, con frecuencia, de experiencias visionarias y/o extáticas que sorprenden a sus contemporáneos que carecen de elementos para juzgarlas pero que no pueden descalificarlas como fruto de la histeria femenina, ante la solidez teológica de sus escritos. Todo ello acompañado de una vida de radical austeridad y libertad de espíritu, que adopta tres modelos fundamentales: las monjas cistercienses, las beguinas y las reclusas [9], modelos que en algunas de ellas corresponden a distintos momentos de su vida.
Desde el punto de vista doctrinal [10] sus atrevidas formulaciones ―que corresponden a una profunda experiencia interior, no a una mera especulación intelectual― nos muestran una aspiración a alcanzar la unión con Dios sin intermediarios, en un proceso en el que la misma necesidad de Dios, como último residuo de la dualidad hombre-Dios desaparece, para llegar no a ser Dios, sino a ser lo que Dios es. O en palabras del doctor J. Nurbakhsh, maestro sufí contemporáneo: «A través del Amor he llegado a un lugar donde no queda rastro alguno del amor». [11]
Su actitud mística es una síntesis del amor cortés, de la mística nupcial y de mística especulativa. La síntesis entre mística nupcial y mística especulativa pudo llegar hasta los místicos del Siglo de Oro español, y en especial a san Juan de la Cruz, por un doble camino. Por una parte se especula con la posibilidad de que hayan sido las beguinas uno de los elementos que dieron origen en el siglo XV a la rama femenina de la Orden del Carmelo [12], por otra parte la mística renana llegó a Juan de la Cruz a través de la obra de Herp (cf. Toscano M./Ancochea G. Místicos neoplatónicos y Neoplatónicos místicos) y de una traducción latina realizada en 1548, y dedicada a Felipe II, de una especie de antología del pensamiento renano que circulaba bajo la forma de una pseudo-obra de Tauler.
«Hablar de amor cortés es hablar de mitología caballeresca, de un código de honor y lealtad [...] de cabalgadas en las que el amor persigue y es perseguido a su vez; se trata de una búsqueda, de pruebas, en castillos, desiertos y tierras devastadas [...] es también la historia simbólica de los relatos del Grial [...] con una nueva síntesis espiritual que integra elementos cristianos, orientales y hermetistas de enorme riqueza.» [13]
Son gente culta que ha leído las novelas de caballería y del amor cortés que entonces circulaban por Europa. Aplican su formación caballeresca a la exposición de su mística, de ahí que tuvieran tanta fuerza en la exposición y encontrasen fácil resonancia en sus contemporáneos, familiarizados con la actitud caballeresca. Entendían perfectamente a los «fideli d’amore» y entendían perfectamente la función de la dama para atraer y formar el amor del caballero. En un principio la Dama Amor ―en ocasiones dama pobreza― ejerce el papel de la dama de las novelas de caballerías y es mediante la consagración a ella como el místico acaba conquistando la cima, después la dama es Dios mismo que atrae y gratifica con su presencia y a cuyo amor y unión definitivos se aspira. Sus escritos son pues, en el fondo, novelas de Amor.
En la mística nupcial, basada en el Cantar de los Cantares, la unión mística es descrita como una boda espiritual, en la que amante y Amado se funden, sin confundirse, en el momento del éxtasis: «Dios y el hombres están separados el uno del otro. Cada cual conserva su propia voluntad y su propia substancia. Tal amor es para ellos una comunión de voluntades y un acuerdo de amor.» [14] Mística que se ha dicho corresponde a una actitud arquetípicamente femenina, sin embargo, es desarrollada, entre otros, por hombres como Orígenes [15] y san Bernardo [16] aunque algunas de nuestras compañeras del camino recurrirán con especial énfasis a sus símbolos.
La mística especulativa o mística del ser, hace hincapié en dejar de lado toda multiplicidad, para finalmente superar la dualidad sujeto-objeto y alcanzar la unidad, llegando a ser lo que Dios es o, en expresión de Guillermo de Saint-Tierry: [17]
El hombre llega a ser una sola cosa con Dios, un solo espíritu, no sólo por la unidad de una voluntad que quiere lo mismo que Él, sino por una virtud más profundamente verdadera cuando no puede querer nada distinto [...] Como el Hijo con el Padre y el Padre con el Hijo [...] el hombre de Dios merece llegar a ser, no Dios, pero sí lo que Dios es; llegando el hombre a ser por gracia lo que Dios es por naturaleza. [18]
Nótese, por una parte que la expresión “lo que Dios es” nos remite claramente a una visión de la esencia del Ser en la que se puede adivinar la existencia de una Realidad que está más allá del hombre y del propio Dios, a la que distintos aludirán con términos como “Divinidad”, “desierto de la Deidad”, “abismo de la Deidad” o el “abismo sin fondo”. Por otra parte, frente a la participación de la naturaleza divina a la que se refiere san Pedro en su epístola II [19], Guillermo se sitúa en la línea de la teología romana basada en Pablo que habla de una filiación por adopción, y por tanto por gracia [20]. No obstante conviene recordar que la figura de “hijo adoptivo” a la que se refiere Pablo se encuadra dentro del derecho romano ―y la práctica habitual en el imperio romano― en que lo que determinaba la filiación era el hecho jurídico de la adopción y no el hecho biológico de la paternidad, siendo los derechos del hijo adoptado (biológico o no) superiores a las del mero hijo biológico.
Esta mística se basaba en un conocimiento profundo de la divinidad nacido de un anhelo amoroso que las conducía a un tipo de sabiduría diferente a otro tipo de sabiduría cualquiera. Cuando un ser humano se deja llevar por ese anhelo, anhelo que a veces no sabe explicitar, se lanza a una búsqueda de su esencia en la que su “yo” desaparece y alcanza la unificación con el Origen. Dios nos ha pensado desde la eternidad, cada uno de nosotros tiene una imagen preeterna que vive en Dios, lo que luego Eckhart llamará la “parte increada del alma”. Todos nosotros tenemos una parte última, definitiva, escondida, oculta, a veces tan oculta que se oculta a nosotros mismos, en la que Dios se manifiesta tal cual es, pero llegar hasta allí, llegar a ese momento oculto del alma, a esa situación, a esa ciudadela escondida, es la labor de una vida. La vida entera no es nada más que la búsqueda de ese lugar escondido donde Dios se manifiesta.
¿Y que se produce en ese lugar escondido?: el encuentro de la parte increada del hombre y de Dios. Lo que ocurre es que ese es un largo proceso, un largo proceso de aniquilación, de anonadamiento. Si el hombre no llega allí solamente con esa realidad última creada por Dios, no puede percibir lo que se esconce en el “hondón” de su alma. Tenemos que morir a nosotros mismos, tenemos que dejar de ser nosotros mismos para llegar allí, es un proceso de retorno a la fuente en que el hombre ha de despojarse de todo aquello que ha adquirido en el viaje de venida. Refiriéndose al viaje de vuelta dice el Dr. Nurbakshs, que une a su condición de maestro sufí la de doctor en Medicina y Psiquiatría: «Para alcanzar la perfección espiritual, el ser humano ha de perder, uno por uno, y en orden contrario, todo aquello que ha adquirido desde su infancia a su madurez [...] Mientras el primer semicírculo el viaje de venida representa el atravesar las diferentes etapas de la perfección de la autoconsciencia [...] el segundo semicírculo el viaje de retorno representa un viaje a través de las diferentes etapas de la conciencia del corazón [...] y el viajero que viaja por este camino ha de ser libre de toda atadura.» [21] Todo el proceso espiritual del hombre es un proceso de rompimiento con su ego, de rompimiento con lo que impida avanzar.
Las beguinas hablan de una mística de fruición y de una fruición de la esencia. Fruir significa disfrutar, gozar plenamente de una cosa, y gozar plenamente de la unión significa dos cosas: que Eso que busco, el objeto amado, ha estado desde siempre allí esperándome, y significa también que ese yo que creo que soy ha de morir, para dar origen a ese yo que en el fondo verdaderamente soy, aunque todavía no lo perciba con claridad o incluso a veces lo ignore. Para que se produzca el encuentro, tiene que haber un yo profundo que Es, que elimina al que no-es, frente a Dios uno no-es nada, o, mejor dicho, es pura nada.
Esta es la mística de las beguinas y ésta es la mística de la esencia. Es la mística del encuentro de dos realidades que están llamadas a encontrarse o, mejor dicho, a reencontrarse desde la eternidad.
La mística de la esencia recupera, en parte, para Occidente la doctrina de la “divinización” conservada y desarrollada por la Iglesia de Oriente. La doctrina de la divinización (theosis) ―increíblemente marginada, excepto en la mística especulativa, por la teología de Occidente hasta el punto de que es casi imposible encontrar el término en los diccionarios de teología y de mística― ha sido ampliamente desarrollada por los Padres Griegos y ha permanecido viva en la teología ―y la experiencia― mística de la Iglesia de Oriente. La doctrina de la divinización establece una clara simetría entre la participación de la naturaleza humana por parte de Dios en Cristo y la participación de la naturaleza divina a la que el hombre está llamado. Es la conocida formulación de Máximo el Confesor (580-662): «El Hijo de Dios se hizo hombre para que el hombre se haga Dios», o en las ya mencionadas palabras de san Pedro: para eso nos ha creado, para que participemos de su naturaleza divina. En este contexto hay una clásica exégesis de los versículos del Génesis: Dijo entonces Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza [...]” Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó [22], que es interpretada como una doble participación de la naturaleza divina. Hay una primera participación expresada por la palabra “imagen” que hace referencia al estado del hombre, “icono de Dios” antes de la caída ―o del viaje de venida en términos neoplatónicos― y una segunda asunción de la naturaleza divina expresada por la palabra “semejanza”, que inicialmente está en el hombre en potencia, como una semilla, para que pueda ser desarrollada y alcanzada por el hombre que triunfa en su viaje de retorno; a ella se referiría san Juan cuando dice: Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es. [23]
Esta actitud, aparentemente más masculina, y de la que, durante mucho tiempo se ha considerado al Maestro Eckhart y sus discípulos como principales representantes, se encuentra especialmente desarrollada en estas mujeres que efectuaron una magistral síntesis con las otras actitudes reseñadas y que sin duda tuvieron un gran influjo en el pensamiento del gran Maestro alemán. De hecho hoy se sabe, entre otras cosas, que la obra de Matilde de Magdeburgo (1208-1282/97) fue una de las lecturas predilectas de Eckhart en su noviciado, que éste estaba en París durante el proceso de Margarita Porète (1260-1310) y que algunos sermones del maestro recogen expresiones de Margarita; por otra parte en alguna edición de la obra de la “desconocida” Hermana Katrei, se la denomina como “la hija que el Maestro Eckhart tenía en Estrasburgo”.
«Una tremenda coincidencia tuvo que suceder en el siglo XIII, pues mientras las mujeres necesitan escribir los hombres necesitaron oírlas [...] Ellas constituyeron el testimonio vivo de la existencia de Dios. Pues ellas hablaron de sí mismas porque hablaron de Dios. Hasta tal punto se establecieron las correspondencias entre femenino y experiencia de Dios, que, en el siglo XIV, los hombres místicos tuvieron que feminizarse: el gran maestro Eckhart, cima de la mística medieval habló de que el alma era mujer, mientras que Enrique Suso, su discípulo, más literal que su maestro, se vistió de mujer.» [24]
El movimiento de las beguinas es uno de los movimientos más interesantes y más curiosos que se han dado en la historia de la espiritualidad occidental. Las beguinas eran, generalmente, mujeres de la clase alta, o de clase media alta. En un momento en que se empieza a derrumbar el sistema tan estructurado de la iglesia y del mundo feudal ―como consecuencia por una parte del nacimiento de la sociedad burguesa y por otro de la deslegitimación del poder civil, fruto de su enfrentamiento con el religioso― aparece el deseo de una cierta libertad interior, libertad de conciencia, hace falta que cada hombre se exprese por sí mismo.
De ellas se ha dicho: «Era, fundamentalmente, un movimiento de mujeres y no sencillamente un apéndice femenino de un movimiento que debía su impulso, su dirección y su principal apoyo a los hombres. No había regla alguna definida de vida; no reivindicaba la autoridad de ningún santo fundador; no buscaba autorización alguna de la Santa Sede; no tenía organización ni constitución; no prometía beneficio alguno y no buscaba patrono; sus votos eran una declaración de intenciones, no un compromiso irreversible con una disciplina impuesta por la autoridad; y sus miembros podían proseguir con su trabajo normal en el mundo.» [25]
Estas mujeres eran hijas de su tiempo. Muchas de ellas segundonas de las casas, que no tenían un matrimonio concertado, vírgenes y solteras por su propia situación social. Como tenían ansias de una vida espiritual profunda, de una vida espiritual auténtica, y al mismo tiempo un profundo interés cultural, hasta entonces casi reservado a las monjas, empezaron a reunirse en pequeños grupos a estudiar las Escrituras y a escribir sus propias experiencias. Esto ocasionó un cierto revuelo. La iglesia no las veía con muy buena cara, no las podía controlar, no tenían constituciones. Ellas hacían votos, pero hacían votos internos en su pequeña comunidad. Votos temporales y votos en función de su grado de entrega: votos de pobreza, votos de castidad, votos de obediencia.
El motivo fundamental era reunirse para la oración y para el estudio y, poco a poco, dándose cuenta de las necesidades de entonces, las beguinas empiezan a realizar algún servicio externo: cuidaban de los enfermos, cuidaban de las parroquias mal atendidas, pobres y miserables, cuidaban al párroco, limpiaban la casa, atendían a los ornamentos litúrgicos, pero siempre en la ocultación, en lo escondido. Las beguinas resultaron ser una fuerza espiritual profunda.
El mero hecho de la existencia de las beguinas significaba para los eclesiásticos una clara denuncia de su postura. Si ellos eran ricos, las beguinas eran pobres; si la iglesia hacía hincapié en el poder, las beguinas hacían hincapié en la espiritualidad; si el alto clero fomentaba la vida de lujo, la vida del poder, la vida del dominio, las beguinas destacaban por su austeridad y por la profundidad de la vida interior; si la iglesia oficial hablaba de ortodoxia las beguina hablaban de experiencia.
Las beguinas resultaron ser una especie de moscardón incómodo que a la iglesia le sale durante dos siglos seguidos, era nuevo que las mujeres laicas, no sometidas a ninguna regla monástica, fueran capaces de alcanzar un grado de desarrollo teológico tan profundo y, sobre todo, una cosa llamaba la atención: vivían lo que pensaban. Había una coherencia perfecta entre su vida y lo que decían. Esa vida y esa coherencia interna las hace muy fuertes, muy poderosas. La coincidencia entre vida y pensamiento es la más alta muestra de la sinceridad: «La sinceridad es el cimiento de la senda espiritual y la han definido así: “Muéstrate tal y como en realidad eres y sé interiormente tal como muestras ser” [...] La base del sufismo no es otra cosa que la sinceridad.» [26] Cuando una persona vive realmente lo que dice y dice lo que vive, no hay nada que pueda contra ella.
A finales del siglo XIII llegaron a ser más de doscientas mil beguinas. Hubo algunos que las atacaron, pero hubo otros que se dieron cuenta de la importancia que tenía este movimiento en la iglesia.
Surge así, de forma casi espontánea, la pregunta del franciscano Lamberto de Ratisbona:
He aquí que, en nuestros días, en Brabante y en Baviera, el arte ha nacido entre las mujeres.
Señor Dios mío ¿qué arte es ese mediante el cual una vieja comprende mejor que un hombre sabio?
Me parece que esta es la razón de que una mujer sea buena a los ojos de Dios: en la simplicidad de su comprensión, su corazón dulce, su espíritu más débil, son más fácilmente iluminados en su interior, de modo que, en su deseo, comprende mejor la sabiduría que emana del cielo, que un hombre duro que en esto es más torpe. [27]
¿Cómo es posible que una mujer sea capaz de percibir de Dios algo que los hombres sabios no? y, entonces, este franciscano hace un estudio precioso de la feminidad: la mujer está más preparada para entender porque es receptora por naturaleza y, al ser receptora, es dulce y, al ser dulce, es capaz de percibir la dulzura de la unión.
También hay algún que otro cardenal que defiende y protege a las beguinas. Por ejemplo el cardenal de Vitry que dice de ellas: «Su nombre debe ser conservado y su voz transmitida. Mujeres audaces y bienaventuradas que nos recuerdan por qué y para qué hemos nacido». Esto, dicho en el siglo XIII acerca de las mujeres, nos parece, con los prejuicios de hoy, una cosa inaudita.
Las beguinas cumplieron una misión importante: formar, educar, cultivar. Muchas de ellas volvían al mundo, sus votos eran temporales, vivían una temporada y salían; otras entraban cuando eran mayores y al revés. Fue una fluidez, una libertad, que no daban las órdenes religiosas. Era una capacidad de vivir el amor libremente sin porqué, que dirá Beatriz de Nazaret (1200-1268), una monja cisterciense formada por las beguinas. Desde Flandes, en el norte de Francia y en Alemania, este movimiento se extendió por toda Europa; aunque su presencia fue especialmente importante en Centroeuropa, hay noticia de beguinas en Cataluña y en el reino de Castilla. La historia nos dice que en siglo y medio existieron unas doscientas mil beguinas, de ellas conocemos nada más que pequeños núcleos o lo escrito por algunas mujeres que nos han dejado algo de sí mismas.
La Iglesia oficial pronto empezó a mirar con desconfianza a estas mujeres, porque eran libres, no estaban sometidas ni a una regla ni a un marido ―como dijo un eclesiástico―, porque ponían en evidencia la miseria moral y espiritual del mundo clerical y, de forma muy especial, porque expresaban sus experiencias místicas y su doctrina en lengua vulgar y podían ser entendidas por todo el mundo. A pesar de contar con frecuencia con la protección de la orden cisterciense y en ocasiones de algunos obispos, las beguinas empezaron a ser perseguidas, a algunas no les quedó más remedio que ingresar en monasterios convencionales, otras tuvieron que sumergirse y aparentemente desaparecer, alguna se encontró con la hoguera de la Inquisición [28], si bien el movimiento continuó durante siglos en Centroeuropa, pero con mucha más prudencia en sus manifestaciones exteriores. Su actitud y su experiencia, sin embargo, han llegado hasta nosotros y hoy parecen recobrar un nuevo atractivo, tanto por su doctrina basada en una mística experiencial como por su forma de vida absolutamente moderna en un mundo que ama la libertad y huye de los encorsetamientos institucionales.
- Cf. Pernoud R. Para acabar con la Edad Media. J.J.Olañeta Palma de Mallorca 1999.
- Tabuyo M. «Introducción» a la edición de El lenguaje del deseo.Trotta, Madrid 1999.
- No nos referiremos, por tanto, a santas que, por una parte, son más conocidas y que, por otra, su obra escrita, cuando existe, refleja una menor novedad que aquellas a las que vamos a referirnos, como pudieran ser una Clara de Asís (1193-1253) o una Catalina de Siena (1347-1380) cuyos caminos, rebosantes sin duda de Amor y de devoción a la Dama Pobreza, se inscriben dentro de las espiritualidades más conocidas.
- La reclusión en pequeñas celdas, adosadas a iglesias o monasterios, de forma permanente o temporal se convirtió en aquella época en una práctica frecuente, como modo de vida eremítica en la ciudad, que sustituía a los antiguos desiertos ante la inseguridad de los campos. En general no solían ser monjas y acababan teniendo un gran influencia espiritual en su entorno.
- Libro II de la Vida de Hildegarda de Theorich de Echternach, que contiene numerosos relatos autobiográficos de nuestra protagonista.
- Carta a Guibert de Gembloux.
- «Testimonio inicial», Scivias, Trotta, Madrid 1999.
- Citado por Cirlot V./Gari B. La mirada interior. Martinez Roca, Barcelona 1999.
- Cf. nota 4.
- Cf. Cirlot V./Gari B. o.c. ; Epiney-Burgard G./Zum Brumm E., Mujeres trovadoras de Dios. Paidós, Barcelona 1998; Tabuyo M. o.c.; Garí B./Padrós Wolff A. «Introducción» a la edición de Espejo de las almas simples y Hermana Katrei; Dinzelbacher J. (editor), Icaria, Barcelona 1995; Diccionario de la mística Monte Carmelo, Burgos 2000; y el Dictionnaire de Spiritualité Beauchesne, París 1936-1995.
- Diwan de poesía sufí. Trotta 2001.
- Cf. «Introducción» de P. M. Bernardo a la edición de Las Cartas de Hadewijch de Amberes, Ed. Paulinas, Madrid 1986.
- Tabuyo M. o.c.
- Bernardo de Claraval, Sermones sobre el Cantar de los Cantares, 70.
- Orígenes (+253): filósofo y teólogo alejandrino, discípulo del neoplatónico Ammonio Sakkas, maestro de Plotino, se esfuerza por hacer del cristianismo una filosofía mística y propone una «gnosis» auténtica, que puede penetrar en el auténtico sentido de las Escritura sagradas y que debe permitir al hombre recuperar la unión con Dios mediante una purificación, un conocimiento y una perfección crecientes.
- Bernardo de Claraval (1091-1153) miembro de una familia de la nobleza borgoñona, ingresa a los veintidós años, acompañado por treinta amigos y familiares, en el monasterio de Citeaux, en donde la recién creada orden del Císter busca un retorno a la primitiva regla de san Benito, en una vida más austera y radical. Más tarde fundó el monasterio de Claraval, del que fue abad hasta su muerte. De gran influencia en la vida política y religiosa de su época, y en la vida monástica en general, desde el punto de vista de la mística describe la experiencia como un diálogo de amor entre el esposo y la esposa, en el marco de su comentario al Cantar de los Cantares.
- Guillermo de Saint-Thierry (1090-1148) amigo de Bernardo, de sólida formación filosófica y buen conocedor de la filosofía neoplatónica y de los Padres griegos, con los que comparte, entre otras cosas, una antropología positiva, lejos del pesimismo agustiniano que prevaleció en la teología romana: el hombre descubre en sí mismo la imagen de Dios que Él mismo ha impreso en el hombre y que le impulsa, movido por el amor, a buscar la unión. Como los Padres griegos defendió una teología que sea, ante todo, teología mística, fruto de la experiencia.
- Carta a los hermanos de Monte Dei. Sígueme, Salamanca 1995.
- II Pedro I,4.
- Cf. Romanos VII,15 y Efesios I,5.
- La gnosis sufí (I), Nur, Madrid 1998.
- Génesis I, 26-27.
- I Juan III,2.
- Señalan Cirlot V. y Garí B. o.c.
- Southern L’Église et la societé dans l’Occident médiéval, citado por De Libera A. en Eckhart, Suso, Tauler y la divinización del hombre J.J. Olañeta 1999.
- Nurbakhsh J. En el Camino Sufí. Nur, Madrid 1998.
- Comentario del franciscano Lamberto de Ratisbona en su obra La hija de Sión, obligada referencia cuando se habla de las mujeres de esta época y que nosotros tomamos de Epiney-Burgard G./Zum Brumm E., o.c.
- Se dice que también Juana de Arco (14121431) era beguina, o nacida en un ambiente de beguinas, aunque, en este caso, no fue ésta la causa, sino la política, la que la condujo a la hoguera, bajo la falsa acusación de herejía.