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Artículos - Enrique Martínez Lozano

Jesús

El hombre sabio y compasivo

Una aproximación transpersonal a Jesús de Nazaret

Por Enrique Martínez Lozano

Este artículo trata de investigar, en los textos de los evangelios, signos de que Jesús de Nazaret experimentó un nivel de conciencia transpersonal. Para ello, se hace una lectura de los textos, en torno a tres ejes: 1) signos que muestran a Jesús como un hombre desidentificado de su yo; 2) signos de que, más allá del yo, experimentó, vivió y habló desde una conciencia unitaria; 3) signos de esa misma conciencia, en lo que percibieron quienes convivieron y escribieron sobre él.

Como resultado del estudio, parece evidente que Jesús vivió en un nivel transpersonal de conciencia: Eso hizo de él un hombre sabio y compasivo, un maestro experimentado en el camino hacia la Conciencia unitaria.

* * *

A raíz de la publicación del libro ¿Qué Dios y qué salvación? (Martínez Lozano, 2008), muchos lectores me solicitaron un estudio similar referido a la figura de Jesús. En realidad, entendí que se trataba de plantear, en aquella misma clave, la cuestión ¿Qué Jesús?... Me puse a ello.

Y en ello estaba cuando, desde esta nueva revista ―Journal of Transpersonal Research― me llegó una petición en la misma línea. Así que, sin renunciar a seguir trabajando más detenidamente esa cuestión y poder ofrecer un texto más acabado, que ayude a plantear adecuadamente la cuestión sobre Jesús en el paradigma postmoderno, lo que aquí pretendo es, únicamente, acercarme a los textos del evangelio en los que pueden apreciarse señales de que Jesús vivió en un nivel de conciencia transpersonal.

Me frena un poco la ausencia de estudios sobre el tema, que apenas aparece marginalmente en los autores que abordan el fenómeno de lo transpersonal. Lo más cercano que conozco es un libro titulado Desde dentro de la mente de Cristo (Marion, 2005), pero, como indica en el subtítulo, se refiere más a la «espiritualidad cristiana» que a la propia persona de Jesús.

Sin embargo, y aunque parezca paradójico, esa misma carencia constituye una de mis motivaciones más fuertes. Creo importante que la teoría transpersonal tome en serio la figura de alguien que ha influido tan decisivamente en la historia de Occidente. Y considero igualmente enriquecedor poder «traducir» y leer el mensaje del evangelio en clave transpersonal. Pero esto requiere una palabra introductoria sobre la lectura de un texto sagrado ―en este caso, el evangelio― y sobre la conciencia transpersonal.

Todo texto nace espacial y temporalmente situado. Y a él nos acercamos cada cual también desde nuestro propio tiempo y lugar. Nos hallamos, por tanto, ante un doble condicionamiento que no podemos olvidar. Si a ese inevitable marco en el que toda expresión se produce lo llamamos «paradigma», habremos de concluir que un paradigma no es sino un «idioma cultural». Y del mismo modo que no podemos hablar sin usar un idioma determinado, tampoco podemos acceder a la comprensión de la realidad sin recurrir a un paradigma concreto. Porque así como no puede haber palabras sin idioma, tampoco puede haber pensamiento sin paradigma.

Cuando nos acercamos a una obra que proviene de un ámbito cultural diferente al nuestro, es probable que experimentemos dificultades de comprensión. Y como nos ocurre con un texto escrito en un idioma desconocido, nos veremos en la obligación de traducirlo.

El evangelio fue escrito en un paradigma que, genéricamente, podemos designar como premoderno, propio de sociedades agrarias, preindustriales e inmovilistas. Quienes se encuentran en un paradigma postmoderno, característico de nuestras sociedades postindustriales, globalizadas y dinámicas, no podrán comprenderlo, a menos que sea «traducido» a este nuevo idioma cultural. Porque no hay un paradigma mejor que otro: todo lo humano puede expresarse en cualquiera de ellos.

La «traducción» de la que hablo se complica todavía más cuando lo que se está modificando no es únicamente el marco cultural o paradigma, sino el propio nivel o estadio de conciencia. Se trata en este caso de algo cualitativamente diferente, con repercusiones incomparablemente más profundas. Y es que hay signos de que lo que se está agotando, no es sólo el paradigma mítico y heterónomo, definitivamente superado (Lenaers, 2008; Vigil, 2007), sino el mismo modelo dualista de cognición ―o modelo cartesiano―, basado en la dualidad sujeto/objeto (Corbí, 2007; Ferrer, 2003; Martínez Lozano, 2009; Wilber, 2007). Ello indicaría el final del estadio egoico de la conciencia y el umbral colectivo de uno nuevo: el nivel transpersonal.

Al estadio transpersonal de conciencia accedemos cuando empezamos a observar la mente. Al hacer así, caemos en la cuenta de que tenemos mente, pero que somos mucho más que ella. Se ha producido ya el primer atisbo empírico de que nuestra identidad no se reduce a lo egoico, aunque durante siglos lo hayamos creído así. De modo que podemos reconocer que tenemos un «yo», pero que somos más que ese yo que podemos observar. De un modo similar a como, de niños, pasamos de una «conciencia corporal» a otra «mental» ―de una manera espontánea, en cuanto empezamos a observar nuestro cuerpo―, nos hallaríamos ahora, colectivamente hablando, en los inicios de un nuevo salto de la conciencia mental a la transpersonal.

Todo ello no significa negar la mente ni el lugar que ocupa en nuestra vida. Lo único que ocurre es que dejamos de identificarnos con ella, porque hemos vislumbrado una identidad inmensamente más amplia.

En contraste con el estadio mental, caracterizado por la separación, el nuevo nivel transpersonal, en el que el propio yo queda integrado y trascendido, se caracteriza por la percepción de la unidad de todo en las diferencias.

Si bien, colectivamente y a pesar de los indicios que apuntan un cambio, la humanidad se encuentra aún en estadios míticos y racionales de conciencia, parece que no han sido pocos los hombres y mujeres que, a lo largo de la historia, han experimentado ese otro nivel que trasciende el yo.

Entre ellos, Jesús ocupa un lugar destacado. Lo que sigue es simplemente un primer esbozo de comentario a textos que así parecen mostrarlo.

Son textos que, a pesar de haberse leído habitualmente desde un paradigma premoderno ―lo cual se explica porque ése era justamente el «idioma» que se hablaba en el periodo histórico en que nacieron―, encierran una sabiduría propia de quien ha «visto» y habla desde más allá de la mente, porque ha accedido a un nivel mayor ―transpersonal― de conciencia.

Signos de la conciencia transpersonal en Jesús

La experiencia mística es una experiencia transpersonal. Se trasciende lo mental y se abre paso una nueva percepción de lo real. Por ese motivo, porque en tales experiencias se acalla el pensamiento y es posible «ver» más allá del velo de la mente, es fácil encontrar en los místicos expresiones de claro sabor transpersonal. Eso mismo ocurre en el evangelio.

Sin entrar en el debate sobre lo que serían palabras «auténticas» de Jesús ―«ipsissima verba Iesu»― y lo que, tras la denominada «experiencia pascual», es obra de los discípulos y, en último término, de los redactores del evangelio, lo cierto es que en el texto que ha llegado a nosotros encontramos expresiones que revelan toda su hondura y riqueza cuando las leemos en esa clave. En este sentido, es innegable que el evangelio constituye un mensaje de sabiduría, que nos invita a despertar.

Lo transpersonal es un estadio de conciencia que conlleva, como cualquier otro, un modo de percibir y un modo de actuar, coherentes entre sí. Habría que dudar, por tanto, de aquello que no desemboque en una transformación personal (Daniels, 2008). Lo característico de ese estadio es la superación-integración del nivel mental y, por tanto, del yo, con el que habitualmente nos identificamos de una manera absoluta.

La conciencia transpersonal es, pues, una conciencia unitaria y des-egocentrada. Quien accede a ella, «ve» la unidad de lo real más allá del velo opaco que interpone la mente ―más allá de las aparentes diferencias― y actúa desde el amor a todos los seres. De ahí que los dos rasgos más característicos de quien se halla en ese nivel de conciencia sean la sabiduría y la compasión.

Y eso es precisamente lo que más se destaca en la persona de Jesús. ¿Quién es y qué ha visto este hombre sabio y compasivo? Vamos a acercarnos a los textos, buscando huellas de la conciencia transpersonal en aquellas dos dimensiones que la caracterizan: la des-egocentración y la conciencia unitaria.

Un hombre desidentificado del yo

En el proceso evolutivo de la persona ―como, globalmente, el de la humanidad―, la emergencia del nivel mental ―y, con él, la aparición y consolidación del yo, en cuanto identidad independiente―, marca un momento culminante. Se sale de la oscuridad de lo pre-personal y se accede a la autoconciencia personal.

Ahora bien, como no podía ser de otro modo, ese nuevo nivel «personal» está caracterizado por una conciencia egoica: el yo recién nacido se embarca en una carrera, espontánea y ansiosa, con la que busca constituirse en centro y protagonista de toda la escena. Olvidando que es sólo un momento más de la evolución y despliegue de lo real, tiende a absolutizarse como si fuera la meta definitiva. Se llega, de ese modo, a la apoteosis del egocentrismo, con consecuencias en todos los sectores (relacional, económico, social, político, religioso...). Es el reino del yo y del individualismo exacerbado.

Lo que se halla detrás de ese modo de hacer ―y lo explica― no es en primer lugar una cuestión moral (egoísmo personal), sino una falta de comprensión de la verdadera naturaleza de lo real, es decir, ignorancia, que nos lleva a tomar como definitivo lo que es sólo pasajero. Y al considerarse a sí mismo como definitivo, el yo buscará por todos los medios a su alcance, inadvertida y compulsivamente, sobrevivir y afirmarse frente a todos los demás: la ignorancia lleva a la competitividad, a la rivalidad, a la crispación y al enfrentamiento.

Sólo una comprensión más adecuada de lo real permitirá que pueda modificarse aquella actitud. De hecho, las personas que han «visto», más allá de las apariencias, han modificado su comportamiento. De ellas hemos recibido un mensaje que, con matices propios en cada caso, habla de no dejarnos encerrar en la cárcel del yo, si queremos favorecer el despliegue de la vida. Justamente eso es lo que nos llega de Jesús.

De Jesús se ha dicho con razón que fue el «hombre fraternal» y que todo su comportamiento tuvo como eje el amor a los otros, expresado como bondad, compasión y servicio incondicional. Pero ese comportamiento no proviene, en primer lugar, de un empeño ético, esforzado o voluntarista, sino de su propia comprensión de la realidad: él vio que el yo no era la realidad definitiva y por eso mismo enseñó que vivir para el yo equivale a perder la vida. Veámoslo más despacio en algunos textos, tal como han llegado a nosotros.

“El que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que niegue su vida por mí y por la buena noticia, la salvará” (evangelio de Marcos 8,35).

Este texto se ha interpretado habitualmente desde una perspectiva egoica. Es lo que ocurre con cualquier texto inspirado (espiritual, místico), cuando el lector se encuentra en un nivel de conciencia diferente (mítico o racional). En esa lectura, parecía que se trataba de negar la vida, mortificarse o sufrir; y que ese sufrimiento por Jesús era fuente de salvación. Desde una conciencia mítica y, más ampliamente, egoica, era lo que se podía leer.

Pero el mismo texto nos da una pista que nos hace mirar en otra dirección. Cuando habla de negar la vida, no habla de «biós», sino de «psiché», es decir, del yo psíquico: no se trata de negar la vida, sino de no reducirse al yo.

Por otra parte, en el nivel egoico, el «por mí» del texto se ha entendido como si el «yo» del discípulo tuviera que negarse a favor del «yo» de Jesús. Pero, de nuevo, una tal lectura desconoce justamente la novedad misma de la que Jesús habla. No estamos ante una personalidad narcisista que reclamara atención, sumisión y renuncia a todo lo que no sea él. Estamos, por el contrario, ante alguien que habla y que vive desde más allá del yo. Eso significa que ese «por mí» no puede entenderse en clave egoica, sino que, como veremos, alude nada menos que al «Yo soy», como nombre de la identidad profunda que transciende lo meramente egoico; la identidad honda que a todos nos constituye, que todos compartimos y en la que todos nos encontramos.

En resumen: la invitación es a «negar el yo» para poder acceder al «Yo soy».

“Habéis oído que se dijo: «Ojo por ojo y diente por diente». Pero yo os digo que no hagáis frente al que os hace mal; al contrario, a quien te abofetea en la mejilla derecha, preséntale también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica, dale también el manto; y al que te exija ir cargado mil pasos, ve con él dos mil” (evangelio de Mateo 5,38-41).

Tales palabras resultan absolutamente incomprensibles e impracticables desde una perspectiva egoica. Ningún «yo» puede entender ni vivir un programa semejante. Sin embargo, mientras estamos situados en la nueva identidad que trasciende al yo, en la nueva «conciencia unitaria», no sólo somos capaces de vivirlas, sino que no podemos vivir lo contrario. He subrayado el término «mientras», porque ahí se halla justamente la clave: todo depende de dónde nos hallamos situados para poder «ver» y «vivir» una cosa u otra.

Parece claro que alguien que habla así, sólo puede hacerlo desde «más allá» del yo. Y así es como vivió Jesús, «devolviendo bien por mal», porque no se identificaba como un «yo» frente a otros «yoes» competidores. Él vivía y hablaba desde una identidad nueva que «incluía» a todos y a todo abrazaba. Esa identidad no puede no amar; únicamente puede buscar el bien del otro, no-diferente de sí.

“Habéis oído que se dijo: «Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo». Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen. De ese modo seréis dignos hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos” (evangelio de Mateo 6,43-45).

Es sabido que el nivel mítico, tanto a nivel individual como colectivo, está caracterizado por el sentimiento de pertenencia. Hasta el punto de que, en él, el amor universal es algo sencillamente impensable, porque cae fuera del campo de la conciencia que se halla en ese estadio. Sólo en la medida en que éste empieza a ser trascendido, el horizonte se amplía y se empieza a intuir y a vivir la posibilidad de un amor que incluya a todos.

Cuando se accede al nivel de lo transpersonal, el amor universal no sólo se hace posible, sino que es inevitable. Quien se halla situado en ese nivel, como han experimentado siempre los místicos, no puede no amar a todos. Porque se ha visto que ésa es la Realidad, la Unidad-sin-costuras en la que nada es diferente de nada, la Conciencia unitaria.

Sólo desde esa conciencia puede proclamarse con toda verdad el amor al enemigo; porque se está viendo que incluso ese «enemigo» es no-diferente de «mí», y que es sólo la ignorancia y el sufrimiento los que nos hacen percibirnos como tales.

En esta nueva conciencia, tampoco se ve a Dios como «quien premia a los buenos y castiga a los malos» ―percepción característica del estadio mítico e incluso racional; en todo caso, de cualquier nivel egoico―, sino como el que es «bueno con todos». Por eso, no es extraño que, para Jesús, Dios sea siempre Gratuidad, Amor misericordioso sin límites y sin condiciones.

“Por eso os digo: No andéis preocupados pensando qué vais a comer o a beber para sustentaros, o con qué vestido vais a cubrir vuestro cuerpo. ¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo que el vestido? Fijaos en las aves del cielo; ni siembran ni siegan ni recogen en graneros, y sin embargo vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Quién de vosotros, por más que se preocupe, puede añadir una sola hora a su vida? Y del vestido, ¿por qué os preocupáis? Fijaos cómo crecen los lirios del campo; no se afanan ni hilan; y sin embargo, os digo que ni Salomón en todo su esplendor se vistió como uno de ellos. Pero si a la hierba que hoy está en el campo y mañana se echa al horno Dios la viste así, ¿qué no hará con vosotros, hombres de poca fe? Así que no andéis preocupados diciendo: ¿Qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Con qué nos vestiremos? Ésas son las cosas que inquietan a los paganos. Ya sabe vuestro Padre celestial que las necesitáis. Buscad ante todo el Reino de Dios y lo que es propio de él, y Dios os dará todo lo demás. No andéis preocupados por el día de mañana, que el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su propio afán” (evangelio de Mateo 6,25-34).

Al escuchar estas palabras, cualquiera puede experimentar un «eco» interior que le dice que son verdaderas, porque conectan con algo que, aunque sea muy remotamente, todo ser humano intuye. Sin embargo, una vez más, si se leen desde una perspectiva egoica, resultan incomprensibles y, sobre todo, imposibles de vivir. Porque es característico del yo inquietarse, afanarse y preocuparse en su movimiento compulsivo a buscar seguridad en lo que controla o posee. Al yo no se le puede pedir desprendimiento ni calma: es egocentrado y ansioso.

No; éstas son, de nuevo, palabras que vienen de alguien que ve y vive «más allá» de su yo. Lo que ve y vive es una realidad nueva, que él mismo designaba como «Reino de Dios», y que podemos entender como el conjunto de lo real, la Unidad de Lo Que Es y que se manifiesta en la infinita variedad de formas que la constituyen. Quien ve ese «Reino», ha descubierto la verdadera naturaleza de lo real y esa nueva conciencia reorienta todo su actuar. Deja de vivir para su yo y accede a una sabiduría ecuánime y serena, en comunión con todos y con todo.

Las palabras de Jesús no pueden entenderse como una invitación a no trabajar ―deberemos seguir trabajando, porque no somos pájaros ni lirios―, sino a hacerlo desde la actitud propia de quien, por haber descubierto la verdadera naturaleza de lo real, se deja vivir, descansadamente entregado y confiado en el Misterio que todo lo envuelve.

Cuando eso se ha percibido, la persona se siente permanentemente cuidada y protegida por y en el Misterio de Lo Que Es. Porque, como ha escrito A. Nolan (2007: 190 y 229),

“soy parte del misterio. El misterio me dio a luz... Si el misterio de Dios está más próximo a mí que yo mismo y si, en un sentido profundo, somos uno, entonces no tengo nada que temer. El misterio cuidará de mí en todo momento y circunstancia... Soy amado sin límites porque soy uno con todo el misterio de la vida... Dios es uno con el universo como una persona es una con su cuerpo”

Pues bien, a ese Misterio que todo lo constituye, Jesús lo llamaba «Padre celestial». Una expresión que contiene connotaciones míticas, propias de su época ―la idea de un Dios que vive en un mundo separado, arriba en los cielos―, pero que expresa, en metáfora, el secreto último de la realidad como Amor originario, originante y envolvente.

“No acumuléis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma echan a perder las cosas, y donde los ladrones socavan y roban. Acumulad mejor tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la carcoma echan a perder las cosas, y donde los ladrones ni socavan ni roban. Porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón” (evangelio de Mateo 6,19-21).

El yo no tiene consistencia propia: es un constructo mental y una identidad transitoria y, por tanto, parasitaria. Para subsistir ―para tener una sensación de existir―, necesita aferrarse a cualquier «objeto» que lo alimente: a todo lo que sea tener, poder o aparentar. En todo ello cree percibir seguridad, estabilidad y, en definitiva, consistencia. Eso explica que el yo sea forzosa e inevitablemente egocéntrico. Vive para tener y acumular, para lograr poder e imponerse, para figurar y destacar.

¿Qué ocurre mientras permanecemos identificados con la conciencia egoica? Que «necesitamos «cargar» el ego con la energía que arrebatamos a los inferiores para autoafirmarnos superiores... El ego se tiene que cargar como las baterías, porque no se automantiene...; se tiene que alimentar y crecer arrebatando la capacidad anímica de los otros» (Rodrigáñez, 2007: 244). De ahí que, para poder sostenerse, el yo se vea obligado a echar mano constantemente de aquellos mecanismos que le proporcionan una ilusoria sensación de existir: la identificación, la apropiación, el dominio y la confrontación. El yo se cree consistente en la medida en que se identifica o apropia de cualquier «objeto», y domina o se enfrenta a los otros. Por eso, será también la presencia de esos mecanismos el mejor test para indicarnos el nivel de nuestra conciencia egoica.

Ahora bien, una vez trascendido el yo, todo eso se desvanece o, como dice Jesús, se descubre que son tesoros expuestos inevitablemente a la carcoma. La sabiduría consiste en acumular «tesoros en el cielo».

Lo que ocurre es que, cuando hemos leído estas palabras de Jesús desde una conciencia egoica, no hicimos más que cambiar un «tener» por otro «tener»: se trataba, en esa lectura, de dejar el dinero para acumular «méritos». Pero no podíamos darnos cuenta de que, en ambos casos, el que buscaba acumular era el mismo yo que, de este modo, incluso pretendía asegurarse la eternidad. Con lo cual, el mensaje de sabiduría de Jesús no llevaba a trascender el yo, sino a fortalecerlo.

Los «tesoros en el cielo» son algo bien diferente de la afirmación egoica. Son, sencillamente, la belleza que se percibe al acceder al nuevo estadio transpersonal. No es algo que se alcance gracias al esfuerzo ni se compute como méritos; es una nueva forma de ver y de vivir que emerge cuando nos desapropiamos del yo, es decir, cuando vamos más allá de lo mental. Y una vez que se ha visto, se ha descubierto como el tesoro al que se adhiere nuestro corazón. Es eso exactamente lo que Jesús vio, vivió y enseñó.

“El ojo es la lámpara del cuerpo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo está iluminado; pero si tu ojo está enfermo, todo tu cuerpo está en tinieblas. Y si la luz que hay en ti es tiniebla, ¡qué grande será la oscuridad!” (evangelio de Mateo 6, 22-23)

Es propio del yo pensar que todo es cuestión de voluntad. Sobre esta creencia, se apoyará el voluntarismo, el perfeccionismo e incluso el juicio y la comparación. Pero, ¿realmente es así? ¿Ocurren las cosas por nuestra voluntad o sencillamente ocurren porque ocurren? ¿Puede nuestra voluntad hacer que amanezca? ¿Puede mi voluntad hacer que yo tenga unos pensamientos diferentes de los que tengo? Y si mis pensamientos y sentimientos vienen a mí sin control de la voluntad, ¿qué papel me queda?

Mientras no hay consciencia, es la mente no observada ―el ego― quien nos dirige, porque los pensamientos que están en la base de nuestras acciones son los mensajes grabados antaño, las pautas mentales y emocionales aprendidas, que se repiten de una manera automática. Hasta que no los hacemos conscientes a través de la observación, permanecemos identificados con ellas. Y esa identificación es sinónimo de no-libertad. Mientras no hay consciencia, aun creyéndonos libres, no hacemos sino obedecer los patrones aprendidos.

Por eso, el sabio sabe que no es cuestión de voluntad, sino de comprensión y, en último término, de «ver». Jesús también lo ha visto. El gran obstáculo es la «oscuridad», que no es otra cosa que el encierro producido por la identificación con el propio yo, como si éste constituyera nuestra verdad última. En cuanto vislumbramos la falsedad de ese encierro, se hace la luz en nosotros, comprendemos, y es precisamente esa nueva comprensión ―la luz― la que nos coloca adecuadamente en la vida.

Así como el cuerpo necesita el ojo para estar iluminado ―dice el símil que usa Jesús―, la persona necesita de esa luz para salir de la oscuridad y del sufrimiento.

“Pedid, y recibiréis; buscad, y encontraréis; llamad, y os abrirán. Porque todo el que pide recibe, el que busca encuentra, y al que llama le abren” (evangelio de Mateo 7,7-8).

Al yo amante de la voluntad, del esfuerzo y del mérito, estas palabras le resultan reconfortantes..., a pesar de que luego tropiece una y otra vez con la desazón producida por el hecho de que no parecen cumplirse.

El mismo yo religioso las ha entendido, en clave mítica, como si se tratara de «forzar» a Dios a base de súplicas, de esfuerzos o de méritos, para que finalmente nos diera lo deseado. Y, también aquí, la misma desazón: ¡cuántas personas no se han sentido frustradas y hasta desesperadas al constatar, una y otra vez, que no se cumplía lo que esas palabras presuntamente prometían! ¿A qué se debía ese engaño cruel? Cada uno salía como podía de este doloroso interrogante. Sin embargo, lo que ocurría era, de nuevo, que se había leído una palabra ―dicha desde una conciencia transpersonal― desde un nivel diferente, lo que incapacitaba su comprensión.

Ésas no son palabras cargadas de promesas para el yo, como éste quiere creer, sino algo mucho más simple y, a la vez, más profundo. Constituyen, sencillamente, una constatación que, quien se halla en un nivel de conciencia transpersonal, ha visto: en ese nivel, pedir es ya recibir; buscar es ya haber encontrado; y por el simple hecho de llamar, todo se abre. Porque no hay un «yo» que pida y «otro» que deba darle; tampoco hay ninguna petición ni búsqueda egoica; puesto que todo es ya, la comprensión de lo que es hace que «pedir» y «recibir», «buscar» y «encontrar», «llamar» y «abrir», sean coincidentes.

“Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que sus magnates las oprimen. No ha de ser así entre vosotros. El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea esclavo de todos. Pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos” (evangelio de Marcos 10,42-45).

El texto habla bien de alguien que ha hecho de su vida un camino de entrega y servicio incondicional; habla del propio Jesús. Esa forma de entender la vida no es posible desde el «yo» que, forzosamente, genera una conciencia egoica y narcisista, que le impele a sentirse el primero o «más que» otros. Por el contrario, el servicio incondicional brota cuando ha emergido la conciencia transpersonal que me hace percibir al otro como no-diferente de mí. De hecho, ese modo de vivir el servicio es uno de los criterios para verificar la realidad de esta nueva conciencia.