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Artículos - Hubert Benoit

Doctrinas progresivas y doctrina abrupta

Por Hubert Benoit
Estado Zen

El hombre que sufre de su condición interior y le aplica su reflexión concibe la posibilidad de un cambio, de una plenitud, o de una Realización del ser humano. Si entonces estudia lo esencial de lo que ha sido dicho sobre esta cuestión “desde que hay hombres y que éstos piensan”, descubre un gran número de doctrinas. Una de ellas, cuya formulación es la más sorprendente, se encuentra en el Budismo Zen [1]; reivindicando el nombre de “doctrina abrupta”, oponiéndose así a todas las demás que denomina “doctrinas progresivas”. Queremos intentar definir lo que distingue la doctrina abrupta de las doctrinas progresivas, pues esta importante distinción nos parece generalmente mal comprendida, al menos en Occidente.

Para distinguir dos cosas, una de la otra, nos hace falta encontrar entre los diversos aspectos que ellas presentan, muchos de los cuales son idénticos, el criterio justo. Antes de exponer nuestra opinión sobre este tema, tenemos que eliminar dos ideas inexactas que se presentan primeramente en la mente.

Un primer error consiste en creer que la Iluminación “abrupta” no implica trabajo interior preparatorio. Cuando el Zen nos dice: “Os basta con ver directamente en vuestra propia naturaleza”, esto no significa que esta “simple” visión sea posible sin una preparación. En la doctrina abrupta como en las doctrinas progresivas, un proceso preparatorio está implicado, y por lo tanto este punto no es el criterio que buscamos.

Por otro lado, la palabra “abrupto”, expresando la idea de que la iluminación se produce de una manera súbita, instantánea, nos podría inducir a creer que es lo que caracteriza al Zen. Nos equivocaríamos; un esfuerzo paciente para obtener alguna cosa puede ser coronado con éxito de una manera súbita, sin que haya por ello la más pequeña duda sobre el carácter progresivo del método utilizado. De esta manera vemos derrumbarse en un instante el acantilado que largamente han socavado las olas.

La diferencia real entre doctrinas progresivas y doctrina abrupta, debe buscarse en el modo en que estas doctrinas conciben las relaciones existentes entre los procesos que preceden a la Iluminación y esta Iluminación misma.

Las doctrinas progresivas se fundamentan sobre la idea de que la consciencia del hombre, antes de la Iluminación, está separada de su Principio. La discriminación metafísica fundamental, entre la Manifestación y el Principio, tiende una trampa a nuestro pensamiento; y estas doctrinas caen en la trampa. El error no está en concebir una discriminación sino en considerar como dos entidades los dos términos discriminados. Aquí, por ejemplo, los conceptos de Principio y Manifestación son dos aspectos de la Realidad Una; en tanto que conceptos, mi intelecto discursivo tiene el derecho de desunirlos, y esta desunión analítica es fecunda; pero me equivoco si, tomando estos dos aspectos por dos entidades, olvido el artificio que los ha separado, y si por esto, yo les creo realmente separados. Es como las dos caras de una medalla; no me equivoco distinguiendo el anverso del reverso, pero sí me equivoco si considero estas dos caras como dos entidades y si me interrogo sobre la forma de reintegrarlas en un todo.

Según el grado de sutileza de las doctrinas progresivas, el Principio del cual la consciencia humana está supuestamente separada, se concibe como exterior (noción de “Dios”) o como interior (noción del Sí mismo). De todos modos, se trata de enlazar lo que supuestamente está desunido, desatado; es lo que nos proponen las religiones. Esta empresa de enlazar dos polos separados, está concebida de formas distintas según la modalidad atribuida a la separación. O bien la conciencia está supuestamente separada de su Principio por un vacío, a través del cual hay que poner un puente: el trabajo interior es entonces considerado como una construcción; por ejemplo, la conciencia informal del Sí mismo está supuestamente dormida y es necesario despertarla; es como una función que no existe más que virtualmente, de la cual se trata de construirle su actualización. O bien la consciencia está supuestamente separada de su Principio por obstáculos, pantallas y hace falta entonces destruir estos obstáculos. El obstáculo es por ejemplo, la imaginación, y entonces es necesario aprender a vaciar la mente de toda imagen. El Principio de la mente está concebido como un espejo puro y brillante que empaña el polvo de la imaginación formal. El trabajo interior tiene que retirar este polvo. Según estas concepciones, el trabajo interior, ya sea constructor de un puente o destructor de obstáculos, es evidentemente visto como progresivo; cuanto más construyo mi puente o destruyo mis obstáculos, más progreso en la reintegración de lo que está supuestamente desintegrado, en la reunión de lo que está supuestamente no unido.

La doctrina abrupta no ve las cosas de esta manera. Sabe que la discriminación Principio-Manifestación es un simple artificio analítico; esta discriminación, que preexiste en nosotros subconscientemente, debe ser hecha consciente, sin lo cual jamás podríamos ir más allá, pero sólo debe ser hecha para ser sobrepasada; no debo enunciarla sin recordarme inmediatamente que sus dos términos son únicamente dos aspectos de la única Realidad. De esta manera obra la doctrina abrupta, que de ningún modo concluye en la necesidad de reunir lo que jamás ha estado desunido. Si ella reconoce la necesidad de un trabajo interior, es únicamente desde el punto de vista de las apariencias, porque nos parece efectivamente que hay en nosotros alguna cosa desunida que hace falta reunir; ésto es desde un punto de vista de ningún modo ontológico sino tan sólo fenomenológico, de ningún modo real tan solo ilusorio. El trabajo interior ya no es necesario, así de claro, necesario en sí; es simplemente necesario si no quiero continuar sufriendo de mis ilusorias angustias (angustias en las que tranquilamente me puedo quedar si quiero); no hay salvación que haya que obtenerse necesariamente, el hombre que no hace ningún trabajo interior no está considerado como dejando de lado la realidad de la existencia. Así pues, el trabajo interior es relativamente necesario (si quiero cesar de sufrir, lo que únicamente me atañe a mí), pero absolutamente es inútil; él es subjetivamente necesario pero objetivamente inútil.

Este trabajo, que nada tiene que obtener de real, sino únicamente una modificación de los fenómenos ilusorios, que se hace pues en lo ilusorio, es él mismo ilusión. Recordemos aquí una distinción que hemos desarrollado en otra parte [2], entre el “satori-estado” y el “satori-evento”: Según el Zen, todo hombre está desde toda la eternidad en el estado de satori. El satori-evento es únicamente ese instante histórico, anecdótico, donde el hombre cesa de repente de no darse cuenta que siempre ha estado en el satori-estado. Y este satori-evento no tiene aparente realidad mas que a los ojos del hombre que todavía no lo ha vivido. El que lo ha vivido se da cuenta que siempre ha estado en el satori; para él, el satori-evento, esta frontera entre dos períodos antaño supuestos diferentes, pierde toda realidad cuando ha desaparecido la ilusión de estos dos períodos. El trabajo interior que concluye en el satori-evento, y que parece real mientras parezca real el satori-evento mismo, no tiene más realidad verdadera que el evento en el cual culmina. A medida que prosigue este trabajo interior que en suma no concluye en nada, en consecuencia no podemos hablar de progreso. Por otra parte las confidencias de los maestros Zen, y nuestra propia experiencia si trabajamos el Zen, confirman efectivamente esta idea; a medida que nuestro trabajo continua, sentimos en nosotros una doble modificación: nuestra intuición de la verdad se desarrolla en profundidad, y al mismo tiempo nos sentimos cada vez más ignorantes y avasallados por esta ignorancia; ganando de una parte y perdiendo de la otra; tenemos la impresión de quedarnos en conjunto en el mismo sitio, de no hacer ningún progreso. Este trabajo puede acercarnos cronológicamente al satori-evento sin por ello constituir el más mínimo progreso. ¿Cómo podríamos progresar ya que no tenemos nada que adquirir, estando el hombre de toda la eternidad en la naturaleza de Buda?. Por esto Hui-neng pudo decir: “No hay cumplimiento, no hay realización”.

El Zen compara a aquel que busca la realización a un hombre que, montado sobre su buey, busca este buey por todas partes. Cada uno de nosotros en un cierto ámbito ha explorado así; todo ocurre como si debiéramos constatar la ausencia de nuestro buey, en el ámbito donde esperábamos encontrarlo, para que viésemos, de repente, que nuestro buey estaba ahí desde el principio. Esta comparación no es adecuada desde el punto de vista de la distinción “doctrinas progresivas-doctrina abrupta”, ya que, como toda ilustración tomada en el plano fenoménico, encierra inevitablemente la noción de causalidad y por consiguiente la progresión. Pero ella nos va a ser útil de otra forma. El adepto de la doctrina abrupta, si comprende claramente el carácter ilusorio de todo trabajo interior, al mismo tiempo que su relativa necesidad, se encuentra en una situación bien particular: ya que desea escapar a la angustia, desea hacer el trabajo interior que es necesario para esto; pero al mismo tiempo él no cree en este trabajo; está dividido entre el deseo de trabajar interiormente, de buscar y de encontrar qué esfuerzo realizar, y una certidumbre intelectual de que todo esfuerzo es ilusorio. Este antagonismo entre la afectividad y la intuición intelectual pura se traduce por una sucesión de tentativas malogradas; este hombre se dirige, a pesar de su intuición intelectual y paralelamente a ella, va a esperar un momento de determinado esfuerzo interior, se va a entregar a él y más o menos pronto verifica la vanidad de este particular esfuerzo y lo abandonará. Este hombre sabe que está montado sobre su buey, pero aún no lo ve; a pesar de que lo sabe, la parte de él que aún no ve, espera que el buey se encuentre en un determinado lugar de su dominio, y va a registrar ese lugar; no encuentra nada e interpreta correctamente este fracaso gracias a lo que sabe; de la misma manera empieza de nuevo en otro lugar y continúa así hasta que al fin ya no sabe dónde buscar.

Esto nos lleva a hablar de la noción de “vía”. El adepto de una doctrina progresiva cree que hay una vía (aquella que hace progresar), y según su concepción de lo que le “separa” de su Principio, concibe lo que estima ser la “verdadera vía”. Sigue entonces esta vía, y por consecuencia su trabajo interior reviste un carácter más o menos fijo, sistematizado; ésto incluye ejercicios repetidos con perseverancia, una o varias disciplinas. El adepto de la doctrina abrupta, al contrario, sabe que no hay una vía. Para su trabajo interior, relativamente necesario, aunque ilusorio, tiene sin embargo necesidad de una forma, de una vía; pero porque este hombre sabe que toda vía es un impasse, reconoce rápidamente como impasse la vía que explora, y la siguiente, etc. El trabajo interior de este hombre está fragmentado, como si fuera una línea rota en la cual sus segmentos se acortan de más en más. Al final, este trabajo no es más que una constante pregunta sobre la incontrable vía, y no es mas que pura duda. Por esto el Zen llama “Gran Duda” al estado interior último que inmediatamente precede al satori-evento.

Algunas veces oímos decir: “No hay más que una realización, pero hay tantas vías como hombres diferentes”. Esto emana de una concepción “progresiva”. Para la doctrina abrupta no hay mil vías para mil hombres; por cada hombre, hay una multitud indefinida de impasses que hace falta integrar en un impasse único, y este impasse único es el mismo para todos los hombres; este impasse único, consiste en comprender con todo nuestro ser que la idea de “Realización” es ilusoria, que la idea de una “vía realizadora” es ilusoria, porque todo está realizado por toda la eternidad.

Esto explica porqué hemos hablado de las doctrinas progresivas y de la doctrina abrupta. Hay tantas doctrinas progresivas como adeptos de estas doctrinas; no podría haber al contrario más que una sola doctrina abrupta.

Doctrinas progresivas y doctrina abrupta no son métodos adaptados a diferentes estructuras humanas llevando al mismo resultado. La doctrina abrupta deniega a toda doctrina progresiva el poder de conciliar realmente nuestro dualismo interior aparente. ¿Es necesario precisar que esto no representa no obstante la más mínima condenación de las doctrinas progresivas por la doctrina abrupta, ya que, según esta, no hay ninguna necesidad objetiva de conciliar lo que sea en nosotros?

Notas:
  1. También encontramos, en la historia del Zen, concepciones “progresivas”. Pero la doctrina abrupta cuyo más ilustre representante es Hui-neng, el Sexto Patriarca, prevaleció durante la edad de oro del Zen puro.
  2. Cf. La Doctrina Supreme, t, II, Le Cercle du Livre.
Fuente: Revista SER - una aproximación a la no dualidad - Nº 2, 1992