Extractos - Frithjof Schuon
Ver a Dios
Por Frithjof SchuonLa facultad de «ver a Dios en toda cosa» puede ser independiente de todo análisis intelectual, puede ser una gracia cuyos modos son imponderables y que surge de un profundo amor a Dios. Cuando decimos «análisis intelectual» no nos referimos en modo alguno a especulaciones en el vacío; las «categorías» de que hemos hablado no tienen nada de «abstracto», pero su percepción depende evidentemente de un discernimiento que aparece como tal desde el punto de vista de las sensaciones y que, en vez de complacerse en disecciones estériles, está obligado sin embargo a «separar» para «unir». Tanto la separación como la unión están en la naturaleza de las cosas, cada una a su nivel, por decirlo de algún modo: el ojo, para ver mejor una montaña, tiene necesidad de cierta distancia; esta distancia revela diferencias; permite análisis visuales, pero al propio tiempo «une» o sintetiza proporcionando la imagen adecuada y total de la montaña.
Ver a Dios en todas partes y en todo es ver la infinidad de las cosas, mientras que la animalidad humana no percibe más que su superficie y su relatividad; es ver al mismo tiempo la relatividad de las categorías en las que se mueve el hombre creyéndolas absolutas. Mirar la infinidad en lo finito es ver que esa flor que tenemos delante es eterna, porque se afirma una eterna primavera a través de su frágil sonrisa; ver la relatividad es captar que ese instante que vivimos no es «ahora», que «ha pasado» antes incluso de haber sobrevenido, y que, si se pudiese detener el tiempo, con todos los seres que quedarían paralizados en él como en un río de hielo, la mascarada humana aparecería en toda su siniestra irrealidad; todo parecería absurdo, salvo el «recuerdo» de Dios, que se sitúa en lo inmutable.
Ver a Dios en todas partes, por tanto, es esencialmente esto: ver que nosotros no somos, que sólo Él es. Si de la humildad se puede decir que es la mayor de las virtudes, desde cierto punto de vista, eso es porque implica en última instancia la cesación de la egoidad, y por ninguna otra razón. Otro tanto se podría decir ―cambiando un poco de punto de vista― de cada virtud fundamental: la caridad perfecta es perderse por Dios, pues no es posible perderse en Dios sin darse, por añadidura, a los hombres. Si el amor al prójimo es capital, en el plano estrictamente humano, eso no sólo es porque el «prójimo» es en última instancia «Sí mismo» (Âtmâ) como lo somos «nosotros», sino también porque esa caridad humana ―o esa proyección en el «otro»― es el único medio posible, para la mayoría de los hombres, de desapegarse del «yo»; es menos difícil proyectar el ego en el «otro» que perderlo por Dios, aunque las dos cosas vayan indisolublemente ligadas.
Nuestra forma es el ego: es esa misteriosa incapacidad de ser otro que uno mismo, al propio tiempo que la incapacidad de ser totalmente uno mismo y no «otro-que-Sí mismo». Pero nuestra Realidad no nos da opción y nos obliga a «convertirnos en lo que somos» o seguir siendo lo que no somos. El ego es, empíricamente, un sueño en el que nos soñamos a nosotros mismos; los contenidos de este sueño, tomados del ambiente, no son en el fondo más que pretextos, pues él no quiere más que su propia vida: soñemos lo que soñemos, nuestro sueño no es en suma más que un símbolo para el ego, que quiere afirmarse, un espejo que mantenemos delante del «yo» y que reverbera su vida de múltiples maneras. Ese sueño se ha convertido en nuestra segunda naturaleza; está tejido de imágenes y tendencias, elementos estáticos y dinámicos en innumerables combinaciones: las imágenes vienen de fuera y se integran en nuestra substancia, mientras que las tendencias son nuestras respuestas al mundo que nos rodea; y como nos exteriorizamos, creamos un mundo a imagen de nuestro sueño, y el sueño así objetivado repercute en nosotros, y así sucesivamente, hasta encerrarnos en un tejido a veces inextricable de sueños exteriorizados o materializados y de materializaciones interiorizadas. El ego es como un molino de agua cuya rueda, por la presión de un río ―el mundo y la vida―, gira y se repite incansablemente, en una serie de imágenes siempre diferentes y siempre parecidas.
El mundo es como si esa «Substancia consciente» que es el Sí mismo hubiese caído en un estado que la escindiese de múltiples maneras y le infligiera una infinidad de accidentes e imperfecciones, y, de hecho, el ego es una ignorancia que se debate en modos objetivos de ignorancia, como el tiempo y el espacio. ¿Qué es el tiempo, sino la ignorancia de lo que será «después», y qué es el espacio, sino la ignorancia de lo que se substrae a nuestros sentidos? Si fuésemos «pura consciencia» como el Sí mismo, seríamos «siempre» y «en todas partes»; o sea que no seríamos «yo», pues éste es realmente, en su actualidad empírica, una creación del espacio y del tiempo. El ego es la ignorancia de lo que es el «otro»; toda nuestra existencia está tejida de ignorancias; somos como el Sí mismo congelado, y luego precipitado «a tierra» y roto en mil pedazos; constatamos los límites que nos rodean, y nos damos cuenta de que somos fragmentos de consciencia y de ser. La materia nos atenaza como una especie de parálisis, nos confiere una pesantez de mineral y nos expone a las miserias de la impureza y de la mortalidad; la forma nos talla según determinado modelo, nos impone determinada máscara y nos aísla de un todo al que sin embargo estamos ligados, pero que al morir nos deja caer igual que el árbol abandona el fruto; finalmente, el número es lo que nos repite ―tanto en nosotros mismos como a nuestro alrededor― y que al repetirnos nos diversifica, pues dos cosas nunca pueden ser absolutamente idénticas; el número repite la forma como por magia, y la forma diversifica el número y debe así recrearse siempre de nuevo, porque la Omniposibilidad es infinita y debe manifestar su infinitud. Ahora bien, el ego no sólo es múltiple en el exterior, en la diversidad de almas, sino que también está dividido en sí mismo, en la diversidad de las tendencias y los pensamientos, lo cual no es la menor de nuestras miserias; porque «la puerta es estrecha», y «es difícil que un rico entre en el Reino de los Cielos».
Y puesto que «no somos distintos» del Sí mismo, estamos condenados a la eternidad. La eternidad nos acecha, y por eso tenemos que volver a encontrar el Centro, ese lugar en el que la eternidad es beatitud. El infierno es la respuesta a la periferia que se hace Centro, o a la multitud que usurpa la gloria de la Unidad; es la respuesta de la Realidad al ego que pretende que es absoluto, y que está condenado a serlo sin poder serlo... El Centro es el Sí mismo «liberado», o más exactamente aquel que nunca ha dejado de ser libre, eternamente libre.