Extractos - Enrique Martínez Lozano
Solo ser - Vivir en estado de presencia
Por Enrique Martínez LozanoPresencia es no-dualidad
Si la característica del estado mental es la dualidad, fruto de la naturaleza separadora de la mente, lo propio del estado de presencia es la no-dualidad. En el estado mental todo orbita en torno al yo, que se erige en centro indiscutible. Sin embargo, basta acallar la mente para descubrir que aquella supuesta identidad no era más que un pensamiento.
En este sentido, resulta sumamente reveladora la anécdota que narra el psiquiatra y neurocientífico Daniel Siegel, cuando él mismo fue víctima de un accidente ―la caída fortuita de un caballo― en el que fue arrastrado y golpeado hasta el punto de perder la percepción de sí mismo. «Aquel día carecí de identidad», escribe. Experimentó que no había nada entre su cuerpo y la experiencia; había solo pura presencia. Narra cómo, en aquella percepción alterada, no había «nadie», sino solo el «estar allí»; veía las cosas más familiares como si fuera la primera vez, algo que suele producir también el consumo de sustancias alucinógenas. Lo allí vivido le llevó a cuestionarse que, si unos golpes en la cabeza podían hacer que el cerebro perdiera la sensación de «yo», aun estando totalmente despierto y consciente, ¿qué significaba realmente ese «yo»? Su conclusión es meridianamente clara: «La sensación de un yo personal es solo una construcción [mental] ». Para él no cabe duda de que existe un grado de «conocer» por debajo de la identidad personal, de las creencias y las expectativas personales.
Sin duda, somos más de lo que pensamos que somos. La percepción mental es solo una construcción válida en ese mismo estado, pero no muy diferente de lo que percibimos en el estado onírico: un desplegarse de formas impermanentes, que van y vienen, nacen y mueren, sin ninguna consistencia en sí mismas.
Frente a ellas, advertimos ese «fondo» en el que aparecen ―del que brotan― que se nos hace accesible a través de la atención. Empezamos poniendo atención y terminamos descubriendo que ella lo ocupa todo hasta el punto de ver que solo hay atención. Eso es la no-dualidad: el reconocimiento de infinidad de formas, pero todas ellas unidas en una misma identidad de fondo.
Así como el pensamiento es la herramienta propia del estado mental, la atención es la clave para percibir que no todo acaba en la mente. Y que en el estado de presencia (transmental) todo es uno; no existe ahí «alguien» que sea consciente del mismo. Lo único que existe es consciencia, como sujeto único. Por ello, no hay «nadie» que pueda acceder a ese estado; al contrario, en él se disuelve cualquier identificación. Así como el estado mental se caracteriza por el protagonismo del yo, el estado de presencia implica la disolución de toda identificación. No hay nadie, no hay nada…
Vivir en estado de presencia
Presencia es sinónimo de consciencia y de todos aquellos términos que buscan señalar Eso inefable que está detrás de todas las formas; Eso que emerge cuando acallamos la mente y permanecemos atentos. Es absolutamente simple, como es simple percibirlo. Sin embargo, la identificación con la mente, reduciéndonos al yo, lo nubla por completo. Y en ese dilema nos movemos.
El yo gira en torno a aquellos mecanismos que le otorgan una sensación de existir, según la ley del apego (a lo que le agrada) y de la aversión (a lo que le incomoda), aferrado siempre a su propio guion. Y este guion dice algo sumamente simple: los otros están ahí para complacerme y la realidad debe responder a mis expectativas. No es extraño que, con tales supuestos, la frustración y la decepción constituyan un hecho recurrente.
El movimiento del yo es siempre la apropiación. Debido a su carácter vacío ―es solo un constructo mental― actúa como un parásito que necesita alimentarse de la energía que ha de tomar prestada. Y todo le sirve para ello, incluida la presencia de la que venimos hablando. También aquí es fácil que se cuele, aun de manera inadvertida e inconsciente, la idea de que «yo» tengo que llegar a la presencia o de que, finalmente, en ese estado «me» sentiré pleno.
Cualquier cosa le sirve al ego con tal de seguir afirmándose. De ahí que se subleve cuando se habla de su disolución, que es exactamente lo que ocurre en ese estado. Y, sin embargo, es así: el estado de presencia significa la muerte del yo. Por lo que es fundamental, al analizar nuestra motivación, preguntarnos si realmente estamos dispuestos a ello.
Los sabios han afirmado siempre de diferentes modos que no hay vida (en lo que somos) sin muerte (a lo que no somos). En nuestra tradición basta recordar las advertencias de Jesús cuando hablaba de la necesidad de «nacer de nuevo» y de «perder la vida para salvarla». El paso del ego a nuestra verdadera identidad se describe como un proceso de «muerte», a resultas del cual se abandona el guion propio de aquel, para adoptar una actitud de alineamiento pleno con lo real. La resistencia se transforma en aceptación, el «no» a la vida en un «sí» lúcido y amoroso. No cabe sabiduría ni, por tanto, liberación, mientras no se pase de la «ley del apego y la aversión» ―que mueve al ego― a la actitud sostenida de amar lo que es. Porque no habrá apertura a la verdad que somos mientras imperen nuestros deseos y nuestros miedos, nuestras expectativas y nuestros temores, que sostienen y afirman al ego. Únicamente en la medida en que vamos soltando todo eso es posible la rendición completa, el «sí» confiado, pleno y gozoso a lo que es.
Visto desde aquí, significa que la gran pérdida constituye en sí misma la gran liberación. Aunque, en una última paradoja, en esa liberación «nadie» es liberado, porque quien es nadie no se libera de nada. De ese modo, el camino emprendido de conocimiento de uno mismo desemboca en el «olvido» de uno mismo: no hay «alguien» en ningún momento, ningún yo separado; todo es, en último término, Presencia consciente sin objetos.
De un modo más concreto, es innegable que, para entrar por ese camino que conduce a la Presencia que somos, necesitamos aceptar y bendecir todas las circunstancias que se hagan presentes en nuestra vida, por más desconcertantes o incluso dolorosas que le parezcan a nuestro yo; son ellas las que quieren tomarnos de la mano para introducirnos en la «noche oscura», donde se producirá la transformación del gusano que creíamos ser en la mariposa que realmente somos.
La Presencia es lo que es, y en cada instante se expresa. Pues bien, frente a lo que es, solo cabe una actitud sabia, aceptarlo. Negar lo que es o resistirse a ello es algo tan insensato como inútil, tan frustrante y doloroso como agotador.
Porque si algo caracteriza a lo que es, es precisamente que es. La única actitud sabia consiste, por tanto, en mantener una relación de no resistencia interior a lo que ocurre; lo cual requiere no etiquetarlo mentalmente como «bueno» o «malo», sino dejar que sea como es. Esto no significa justificación, pasividad, fatalismo, resignación ni indiferencia, como podría parecerle al yo. Es sabiduría que, a partir de esa no resistencia radical a lo que es, nos sitúa en la Presencia que somos. Desde ella, saldrá entonces la acción adecuada para cada situación, una acción que se revelará ajustada, armoniosa y eficaz, porque no nace del yo apropiador, sino de la Presencia ecuánime guiada por la sabiduría.
Al entrar por este camino, experimentándonos como la Presencia que somos, empezará a brotar en nosotros la aceptación y la gratitud por todo lo que es. Notaremos que empezamos a renunciar a nuestra propia voluntad ―la voluntad apropiadora del yo― para rendirnos en cada momento a la sabiduría de lo que es. A partir de ahí, actúa la Presencia; en la medida en que la dejamos ser, sin interferencias egoicas, podrá vivir y expresarse en nosotros, que nos percibiremos como «canal» o cauce a través del cual todo fluye. Y vendremos a descubrir, entonces sí, que todo es gracia, la gracia de la propia Presencia.
Ahí culmina el camino que habíamos iniciado desde la creencia de ser un yo separado y se cierra el círculo en que nos habíamos estado debatiendo. En el momento mismo en que nos rendimos plenamente a lo que es, se abre la puerta a la comprensión de que no somos algo separado ni distinto de Eso mismo que está siendo. La sabiduría culmina en la des-identificación del yo. Se percibe entonces que solo hay lo que siempre había habido: pura Presencia sin objeto.