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Extractos - Vicente Gallego

Romper el cántaro y probar el agua viva

Invitación a una lectura plenamente consciente

Por Vicente Gallego

Escrito a modo de introducción a su libro Vivir el cuerpo de la realidad

Vicente Gallego

Conviene que declaremos cuanto antes, sin ambigüedades, la razón y la llamada que animan este escrito; y conviene, primero, que intentemos ubicarnos en el verdadero emplazamiento donde, por necesidad, habrá de asentarse la lectura cabal. Estas palabras las ha puesto la vida en vuestras manos precisamente aquí y ahora, no entre las páginas de un libro, aunque en ellas las encontréis escritas, no en el tiempo, sino en este instante siempre presente de la conciencia lúcida, desnuda: en la pura capacidad de comprensión donde todos somos uno, es decir, no-uno y no-dos, puesto que el verdadero ser resuelve en sí toda contradicción entre lo particular y lo universal. ¿No es imposible pensar en un hombre separado de los otros hombres y de su entorno? El hombre, que en su naturaleza original, en su ser eso que todos somos, es eternamente no-nacido, nace en el regazo del universo y es acogido enseguida por los brazos de su madre. Y todas sus incertidumbres y tribulaciones mentales provienen de la idea que termina por presentarlo separado de la realidad universal.

La palabra puede ser muy hermosa, y el verdadero conocimiento no va contra la palabra, sino contra la instrumentalización que hace de ella el egoísmo para defender sus ínfulas separatistas, ya que una diferencia esencial entre un hombre y otro, incluso entre un hombre y su entorno, tan sólo puede sostenerse desde este nominalismo garbancero que hoy nos tiene secuestrada el alma, enterrada prematuramente en el nicho racionalista. Así pues, nos proponemos abordar el único asunto cuyo esclarecimiento entraña de inmediato la superación de toda duda, enfrentamiento, ambiciones o temores: la naturaleza original de la realidad. Sin embargo, a aquellos que han adquirido el hábito de confundir los límites del lenguaje ―de lo comprensible― con los del ser, que prevalece sobre todos ellos a la vez que los posibilita, debemos apresurarnos a advertirles que esta agua no puede contenerla por entero el recipiente de la palabra y, por tanto, no puede ser apurada plenamente en él, aunque en él se nos ofrezca. No os dejéis atrapar por el brillo de las palabras, por su apariencia concluyente; no confundáis un sorbo con la corriente de agua viva. Romped el cántaro y gustad con la boca del manantial que mana hondo en vosotros mismos, el que vivifica al hombre y a la palabra que señala su paradero.

En la tentativa de aproximar al amigo lector a la íntima vivencia de la naturaleza no-dual de la realidad, confiaremos en una dialéctica integradora en la que las paradojas existenciales ―sin abdicar de la perplejidad que las sostiene, sino más bien ahondando en ella hasta el infinito― quedan trascendidas en la simple certeza de la unidad, que sella la coincidencia de los opuestos al mostrar su complementariedad constitutiva. Por tanto, le daremos la vuelta muy a menudo a nuestros argumentos para que nadie se quede fijado en ninguna quimera dialéctica creyendo que ha hecho suyo algo de valor definitivo. Y si alguna belleza hallarais en nuestro modo de decir, nos daríamos por satisfechos, ya que el ser indiscutible de la palabra es la belleza, y nunca la razón absoluta. No pretendemos decir la verdad ―disecarla y falsearla―, sino evocar la viveza de sus aromas.

La palabra fidedigna suele empezar por quitarle importancia a cuanto sea capaz de explicar acerca de la naturaleza inefable del ser, cuyo verdadero entendimiento, para asentarse en el hombre, exige que el hombre entienda ―y acepte― la incapacidad absoluta que aqueja a los conceptos en cuanto se ponen de puntillas en su tentativa de determinar lo que somos a ciencia cierta. No hay más ciencia cierta que la humildad insondable: la ruptura definitiva con todo anhelo de ser así o de la otra manera, esto o aquello; y en ese silencio interior, el cual es la atención vuelta sobre sí y recogida enteramente en sí, nace el hombre original en el seno indiscernible de la vida.

Este ha sido siempre el orgullo de la palabra oferente, viva, el de buscar diversas maneras de evidenciar públicamente su insignificancia para propiciar así que el hombre, al atender su confesión y hallarla veraz, caiga en la cuenta del más profundo significado del hombre y de la palabra. En consecuencia, si somos todo lo radicales que conviene al desvelamiento de la integridad de nuestro ser, no existen diálogo ni texto que contengan siquiera un eco de lo real. Pero, como estamos decididos a pasar por encima del cadáver dialéctico de cualquier aparente contradicción ―ya que todas contienden en el terreno del discurso y se resuelven en el terruño de la realidad―, afirmamos que, justamente porque el discurso, por más vueltas que le demos, carece de un significado definitivo, la misma urdimbre fantasmal del lenguaje está sentando la evidencia de la libertad del alma. ¿No se ve a simple vista ―y aquí el adjetivo «simple» es el príncipe de los epítetos, porque no hay auténtico ver más que desde la simplicidad original de la mirada―, no se ve a simple vista, decíamos, que las hechuras del alma, esas que al personalizarla ―al enajenarla de sí y proyectarla sobre su exterioridad― la condenan a nacer y morir, son solo conceptuales? Luego intentaremos mostrar que tampoco el cuerpo, vivido en el eje de su transparencia, está ahí para limitar al ser. Hablamos de cuerpo y alma, puesto que estamos hablando, y el lenguaje obliga a establecer separaciones que no existen en la realidad no-dual. Tenga el lector esto en cuenta, y poco a poco trataremos de ir explicándonos. Esta es la virtud secreta del lenguaje ―su canto de la gallina― que el lector no debería perder de vista si se anima a venir a nuestro encuentro, si siente ese arrebato de recobrarse en lo más cierto y despojado de sí haciendo valer la insuficiencia irreprochable de la palabra.

La palabra del deshielo

Cuando uno está maduro, cuando ve que en el mundo de los conceptos en que se debate no ha podido dar con ninguno que no fomentara, tarde o temprano, su confusión, su angustia; cuando se confiesa encerrado en un inhóspito bloque de hielo, uno está listo para escuchar la palabra del deshielo con todo el vigor desesperado de su ser. La palabra del deshielo nos sale entonces al encuentro como un relámpago incandescente y derrite la dura montaña fría de las consideraciones. De súbito, ceden todas las presas, las aguas de los ríos recorren el universo sin hallar un obstáculo, y la palabra dice lo que dice. ¿Y qué confiesa la palabra rendida? ¡Que no sale a cuenta darle vueltas al asunto! Así pues, confiemos en que, entre las que aquí han sido pronunciadas, cada lector halle su palabra del deshielo, esa frase de autoridad que, apelando a sus entrañas y escuchada de repente en lo más desprevenido de su entendimiento, termine para siempre con cualquier prurito de entender ni la más mínima cosa y lo alumbre en la morada incomprensible de la vida.

La palabra del deshielo es como el ataúd: espera a cada cual y se traga todas sus dudas y opiniones. Se parece también a un puño cerrado que nos promete la plenitud anhelada y que, al abrirse, muestra una palma vacía idéntica a la nuestra. Para algunos, la pronuncia una nube al deshacerse. Otros la oyen al oír el sonido de la lluvia como por primera vez. Hay incluso quien da con ella en un libro, y entonces el libro se deshace como la nube y sus letras se funden con las gotas de lluvia. Desde que el mundo es mundo, se deshacen las nubes y las letras, habla la lluvia claramente. Cada palabra es la palabra del deshielo. Quien se obstina en escucharla, ya está metiendo demasiado ruido y no la oirá; el que no lo intenta está sordo de remate. ¿Qué haremos, pues, para no pudrirnos con los ruidosos ni encerrarnos con las víctimas de la sordera? Cada palabra es la palabra del deshielo.