Extractos - Catherine Ingram
Presencia apasionada
Por Catherine IngramA pesar de mis muchos años de práctica de la meditación, nunca había experimentado el silencio de una manera constante. Había intentado alcanzar el silencio mediante técnicas para apaciguar a la mente, y eso había resultado inútil. Hasta entonces todos los esfuerzos por acallar la mente se habían desvanecido, y mi atención comenzó a descansar sin esfuerzo en el silencio más allá del pensamiento. Los pensamientos locos continuaron, pero el interés en ellos disminuyó. Los movimientos de la mente, la emoción, el miedo o el júbilo se volvieron como olas en un océano de paz. Comenzó a suceder por sí solo un proceso de aclimatación. De igual manera que los montañeros, al aproximarse a una gran altitud, deben pasar un tiempo acampando en ciertos puntos a lo largo del camino sin otra ocupación específica que dejar que sus cuerpos se adapten a la nueva altitud, sentí que mi consciencia se iba adaptando al silencio sin tener que hacer nada para ayudarla. El silencio hacía todo el trabajo, de la misma manera que estar a una altitud más elevada lleva a cabo la tarea de aclimatación para los escaladores.
En este silencio comencé a sentir también una presencia que lo impregnaba todo, y me inundó un sentimiento de amor. Me di cuenta de que siempre había sentido en la periferia de mi consciencia la presencia y el amor intrínsecos; eran completamente familiares. La presencia pura es nuestra experiencia fundamental, incluso cuando parecemos estar perdidos en las historias y las actividades de la vida. Se da por descontado, igual que respirar. Sin embargo, es lo que recordamos con más claridad cuando pensamos en las primeras épocas de nuestra existencia. Puede que los detalles de nuestro pasado sean borrosos, pero el ser mismo es claro. A los cuatro, diez, veinte o noventa años, lo que ha definido, o definirá, más consistentemente nuestra experiencia es el simple hecho de ser y, si profundizamos más, un sentimiento de amor.
Recuerdo este sentimiento en mis primeros días con mi abuela italiana, Caterina Versace, que murió cuando yo tenía siete años y que había sido como una madre para mí. Solíamos caminar en silencio entre las hortensias azules de su patio y daba la sensación de que todo resplandecía y brillaba por dentro y por fuera. Por aquel entonces, todo esto parecía completamente normal.
Pero, a medida que fui haciéndome mayor, de alguna manera perdí esa sensación. Aunque la consciencia de la simple presencia y el amor seguía ahí todo el tiempo, la pasé por alto buscando sentido y propósito y promesas de vida eterna. Al conocer a Poonjaji la búsqueda cesó y, en su lugar, surgió una apreciación del misterio y una consciencia despierta. Me embargó la sensación de la unidad subyacente. Todo estaba en su sitio... ni más ni menos.
Esta comprensión pone de manifiesto una sensación de pertenencia. Percibí que no estamos meramente interconectados; estamos impregnados de la misma esencia de todo. Al adentrarnos en esta sensación dejamos de pasar el tiempo aferrándonos a lo que se está convirtiendo en polvo o persiguiendo ideas abstractas, como sentido y propósito. Entramos en una sensación de totalidad; el mundo es enteramente nuestro. No es que lo poseamos, sino que somos él. Como agua en el agua.
Hay una historia acerca de un pequeño pez que se acerca nadando a un pez amigo, mayor y más sabio, y le dice: "No dejas de hablar del agua. He estado buscándola por todas partes y no hay manera de encontrarla en ningún sitio. He estudiado todos los textos, he practicado y me he adiestrado diligentemente, y he tenido contacto con los que la han conocido, pero no he dado con ella". El viejo pez sabio dice: "Sí, querido. Como te digo siempre, no sólo estás nadando en ella ahora mismo, sino que también estás compuesto de ella". El pequeño pez menea la cabeza lleno de frustración y se aleja nadando y diciendo: "Quizá la encuentre algún día".
Somos como ese pequeño pez. Buscamos en todas partes fuera de nosotros mismos tratando de encontrarnos a nosotros mismos. Acumulamos experiencias, relaciones, conocimientos y objetos. Esperamos el reconocimiento de los demás para cerciorarnos de nuestra importancia. Pero aunque puede que hayamos encontrado placer o recompensas de diversas maneras, a menudo hemos pasado por alto nuestro mayor don, oculto a ojos vistas: nuestra propia presencia apasionada. Pasamos por alto este don porque estamos muy ocupados buscando algo más en alguna otra parte. Mientras nuestra felicidad dependa de una percepción realzada de nosotros mismos tenemos muchas probabilidades de estar desilusionados. Contarnos historias a nosotros mismos acerca de lo que nos falta nos obliga a entrar en una persecución implacable de deseos, semejante, como decía Poonjaji a bestias de carga guiadas por un loco. La felicidad llega con la sencillez relajada, viviendo en la conciencia presente, y contentos con esta vida que se nos concede.
Como es simplemente lo que es, esto llega sin esfuerzo en la relajación profunda. Cuando el esfuerzo se ha agotado (generalmente mediante la desilusión) y ya no esperamos que algo externo a nosotros nos haga sentir completos, puede que empecemos a percibir una asombrosa cualidad de vitalidad ―lo satisfactorio que es simplemente ser― y esta percepción de ser se expande infinitamente e incluye a toda la existencia.
Normalmente, la gente asocia la sensación de presencia ilimitada con momentos cumbres de realización en nuestra vida: presenciar un nacimiento, o una muerte. Las personas se "disuelven" en la unión sexual, en la naturaleza, o en presencia de la belleza conmovedora. En esos momentos se olvidan de mantener la historia acerca del que está teniendo la experiencia, y lo único que queda es la verdadera experiencia de la presencia. Sin embargo, las experiencias cumbres son sólo portales de nuestra verdadera naturaleza, que ya está sucediendo completamente por sí misma.
Lo que se conoce como realización es meramente sentir esta presencia inmaculada aquí y ahora, percibiendo o siendo completamente consciente del milagro común de simplemente ser. Esto no requiere ningún logro, puesto que ya está sucediendo. No requiere ningunas circunstancias especiales, ninguna experiencia cumbre, ninguna preparación meritoria. Está totalmente presente en cada momento de nuestras vidas. Permanece fresco e inocente a pesar de nuestras tristezas, remordimientos y todos los daños o fracasos que creemos haber sufrido. Ningún sufrimiento o transgresión lo ha deteriorado, de la misma manera que ningún acto sublime lo ha realzado. Han pasado innumerables pensamientos y experiencias, y ninguno de ellos ha permanecido.
Aunque encontrar un maestro facilitó este despertar para mí, no siempre es necesario. De hecho, la consciencia despierta no depende de ninguna circunstancia en particular. Cada uno de nosotros está dotado de una clara percepción, que se vuelve inactiva o se enturbia debido al condicionamiento del miedo, la pérdida y la creencia. Cuando nos relajamos profundamente en el silencio nuestra consciencia resplandece sin esfuerzo con un brillo transformador. Vivimos como personas sensibles y prácticas, pero con un destello en los ojos. Seguimos ocupándonos de nuestros asuntos como siempre ―contestando al teléfono, cuidando a los niños, viajando en metro― y disfrutamos de una sensación serena de presencia en todo ello. Conscientes de que vivimos en un gran misterio, sintiendo el resplandor de su presencia en todas partes, nos ocupamos también de las tareas cotidianas.