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Extractos - Vicente Simón

La ilusión de la separación

Por Vicente Simón
Vicente Simón

La fragmentación ilusoria

Nuestra mente, tan bien educada para captar las diferencias, ha quedado a resultas de ese entrenamiento, bastante incapacitada para percibir la unidad subyacente a eso que llamamos realidad. Esta unidad sólo puede trocearse de manera virtual. Con otras palabras, la fragmentación es un producto de la mente, no un atributo de la realidad. Pero la transitoria identificación con el cuerpo-mente y la necesidad, también caduca, de representar y defender los intereses de este cuerpo concreto, nos lleva a tomar por esenciales unas diferencias que sólo son parciales, relativas y circunstanciales. Son puntos de vista creados desde la limitada perspectiva asumida por la conciencia que observa a través del cuerpo. Si la conciencia deja de identificarse con el cuerpo-mente, la unidad se manifiesta sin tapujos. Desaparece entonces el espejismo de que este fragmento aparente es más crucial o más importante que aquel otro, porque todas las fracciones percibidas son necesariamente interdependientes y, por tanto, imprescindibles para la existencia del conjunto, es decir, de la unidad o del todo.

Una de las creencias que más contribuye a mantener viva la ilusión de la fragmentación es nuestra experiencia intima y cotidiana de que somos seres autónomos, dotados de una voluntad no demasiado condicionada por circunstancias ajenas a nosotros mismos. Es lo que frecuentemente recibe el nombre de "libre albedrío".

La vivencia de que podemos elegir libremente pertenece al diseño básico del cerebro humano. Es decir, que, en condiciones normales, nos "sentimos" capaces de elegir de una manera que consideramos independiente, autónoma. Estamos "construidos" así y, por tanto, en el nivel de funcionamiento más habitual, no podemos evitar tener esa sensación de libertad ni de actuar en consecuencia. Nuestros cerebros se encuentran diseñados para tomar decisiones y tomar decisiones implica la capacidad de elegir (al menos, la sensación de que podemos elegir, pues sin esa sensación, todo el mecanismo decisorio no tendría sentido alguno). Es nuestra condición humana.

Pero también es cierto que, a partir de un determinado nivel de entendimiento de la realidad, hemos de "comprender " que nuestras decisiones no pueden ser independientes de la trama unitaria de la totalidad (de lo-que-es). Nuestros actuales conocimientos de física son bastante contundentes en ese sentido. Todo es interdependiente y nosotros no vamos a ser la excepción, no podemos serlo. Lo que implica que nuestras decisiones, a pesar de nuestra vivencia en sentido contrario, han de estar forzosamente condicionadas por el entramado inescapable de esa totalidad. Una cosa es que nos sintamos libres, otra que lo seamos.

El papel que cumple esa fragmentación ilusoria a la que me refiero, es el de servirnos de pantalla para ocultarnos la interdependencia y permitirnos así mantener también la ilusión de una voluntad carente de condicionantes externos. Por eso, a más comprensión global, ambas creencias van perdiendo fuerza, van transformándose en humo que, al dispersarse, nos permite estar en síntoma con la realidad.

La ilusión del ego

Es bueno reconocer los movimientos del ego cuando se producen. (Y hacerse bien conscientes de ellos, que es todo cuanto está en nuestras manos). Siempre que el ego aparece, es señal de que estamos inmersos en la ilusoria ignorancia, es decir, identificados con ese personaje irreal que nosotros mismos creamos. Darse cuenta en el instante en que sucede es una buena señal para volver de inmediato a la realidad de lo-que-es, realidad que se encuentra justo en nosotros, ya que no es sino lo que estamos viviendo en el momento presente. Las manifestaciones del utópico ego son múltiples y todas tienen que ver con el tiempo, que, al igual que el ego, tan sólo posee una realidad conceptual.

Por ejemplo, si me comparo con otro (o defiendo mi punto de vista, o me siento herido por alguien), estoy tratando de relacionar entre si a dos entidades inexistentes. Comparo mi historia (un producto del pensamiento) con otra historia (asimismo producto del pensamiento). O comparo un cuerpo con otro ("ella es más guapa que yo"). El problema es que la entidad sujeto de tales afirmaciones es una entidad imaginaria (aunque el cuerpo de referencia no lo sea en el mismo grado). Precisamente eso es lo que hay que intuir, lo irreal y engañoso de las entidades que se comparan. Si se comprende que las supuestas entidades tan solo son un espejismo, automáticamente se ve uno/a liberado/a de las inexistentes cadenas con las que la entidad ilusoria nos tenía aprisionados. ¡La atadura misma era una ilusión! ¡Estábamos ya libres y nos teníamos por prisioneros! ¡Las ligaduras eran fingidas y nos estábamos quietos porque las creíamos verdaderas! Al convencerse por completo de lo ilusorio del ego, sus quiméricos compromisos se desmoronan, cual torre de naipes al quitarle una carta de la fila inferior.

Sin noticias de mí

Sentir la quietud que emerge cuando se acepta sin reservas la realidad tal como es, cuando se admite sencilla y llanamente lo-que-es. Esa plenitud que se experimenta al entrar en contacto directo con este cuerpo tan cercano, con la infinidad de sus vibraciones apenas perceptibles, con su trémulo palpitar. Y desde esa zona estratégica, declarada centro del universo, ir extendiendo la conciencia en círculos concéntricos cada vez mayores, que abarcan espacios crecientes, en expansión continua y multidireccional. Y presenciar entonces la red de interconexiones que lo traba todo, en cualquier nivel de energía o de materia; esos vínculos apenas vislumbrados que hacen posible que este cuerpo siga vivo, en un delicado e inestable equilibrio de inapelable caducidad. Adivinar cómo la red externa de dependencias causales se imbrica impecablemente con las redes neuronales (también sutilmente causales) de mi cerebro, formando una trama única, sin limites ni fronteras, en la que no es posible advertir solución de continuidad alguna.

Y contemplar ese trasiego imaginario de lo que llamo mi mente, cómo se une a la perfección con su cuerpo, fiel e inseparable, y cómo ambos se engarzan pulcramente con el resto de lo que existe ahora, de lo que existió antes y de lo que existirá después.

Admirar igualmente la extensión de la red en la esquiva dimensión temporal. Comprender cómo era de todo punto necesario que sucediera todo lo que pasó, para que las cosas fueran ahora como son, de igual manera que lo que en este preciso instante es, condicionará sin fisuras ni errores el perfil de las cosas en el futuro que todavía ignoramos.

Tentado estoy de decir que siento en mi la aceptación incondicional hacia la maraña ubicua de nexos ineludibles que se extienden en el espacio y en el tiempo sin fin, si no fuera porque, en el seno de esa maleza cósmica, no encuentro realmente nada a lo que pueda llamar yo, o mío. Ningún centro de decisión, ninguna parcela de la realidad que me pertenezca a mi, ni a nadie en concreto. Sólo la conciencia impersonal que presencia y atestigua la insondable y misteriosa belleza de lo-que-es.

Ser, comprender, amar

Cuando seas consciente de algo, creerás al principio que ese algo existe y que tú eres consciente del objeto en cuestión. Pensarás que existe lo observado y el observador y que la interacción entre ambos da lugar a la observación. Con el tiempo, tendrás que darte cuenta de que sólo existe la Conciencia impersonal sin ningún 'tú' (o 'yo', o cualquier otro pronombre personal). La dualidad del contemplador y lo contemplado se disuelve. La triada original se ha reducido a una sola cosa, la propia contemplación sin contemplador. Lo que llamas 'tú' es realmente la Conciencia transitoriamente personalizada en tu cuerpo, sufriendo el espejismo de su separación del resto de la realidad. Si te haces consciente del espejismo, la ilusión del 'yo' separado se desvanece y sólo queda la vivencia (o experiencia) de la pura Conciencia impersonal. Só1o queda el ser consciente, el ser la Conciencia de lo que es, y esa Conciencia es, en esencia, algo dichoso. Por eso, lo podríamos expresar así:

Si comprendes, te rindes
Si te rindes, comprendes.
Y rendido, comprendiendo,
No puedes dejar de amar.
Eres la conciencia dichosa
Que ama y comprende.
Cuando lo descubres
Nada más te atreves a decir
Has llegado a la frontera
Que no puede cruzarse
Has comprendido, más allá de toda duda
Que todo está más que bien, perfecto.
Has dejado atrás el tiempo
Y sus cachorros:
El miedo, la desesperación
Y la esperanza.

La experiencia humana que atraviesas
Es un insignificante detalle
De ese todo que ya sabes que eres
O mejor, que es.
Porque aquel que creía
Tener la experiencia
Se esfumó para siempre
En el momento irrepetible de la comprensión.

Ahora ya nadie vive, ni sufre ni goza
Sólo hay vida, gozo y sufrimiento
Que contribuyen a la música inefable
De la sinfonía universal.
Entonces, si ya estás ahí
Lo único que resta es
Ser Comprensión Dichosa
Para siempre jamás.