Extractos - David R. Hawkins
David R. Hawkins -- Nota autobiográfica
Texto extraído de los libros de David R. HawkinsSi bien las verdades que se exponen en este libro han sido comprobadas científicamente y organizadas de un modo objetivo, primero fueron experimentadas a nivel personal, como todas las verdades. Desde edad muy temprana, experimenté una larga secuencia de intensos estados de conciencia que en primer lugar inspiraron y más tarde orientaron mi proceso de realización subjetiva, que al final ha tomado forma en este libro.
Cuando tenía tres años, tuve una experiencia de repentina y total conciencia de la existencia, una comprensión subverbal pero completa del significado de yo soy, seguida de inmediato por la pavorosa comprensión de que este «yo» podría no haber venido a la existencia en absoluto. Fue un despertar instantáneo del olvido que dio paso a una clara conciencia del ser mismo. En ese momento, nació el yo personal y la dualidad de es y no es entró en mi conciencia subjetiva.
A lo largo de la infancia y de la primera adolescencia, la paradoja de la existencia y la cuestión de la realidad del yo continuaron preocupándome de forma constante. A veces el yo personal empezaba a deslizarse de vuelta hacia un Ser mayor e impersonal, y el temor inicial a la no existencia, el temor fundamental a la nada, volvía a presentarse.
Despertar la Presencia
En 1939 yo era un niño y repartía periódicos en una zona rural del estado de Wisconsin, Estados Unidos, con una ruta de más de veinticinco kilómetros diarios. Una oscura noche de invierno me vi atrapado en una tormenta de nieve a varios kilómetros de casa. La temperatura era de veinte grados bajo cero, y mi bicicleta se vino abajo sobre un campo helado y cubierto de nieve. Un fiero viento se llevó volando los periódicos que llevaba en una cesta colgada del manillar y los esparció por el terreno. Rompí a llorar de frustración y agotamiento; tenía la ropa rígida y congelada, y me encontraba lejos de casa. Para evitar el viento, abrí la corteza helada de una gran acumulación de nieve y escavé un hueco para refugiarme. El temblor se detuvo y fue reemplazado por una calidez deliciosa... y después entré en un estado de paz indescriptible. Esto vino acompañado de una impregnación de luz y una Presencia de infinito amor, sin principio ni fin, indiferenciable de mi propia esencia. Me olvidé del cuerpo físico y del entorno mientras mi conciencia se fundía con este estado de iluminación omnipresente. La mente se quedó aquietada; todos los pensamientos se detuvieron. Una Presencia infinita era todo lo que había o podía haber, y estaba más allá del tiempo y de lo narrable.
Después de lo que parecieron eones, tomé conciencia de que alguien me tocaba la rodilla, y a continuación apareció el rostro ansioso de mi padre. Sentí una gran renuencia a volver al cuerpo y todo lo que eso suponía... pero quería mucho a mi padre y, a causa de su angustia, elegí hacerlo. De manera desapegada, empaticé con su temor a que yo muriera. Pero, al mismo tiempo, la idea de «morir» parecía absurda.
Nunca comenté esta experiencia con nadie. No tenía el contexto para comprenderla; nunca había oído hablar de experiencias espirituales (aparte de las que se comentan en las vidas de los santos). Después de esta experiencia, la realidad aceptada del mundo empezó a parecerme muy provisional. Las enseñanzas religiosas tradicionales perdieron significado y, paradójicamente, me hice agnóstico. En comparación con la luz de la Divinidad que yo había sentido bañar toda la existencia, el dios de la religión tradicional parecían muy falto de brillo. Perdí la religión, pero descubrí la espiritualidad.
Durante la Segunda Guerra Mundial se me asignó una peligrosa misión en un dragaminas, y a menudo me encontré cerca de la muerte. Pero, a diferencia de otros miembros de la tripulación, no le tenía miedo. Era como si la muerte hubiera perdido su autenticidad. Después de la guerra pasé por la Facultad de Medicina, pues me sentía fascinado por las complejidades de la mente y quería estudiar Psiquiatría. Quien me formó en psicoanálisis, un profesor de la Universidad de Columbia, también era agnóstico: ambos teníamos una visión sombría de la religión. El análisis fue bien, y también mi carrera; llegué a tener mucho éxito.
Sin embargo, no me establecí tranquilamente en la vida profesional; sucumbí a una enfermedad progresiva y fatal que no respondía a ningún tratamiento existente. A la edad de treinta y ocho años supe que estaba a punto de morir. No me importaba mi cuerpo, pero mi espíritu estaba en un estado de extrema angustia y desesperación. Conforme se aproximaba mi último momento, surgió un pensamiento en mi mente: ¿Y si existiera Dios? De modo que me puse a orar: «Si Dios existe, le pido que me ayude ahora». Me rendí a lo que Dios fuese y me quedé inconsciente. Al despertar, se había producido una transformación tan enorme que me sentí anonadado.
La persona que yo había sido ya no existía. No quedaba yo personal ni ego, solo una Presencia infinita de un poder tan ilimitado que era lo único que había. Esta Presencia había reemplazado lo que había sido «yo», y el cuerpo y sus acciones estaban controladas únicamente por la voluntad infinita de la Presencia. El mundo estaba iluminado por la claridad de la Unicidad infinita, que se expresaba a sí misma como la revelación de todas las cosas en su inconmensurable belleza y perfección.
Esta quietud persistió durante nueve meses. No tenía voluntad propia; sin pedirlo, la entidad física se dedicaba a sus asuntos bajo la dirección de la voluntad de la Presencia, infinitamente poderosa, pero exquisitamente delicada. En ese estado, no había necesidad de pensar en nada. Toda verdad era autoevidente; ninguna conceptualización era necesaria, y ni siquiera posible. Al mismo tiempo, mi sistema nervioso estaba sobrecargado en extremo, como si fuera portador de mucha más energía que aquella para la que sus circuitos habían sido diseñados.
No me resultaba posible funcionar eficazmente en el mundo. Junto con el temor y la ansiedad, todas las motivaciones ordinarias habían desaparecido. No había necesidad de buscar; todo era perfecto. La fama, el éxito y el dinero carecían de sentido. Los amigos me animaron a ser pragmático y a retornar a mi práctica, pero no sentía ningún incentivo para hacerlo. Sin embargo, descubrí que podía percibir la realidad que subyace a las personalidades; vi que el origen de las enfermedades emocionales reside en la creencia de las personas de que ellas son sus personalidades. Y así, por su propia iniciativa, mi práctica se reinició y acabó siendo enorme.
La gente venía de todo Estados Unidos. Trataba mil nuevos pacientes al año. Acabé teniendo cincuenta terapeutas y otros empleados trabajando para mí; dos mil pacientes externos; veinticinco oficinas, y laboratorios de investigación y electroencefálicos. Me invitaron a participar en diversos programas de radio y televisión, como The MacNeil/Lehrer News Hour, Today y The Barbara Walters Show. En 1973 informé sobre mi trabajo en el libro Psiquiatría ortomolecular (con el premio nobel Linus Pauling como coautor), que tocó la fibra sensible de mucha gente.
Amor, irradiación y milagros
El estado general de mis nervios mejoró lentamente, y entonces comenzó otro fenómeno: una dulce y deliciosa energía fluía continuamente hacia lo alto de mi columna y a mi cerebro, donde creaba una intensa sensación de placer. Todo en la vida ocurría con sincronía y evolucionaba en perfecta armonía, y lo milagroso se hizo habitual. El origen de lo que el mundo llama milagros era la Presencia, no un yo personal. Lo que quedaba del «yo» personal solo era un testigo de estos fenómenos. El «Yo» mayor, más profundo que mi yo o sus antiguos pensamientos, lo determinaba todo.
Este estado ya había sido comentado por otros, lo que me llevó a investigar las enseñanzas espirituales, incluyendo las de Buda, Huang Po y otros sabios iluminados, y maestros más recientes como Ramana Maharshi y Nisargadatta Maharaj. Así confirmé que estas experiencias no eran únicas. De repente, el Bhagavad Gita tuvo mucho sentido; finalmente viví el mismo éxtasis del que hablan Sri Ramakrishna y los santos cristianos.
Todas las personas y cosas del mundo eran luminosas y exquisitamente hermosas. Todas las cosas vivientes se volvieron radiantes, y expresaban esta irradiación en la quietud y con esplendor. Quedó claro que, en realidad, la totalidad de la humanidad está motivada por el amor interno, aunque ha perdido la conciencia de ello; la mayoría de la gente vive su vida como si estuviera dormida, inconsciente de esta percepción de quiénes son realmente. Todos tenían la apariencia de estar dormidos, pero eran increíblemente hermosos; me sentía enamorado de cada uno de ellos.
Tuve que detener la práctica de meditar durante una hora por la mañana y otra antes de cenar, porque intensificaba tanto mi dicha que no me permitía funcionar. Era una experiencia similar a la que había vivido de niño en el montículo de nieve, pero se hacía cada vez más difícil abandonar ese estado y retornar a la vida cotidiana. La increíble belleza de todas las cosas resplandecía en toda su perfección y, allí donde el mundo veía fealdad, yo solo veía belleza intemporal. El amor espiritual impregnaba toda mi percepción; desaparecieron todos los límites entre aquí y allí, entre entonces y ahora, entre tú y yo.
Pasaba los años en silencio interno, y la fuerza de la Presencia creció. No tenía vida personal: mi voluntad personal ya no existía. Yo era un instrumento de la Presencia infinita e iba por ahí haciendo lo que ella disponía. La gente sentía una paz extraordinaria en el aura de esa Presencia; los buscadores buscaban respuestas en mí, pero ya no existía un individuo llamado «David». Lo que ellos hacían era conseguir refinadas respuestas en sí mismos, que no eran diferentes de las mías. Al mirar a cada persona, mi ser brillaba desde sus ojos. «¿Cómo me meto en todos esos cuerpos?», me preguntaba.
Ocurrían cosas milagrosas que estaban más allá de la comprensión ordinaria. Desaparecieron muchas de las enfermedades crónicas que yo había sufrido durante años; mi visión ocular se normalizó de forma espontánea y ya no necesitaba las lentes bifocales que había usado buena parte de mi vida. En ocasiones sentía una energía exquisitamente dichosa, un amor infinito, que de repente empezaba a irradiar de mi corazón hacia la escena de alguna calamidad. Por ejemplo, en una ocasión iba conduciendo por una carretera cuando esta energía asombrosa empezó a irradiar de mi pecho. Al pasar una curva, vi un accidente automovilístico que acababa de ocurrir; de hecho, las ruedas del coche vuelto del revés aún seguían rodando. La energía pasó con gran intensidad desde mí a los ocupantes del coche y después se detuvo por sí misma. En otra ocasión caminaba por las calles de una extraña ciudad cuando la energía empezó a fluir hacia la manzana de casas que tenía delante de mí. Llegué a la escena de una incipiente pelea entre bandas rivales, y los combatientes se echaron atrás y se pusieron a reír. Entonces la energía volvió a detenerse.
Se produjeron profundos cambios de percepción, sin aviso previo y en circunstancias increíbles. Mientras cenaba solo en un restaurante de Long Island, la Presencia se intensificó repentinamente hasta que cada persona y cosa, que parecían separadas en la percepción ordinaria, se fundieron en una universalidad y unidad intemporales. En el silencio inmóvil, vi que no hay «eventos» o «cosas», y que en realidad no «ocurre» nada, porque pasado, presente y futuro solo son estructuras de percepción, como también lo es la ilusión de un «yo» separado, sujeto al nacimiento y a la muerte. A medida que mi yo falso y limitado se disolvía en el Ser universal que es su verdadero origen, experimentaba una sensación inefable de haber vuelto a casa, a un estado de absoluta paz y de alivio de todo sufrimiento. Porque solo la ilusión de individualidad es el origen de todo sufrimiento; cuando alguien se da cuenta de que uno mismo es el universo, completo y unificado con todo lo que es por siempre jamás, ya no es posible sufrir.
Usar la Presencia para curar
Venían a verme pacientes de todos los países del mundo, y algunos de ellos eran los más desesperanzados de los desesperanzados. Grotescos, retorcidos y envueltos en sábanas mojadas para ser transportados desde hospitales lejanos, venían a mí esperando que pudiera tratarles psicosis avanzadas y desórdenes mentales graves o incurables. Algunos estaban catatónicos; muchos habían permanecido mudos durante años. Pero, en cada paciente, por debajo de su apariencia lisiada, yo veía con claridad la esencia brillante del amor y la belleza, quizá tan alejada de la visión ordinaria que la persona ya no recibía ningún amor en este mundo.
Un día trajeron al hospital a una muda catatónica metida en una camisa de fuerza. Tenía un desorden neurológico severo y no era capaz de mantenerse en pie; los espasmos la hacían retorcer por el suelo y ponía los ojos en blanco. Tenía el pelo apelmazado, la ropa destrozada y solo podía emitir sonidos guturales. Su familia tenía bastante dinero. A lo largo de los años la habían visitado innumerables médicos, entre los que se incluían famosos especialistas de todo el mundo. Habían probado con ella todos los tratamientos posibles, hasta que los médicos tiraron la toalla diciendo que su situación «no tenía remedio».
Yo la miré y pregunté sin palabras: «¿Dios, qué quieres que haga con ella?». Y entonces me di cuenta de que lo único que tenía que hacer era amarla; eso era todo. Su ser interno brilló a través de sus ojos, y yo conecté con esa esencia amorosa. En ese instante, ella quedó curada por su propio reconocimiento de quién era realmente; lo que le ocurriera a su mente o a su cuerpo había dejado de importarle.
Esto mismo, en esencia, ocurrió con incontables pacientes. Algunos se recuperaron a los ojos del mundo y otros no, pero a estos pacientes ya no les importaba si se producía una recuperación clínica o no. Terminaba su agonía interna. Al sentirse amados y en paz por dentro, su dolor se detenía. La única explicación de este fenómeno es que la compasión de la Presencia recontextualizaba la realidad de cada paciente para que él, o ella, experimentara la curación a un nivel que trasciende el mundo y sus apariencias. La paz interna en la que yo existía nos envolvía a ambos, más allá del tiempo y de la identidad.
Vi que todo dolor y sufrimiento surgen únicamente del ego, y no de Dios. Comunicaba silenciosamente esta verdad a las mentes de mis pacientes. Cuando intuí la existencia de este bloqueo mental en otro catatónico que llevaba muchos años sin hablar, le dije mentalmente: «Culpas a Dios de lo que te ha hecho tu ego». Entonces él saltó y se puso a hablar, ante el asombro de la enfermera que fue testigo del incidente.
Pero este trabajo se volvió cada vez más exigente, hasta llegar a ser abrumador. A los pacientes se los ponía en lista de espera hasta que se desocupara una cama, aunque el hospital en el que yo trabajaba había construido un ala nueva para albergar a mis pacientes. Sentía una enorme frustración frente a la marea del sufrimiento humano, porque solo podía tratar a un paciente cada vez. Era como intentar vaciar el mar con una pequeña taza. Sentí que debía haber algún modo de abordar las causas de las enfermedades comunes y el interminable raudal de sufrimiento humano y congoja espiritual.
En el mismo momento en que conocí la quinesiología, me asombró el potencial que le vi. Era el «agujero de gusano» entre dos universos ―el físico, y la mente y el espíritu―, un lugar de encuentro entre dimensiones. En un mundo lleno de durmientes que han perdido su fuente, aquí había una herramienta para recuperar esa conexión con la realidad superior y demostrarla para que todos pudieran verla. Empecé a someter a la prueba quinesiológica cada sustancia, pensamiento y concepto, y pedí a mis alumnos y ayudantes de investigación que hicieran lo mismo. Entonces noté algo extraño: aunque todos los sujetos se mostraban débiles al ser sometidos a estímulos negativos (como luces fluorescentes, pesticidas y edulcorantes artificiales), los estudiantes de disciplinas espirituales que habían desarrollado su nivel de conciencia no daban «débil» en las pruebas como las personas comunes. Algo importante y decisivo había cambiado en la conciencia de estos sujetos, aparentemente al darse cuenta de que no estaban a merced del mundo, sino que más bien solo eran afectados por lo que creían sus mentes. Tal vez podría demostrarse que el proceso mismo de progresar hacia la iluminación incrementaba la capacidad humana de resistir la mutabilidad de la existencia.
Me sorprendía cada vez más la capacidad de cambiar las cosas en el mundo por el mero hecho de visualizarlas. Vi que el amor transformaba el mundo cada vez que reemplazaba a la «falta de amor». Todo el esquema de la civilización podía alterarse de raíz cuando se enfocaba este poder del amor en un punto muy específico. Cuando esto ocurría, la historia abría nuevos caminos.
Me pareció que estas comprensiones cruciales no solo podían ser comunicadas al mundo, sino que también podían demostrarse de un modo visible e irrefutable. Parecía que la gran tragedia de la vida humana siempre había sido la facilidad con que se engaña la psique; la discordia y la lucha habían sido las consecuencias inevitables de la incapacidad de la humanidad para distinguir lo falso de lo verdadero. Pero aquí había una respuesta a este dilema fundamental, una manera de recontextualizar la naturaleza de la conciencia misma y de hacer explicable aquello que de otro modo solo podía inferirse.
Un viaje del Espíritu
Era el momento de abandonar mi vida en Nueva York, donde tenía un apartamento en la Quinta Avenida y una propiedad en Long Island. Después de todo, había descubierto algo más importante. Dejé ese mundo y todo lo que contenía y emprendí una vida de reclusión en una ciudad pequeña, donde dediqué los siete años siguientes al estudio y la meditación. Antes de poder concretar mis ideas, necesitaba perfeccionar el instrumento, que era mi estado de conciencia.
Pero los abrumadores estados de dicha retornaron sin ser buscados, y finalmente me di cuenta de que tenía que enseñarme a mí mismo a estar en la Divina Presencia y seguir actuando en mi vida social. Había perdido de vista lo que ocurría en el mundo, de modo que, para poder escribir e investigar, tuve que detener toda práctica espiritual y enfocarme en el mundo de la forma. Empecé a leer periódicos y a ver la televisión para ponerme al día de lo que pasaba en la sociedad: quién era quién y la naturaleza del diálogo social del momento. No sabía quién iba a presentarse a las elecciones ni quién era la princesa Diana... Pero me resultó placentero volver a familiarizarme con las noticias diarias.
Las experiencias de la verdad excepcionales y subjetivas ―la providencia del místico, quien afecta a toda la humanidad al enviar energía desde su nivel a la conciencia colectiva― no son comprensibles para la mayoría de los seres humanos, y por tanto tienen un significado limitado, excepto para otros buscadores espirituales. Entonces estaba tratando de ser normal, porque el simple hecho de ser normal, en y por sí mismo, es una expresión de divinidad; la verdad de nuestro propio ser real puede descubrirse en el sendero de la vida cotidiana. Lo común y Dios no son cosas distintas. Lo único que se necesita es vivir con cuida- do y con bondad; se comprueba que esto es así en el debido momento.
Y así, después del largo viaje circular del espíritu, volví al trabajo más importante: llevar la Presencia que ha movido mi vida al menos un poco más cerca del alcance de la mayor cantidad de mis semejantes a los que pueda llegar.
La Presencia es silenciosa y transmite un estado de paz. Es infinitamente amable y, sin embargo, sólida como una roca. Con ella todo temor desaparece, y la alegría espiritual se produce en un nivel aquietado de éxtasis inexplicable. Como la experiencia del tiempo se detiene, no hay aprensión, lamento, dolor ni expectativa; la fuente de la alegría es inagotable y siempre está presente. Como no tiene principio ni fin, no puede haber pérdida, pena ni deseo; y no hay que hacer nada, porque todo ya es perfecto y está completo.
Cuando el tiempo se detiene, todos los problemas desaparecen, porque solo son estructuras o constructos que dependen de un punto de percepción. Mientras la Presencia prevalece, ya no hay identificación con el cuerpo ni con la mente. Cuando la mente se queda en silencio, el pensamiento yo soy desaparece y la pura conciencia brilla para iluminar lo que uno era, es y siempre será más allá de todos los mundos y de todos los universos, infinita y atemporal.
La gente se pregunta cómo se llega a ese estado de conciencia. Yo solo puedo compartir mi experiencia contigo e indicar que pocos siguen los pasos porque son muy simples. En primer lugar, mi deseo de alcanzar este estado era intenso. Después vino la disciplina de actuar con amabilidad y perdón constantes y universales, sin excepción. Uno tiene que ser compasivo con todas las cosas, incluyendo su propio ser y sus pensamientos. A continuación estuve dispuesto a mantener los deseos bajo control y a renunciar a la voluntad personal a cada momento. A medida que entregaba a Dios cada pensamiento, sentimiento, anhelo o acto, mi mente se quedaba cada vez más silenciosa. Al principio entregué párrafos e historias enteras que tenía en mi mente, después ideas y conceptos. Conforme uno suelta el deseo de apropiarse de estos pensamientos, dejan de ser tan elaborados y empiezan a fragmentarse cuando solo están a medio formar. Al final pude entregar la energía que está detrás del pensamiento mismo, incluso antes de que se convirtiese en un pensamiento.
Continué la tarea de enfocarme de manera incesante ―sin permitir ni por un momento la distracción de la meditación― mientras realizaba mis actividades habituales. Al principio esto parecía muy difícil; pero, a medida que pasaba el tiempo, se convirtió en algo habitual, automático y que no requería esfuerzo. El proceso es como el de un cohete que despega de la Tierra: al principio necesita mucha energía para salir del campo gravitatorio terrestre, después cada vez menos, hasta que al final se mueve por el espacio con su propio impulso.
De repente, sin previo aviso, se produjo un cambio de conciencia, y la Presencia estaba allí, inconfundible, lo abarcaba todo. Hubo algunos momentos de aprensión cuando el yo murió, y después lo absoluto de la Presencia inspiró un relámpago de asombro. Este descubrimiento fue espectacular, más intenso que todo lo anterior, pues no tenía parangón en mi experiencia cotidiana. La profunda conmoción que supone queda amortiguada por el Amor de la Presencia. Sin el apoyo y la protección de ese Amor, uno quedaría aniquilado.
Se produjo un momento de terror cuando el ego se aferró a su existencia, temiendo convertirse en nada. En cambio, al morir, fue reemplazado por el Ser en Todo Lo Que Es, el Todo en el que cada cosa es conocida y evidente en su perfecta expresión de su propia esencia. La no localidad vino acompañada por la conciencia de que uno es todo lo que alguna vez fue o puede ser. Uno es total y completo, está más allá de todas las identidades, del género, e incluso de la humanidad misma. No se tiene que volver a temer el sufrimiento y la muerte.
Lo que le ocurre al cuerpo, desde este punto de vista, no tiene importancia. En ciertos niveles de la conciencia espiritual, las dolencias corporales se curan o desaparecen de forma espontánea. Pero, en el estado absoluto, estas consideraciones son irrelevantes. El cuerpo sigue su curso previsto y después retorna al lugar de donde vino. No es un asunto importante; uno no se siente afectado. El cuerpo parece ser un «ello», en lugar de un «yo», otro objeto, como los muebles de la habitación. Puede parecer cómico que la gente aún se dirija al cuerpo como si fuera la persona individual, pero no hay manera de explicar este estado de conciencia a los que no son conscientes. Es mejor seguir con los propios asuntos y dejar que la Presencia se ocupe del ajuste social. No obstante, a medida que uno alcanza la dicha, se vuelve cada vez más difícil ocultar este estado de intenso éxtasis. Al llegar a este punto, se desea compartirlo con otros y usarlo para beneficio de todos. El mundo también se puede quedar deslumbrado, y la gente puede venir de muy lejos para estar en el aura de quien está en estos estados. Es posible que los buscadores de lo metafísico y los curiosos de la espiritualidad se sientan atraídos (y también los muy enfermos) a la espera de milagros; uno puede convertirse en un imán y una fuente de alegría para ellos.
El éxtasis que acompaña este estado no es del todo estable; también hay momentos de gran agonía. Los momentos más intensos se producen cuando el estado fluctúa y de repente cesa sin razón aparente. Esas ocasiones producen periodos de intensa desesperación y el temor de haber sido abandonado por la Presencia. Estas caídas vuelven arduo el camino, y para superar los reveses hace falta mucha voluntad. Al final se hace evidente que uno debe trascender este nivel para no sufrir constantes e insoportables «caídas de la gracia». Hay que renunciar a la gloria del éxtasis conforme uno emprende la exigente tarea de trascender la dualidad, hasta que uno llega más allá de todos los opuestos y sus conflictos. Pero una cosa es renunciar alegremente a las férreas constricciones del ego y otra muy distinta es abandonar las cadenas doradas de la dicha extática. Uno se siente como si renunciara a Dios, y surge un nuevo nivel de temor, nunca antes anticipado; este es el terror final de la soledad absoluta.
En mi caso, el temor a la inexistencia fue formidable, y me retiré ante él en repetidas ocasiones. Entonces quedó claro el propósito de las agonías, de las noches oscuras del alma; son tan intolerables que su exquisito dolor es un incentivo para realizar el esfuerzo supremo que se requiere para superarlas. Cuando la vacilación entre el cielo y el infierno se vuelve insoportable, hay que renunciar al deseo mismo de existir. Solo cuando se hace esto es posible ir más allá del todo y de la nada, de la existencia y de la inexistencia. Esta culminación del trabajo interno es la fase más difícil, el punto de inflexión definitivo en el que uno se hace agudamente consciente de que la ilusión de existencia que uno está trascendiendo es irrecuperable. A partir de este punto no hay vuelta atrás, y esta irreversibilidad hace que esta última barrera parezca la elección más formidable de todas.
Pero, de hecho, en este apocalipsis del yo, la última dualidad que queda ―la de la existencia y la inexistencia, la identidad misma― se disuelve en la divinidad universal, y ya no queda ninguna conciencia individual que pueda elegir. Este último paso, por tanto, solo Dios lo da.
David R. Hawkins