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Extractos - Enrique Martínez Lozano

Comprensión no-dual

Por Enrique Martínez Lozano
Enrique Martínez

Me sonrío al recordar el comentario pícaro de Ana siempre que le compartía el tema de alguna charla que me habían solicitado: “No sé cómo empezarás, pero sí sé cómo terminarás, porque siempre concluyes en el mismo punto”.

El “punto” al que se refería no era otro que la comprensión no-dual. Decía, con acierto, que podía desarrollar un tema de manera original, incluso llamativa, pero que siempre me iba dirigiendo, como en espiral, hacia “Eso” que trasciende las formas y que, tal como lo veo, contiene la clave de comprensión de lo real.

Solía responderle que no podía hacerlo de otro modo, ya que la clave de comprensión siempre es la misma. Y que, si hubiera dicho otra cosa, en algún momento estaría mintiendo. Finalmente, no solo me daba la razón, sino que me animaba a seguir repitiéndolo e incluso me pedía que lo hiciera lo más fácil posible, recurriendo a metáforas y encontrando el lenguaje más simple.

Fue ella precisamente quien tanto me insistió para que elaborara el libro sobre Metáforas de la no-dualidad (1), probablemente con el que más se sintió identificada. Y es en ese libro, que recoge hasta setenta metáforas diferentes, donde con más claridad se advierte aquello de que “siempre concluyes en el mismo punto”, ya que cada una de esas metáforas ―del griego meta-pherein: llevar más allá, trasladar― no busca sino apuntar hacia aquello que, siendo el núcleo de lo real, es inapresable, precisamente porque no es un objeto o una forma. Lo realmente real ―lo que es― no es un objeto; es “lo-sin-forma”.

De todas ellas, había dos que le gustaban particularmente: la del remolino y la de las joyas. Una gran corriente de agua avanza vertiginosa, río abajo. De pronto, al encontrar un obstáculo en su recorrido ―un árbol caído, una gran piedra―, el agua toma la forma de un remolino que empieza a girar sobre sí mismo. Si el remolino tuviera mente, pensaría de inmediato: “soy un remolino ―esa creería ser su identidad― y la corriente de este río es una amenaza de la que debo defenderme”. A partir de ese momento, no podría evitar el miedo a ser disuelto, ni la tensión ni el estrés, en un esfuerzo titánico por tratar de sostenerse a toda costa.

Tal metáfora, me comentaba, describe bien lo que nos ocurre. Creemos ser un remolino y caemos en la ignorancia de creernos separados y distintos del agua, haciendo de la personalidad nuestra identidad. De ese modo, el personaje (el yo) se erige en protagonista, haciendo que todo gire en torno a él: creemos que la realidad es tal como él la ve y actuamos girando en torno a sus intereses. Solo cuando el remolino “caiga en la cuenta” de que es agua, cesará toda confusión y podrá fluir en la corriente que es, con lo que su perspectiva, su modo de ver y de actuar, se modificará sustancialmente.

Somos agua que cree ser un remolino. Ahí radica nuestro “pecado original”, en cuanto es el origen de todo nuestro sufrimiento (no hablo de dolor) y nuestra primera creencia errónea, madre de todas las demás, que consiste en pensar que estamos separados de la vida. Con ese presupuesto axiomático, ¿cómo podríamos evitar la confusión y el sufrimiento?

Únicamente el reconocimiento o la comprensión de que somos agua (vida) cambia radicalmente nuestra mirada, regalándonos otro modo de ver la vida... y la muerte. Porque el remolino corre peligro desde el mismo instante en que aparece; el agua, por el contrario, nunca se ve afectada.

Mientras exista nuestra personalidad, seguiremos siendo remolino ―es la forma en la que nos estamos experimentando―, pero el problema no está ahí, sino en el olvido ―esa es la ignorancia― de que, en la forma de remolino que cada cual nos manifestamos, lo que realmente somos es agua.

Lo mismo ocurre con el oro, en otra de las metáforas que llamaban su atención. Un hábil orfebre puede deshacer una joya de oro para transformarla en otra: collares, pulseras, anillos, colgantes, diademas... Cada una es diferente, aunque todas son oro. Cada una de ellas puede desaparecer; sin embargo, el oro nunca se ve afectado. Cambia la forma que había adoptado, pero permanece la “sustancia” que la constituía. Un anillo que olvidara ser oro, se vería constantemente inestable y, por tanto, amenazado. Solo sabiéndose oro, podría tomar distancia de su forma de anillo, del que en ningún momento habría hecho su identidad.

Oro y anillo, agua y remolino no son dos realidades separadas. Tampoco son la misma cosa. Son no-dos. Y necesitamos el recurso a esta formulación negativa si queremos hacer justicia a la realidad. Esto es lo que se conoce como no-dualidad (advaita). No puedo decir que el anillo de oro sea uno sin caer en el riesgo de olvidar o ignorar algo. Pero tampoco puedo decir que sean dos, ya que resultan, no solo inseparables, sino compartiendo la misma “sustancia”. Lo mismo vale para el agua y el remolino: ¿cómo no van a ser lo mismo si el remolino solo es agua? Pero, sin embargo, no son uno. Solo puede expresarse la paradoja afirmando que son no-dos.

La paradoja, que se halla presente en toda la realidad, nos constituye también a nosotros. Eso explica que nos veamos reflejados en esas metáforas. En nosotros hay una forma que cambia, impermanente y fugaz, incluso efímera, pero hay algo que permanece estable. Somos un anillo único y somos oro, somos un remolino inestable y somos agua. Somos una personalidad (el yo) y somos una identidad (la consciencia o la vida).

La ignorancia consiste en olvidar nuestra identidad, reduciéndonos al personaje. La comprensión o sabiduría abraza nuestra realidad completa, en una visión ajustada y armoniosa. Utilizando otros términos para nombrar nuestra paradoja, podemos hablar de “forma” y de “presencia”. La forma se halla constituida por nuestro cuerpo, mente, psiquismo, historia...: es lo que llamamos “yo”. La presencia apunta hacia un estado de ser que sostiene todas las formas y que podemos experimentar en nosotros mismos, ya que se halla en todo momento disponible y a nuestro alcance. De hecho, al acallar la mente, que no puede moverse fuera del mundo de las formas, podemos percibir la presencia que nos habita. Si prestamos atención y, en lugar de pensar en ella, sencillamente la atendemos, no tardaremos en percibir que tal presencia no es “algo” que tengamos o aparezca ahí, sino aquello que nos constituye, lo que realmente somos. Las formas pasan, la presencia (consciencia, vida) permanece.

En el camino espiritual no existen dogmas ni creencias; y es sabio aceptar únicamente aquello que cada cual puede experimentar. Pues bien, atendiendo a nuestro interior, no será difícil, cuando se agudiza nuestro “sentido interno”, percibir en nosotros “algo” que late o vibra y que tiene sabor de consciencia y de vida. Ahí se nos abre la puerta para avanzar en nuestra indagación: ¿qué es eso que está más allá de la forma que puedo percibir con los sentidos y la mente y que, en cuanto presto atención adecuada, siento que me “reclama”? Abierto el camino, solo queda practicar el silencio de la mente y mantenerse en él.