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Libros - Manuel J. Fernández Márquez

Seducidos por Dios
Hacia un despertar contemplativo

Seducidos por Dios

Seducidos por Dios es una invitación al creyente a despertar su dimensión contemplativa, a aspirar a una comunión con Dios, presente y activo en cada cosa y en cada detalle, en la vida cotidiana.

Con textos de tono poético, apoyándose en la experiencia de grandes maestros de la oración contemplativa ―Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, el maestro Eckhart, Juan Taulero, Miguel de Molinos, Ernesto Cardenal―, el libro permite al lector adentrarse en la temática de la contemplación y aprender a vivir la cotidianidad en la compañía amorosa de Dios.

Se trata de un libro para leer pausadamente, en silencio interior, conectando con el misterio que lleva dentro cada palabra, descubriendo y acogiendo con humilde agradecimiento la presencia de Dios.

Manuel J. Fernández Márquez Ribas

Manuel J. Fernández Márquez, sj
Es licenciado en Filosofía y Teología por la Universidad Pontificia Comillas de Madrid. Tras más de 25 años compatibilizando su labor en la enseñanza con la pastoral, desde hace 10 se dedica, en exclusiva, a acompañar a las numerosas personas que acuden a los Ejercicios Espirituales que dirige, a sus cursos de "Vida y contemplación" y a los Grupos nacidos a la sombra de dichos cursos. Es autor, entre otros libros, de «En manos de Dios», «Estrenando la vida», El silencio es la música del alma, En ti vivimos, Señor, Sabiduria del corazón, Vida y contemplación y Seducidos por Dios.

Más información

Detalles del libro:
  • Nº de páginas: 240
  • Encuadernación: Rústica
  • Formato: 14 x 19,6
  • ISBN: 978-8428543262

Presentación

Hacia un despertar contemplativo

“Contemplativos en la acción”. Siempre me han llamado la atención estas palabras que, con frecuencia, nos repetían nuestros formadores, como meta de nuestra vida, es decir: “hallar a Dios en todas las cosas y a todas en Él”.

Ésta era, según nos exponían, la esencia de la espiritualidad ignaciana y de la vocación del jesuita, llamado a vivir, no en un monasterio, sino en misión apostólica en mitad de la vida.

“Contemplativos en la vida diaria”, “hallar y amar a Dios en todas las cosas y a todas en Él”, son palabras que esconden en su esencia toda una forma de ser, de vivir y de estar en la vida, donde parece que se te abre el cielo en la tierra, donde el horizonte se ensancha hasta el infinito, donde te acaricia el viento sagrado y divino de la otra orilla de nuestra frontera humana, la orilla de Dios.

Al escuchar, una y otra vez, estas sugerentes palabras del espíritu ignaciano, como eje de la propia espiritualidad, me preguntaba yo, en el fondo de mi corazón y con toda mi ignorancia, “contemplativo en mitad de la vida”, sí..., pero ¿cómo?

¿Cómo se puede encontrar a Dios en todas las cosas? ¿Es posible? ¿Cómo percibir a Dios en el árbol, en la escalera, en el aire que respiro, cuando yo solamente veo un árbol, una escalera o el aire que me acaricia?

No era fácil entender cómo podemos “ser contemplativos en la acción”, es decir, “hallar y amar a Dios en todas las cosas y a todas en Él”.

Estas palabras, como esencia del espíritu ignaciano, siempre me han impresionado y, de una forma insistente, me han seducido para despertar a la esencia de nuestra vocación en este mundo, sentirnos seducidos por Dios desde que nacemos.

“Nos hiciste, Señor, para ti,
y nuestro corazón está inquieto
hasta que descanse en ti” (San Agustín).

En el concilio Vaticano II, leemos:

“La razón más alta de la dignidad humana consiste
en la vocación del hombre a la unión con Dios.
Desde su nacimiento, el hombre es invitado al
diálogo con Dios” (Gaudium et spes, 19).

La vocación suprema de todos nosotros es la llamada de Dios a vivir en unión con Él, sabiendo que desde que nacemos estamos invitados al diálogo con Él.

¿Es posible vivir, en mitad de la vida diaria, en comunión con Dios y en diálogo con Él?

¿Es posible vivir en unión con Dios, cuando estoy absorbido por el trabajo, la familia, las prisas, las obligaciones y responsabilidades que tengo?

La respuesta la encontramos en la “Contemplación para alcanzar amor” (EE.EE. 230-237), que San Ignacio nos propone como broche, al final de la experiencia de los Ejercicios Espirituales, y como disposición esencial para seguir viviendo en unión con Dios, dejándonos modelar por su voluntad en nuestra vida diaria: “Contemplativos en la acción” y poder, así, “hallar a Dios en todas las cosas y a todas en Él”.

Ser contemplativos en la vida, dejándonos seducir por Dios, siempre presente en todas las circunstancias y situaciones de la vida diaria, es el secreto y el misterio último de nuestra vida.

Si Dios está presente, porque no puede dejar de estarlo ―“en Él vivimos, nos movemos y existimos”―, ¿cómo es posible vivir y respirar sin ser conscientes de su Presencia, siempre presente en nuestra vida, estemos donde estemos y hagamos lo que hagamos?

Si Dios es la Vida y la Plenitud de toda nuestra existencia, si Dios es la Presencia que nos envuelve por fuera y por dentro, que nos ilumina y nos sostiene, ¿cómo es posible que podamos vivir ignorando nuestro manantial y ajenos a su Presencia amorosa, que nos ha creado, nos cuida, nos protege y nos unifica en comunión amorosa con Él y con toda la creación?

Con frecuencia vivimos perdidos y desorientados, sin saber nada de nuestras raíces y sin saber hacia dónde caminar, buscando que nuestra vida se llene de sentido, de paz, de amor, de fraternidad y de un futuro gozoso y plenificante.

San Pablo se encontró con un pueblo semejante, y en el Areópago de Atenas encontró un altar con esta inscripción: “Al Dios desconocido”, y se sintió impulsado a decir:

«Atenienses, veo que sois, desde todo punto de vista, los más religiosos de todos los hombres. Encontré entre otras cosas un altar con esta inscripción: “Al dios desconocido”. Ahora, yo vengo a anunciaros eso que vosotros adoráis sin conocer.

El Dios que ha hecho el mundo y todo lo que hay en él, no habita en templos hechos por manos de hombre, porque es el Señor del cielo y de la tierra.

Tampoco puede ser servido por manos humanas como si tuviera necesidad de algo, ya que él da a todos la vida, el aliento y todas las cosas.

Él hizo salir de un solo principio a todo el género humano para que habite sobre toda la tierra, y señaló de antemano a cada pueblo sus épocas y sus fronteras, para que ellos busquen a Dios, aunque sea a tientas, y puedan encontrarlo. Porque en realidad, él no está lejos de cada uno de nosotros.

En efecto, en él vivimos, nos movemos y existimos, como muy bien lo dijeron algunos de vuestros poetas: “Nosotros somos también de su raza”.

Y si nosotros somos de la raza de Dios, no debemos creer que la divinidad es semejante al oro, la plata o la piedra, trabajados por el arte y el genio del hombre».

(He 17, 1-34).

Dios es el Todo en todos nosotros, porque “en Él vivimos, nos movemos y existimos”.

Dios es Presencia divina, sagrada y amorosa que nos envuelve en todas las situaciones y en todas las circunstancias.

Dios es Presencia en todas las personas, en toda la creación y en todas las cosas. Por eso podemos buscarlo y encontrarlo, descubrirlo, sentirlo y vivirlo en todo siempre, estemos donde estemos y hagamos lo que hagamos.

Este es el secreto y el misterio de nuestra vida diaria: podemos vivir envueltos en la Presencia amorosa de Dios ahora, en este momento presente, en este lugar y en estas circunstancias.

Esta es la puerta que abre San Ignacio a la persona que ha vivido la experiencia de los Ejercicios Espirituales: podemos “hallar a Dios en todas las cosas y a todas en Él”, siendo contemplativos en la vida diaria.

Contemplar, pues, es mirar serena y gratuitamente, y ver a Dios, percibir a Dios con “los ojos iluminados del corazón”, como nos dice San Pablo.

Esta es la dimensión contemplativa, una mirada del corazón, seducido por Dios, presente aquí, ahora y así, en el hondón del alma y en el centro de todas las personas y de toda la creación.

Contemplativa es la persona que no se detiene en las apariencias de las personas y de las situaciones, sino que penetra hasta la esencia, donde se condensa su verdadero ser y toda su consistencia, ser manifestación de Dios.

Contemplativos somos todos, cuando queremos buscar más allá de las apariencias el Ser divino que sostiene el ser y la vida de tu vida y de mi vida.

Contemplativos podemos ser todos, cuando no nos sentimos satisfechos con lo que ven nuestros ojos o escuchan nuestros oídos, sino que serenamente intuimos y buscamos detrás de cada persona y de cada objeto la Presencia divina en su ser sagrado y la música silenciosa que enamora nuestra alma.

Contemplativo sólo se puede ser en mitad de la vida, en el trabajo y en la convivencia, y en todas las situaciones, donde, con “los ojos iluminados del corazón” intuimos, sentimos y gustamos la Presencia silenciosa de Dios, en cada paso que damos, en cada palabra que escuchamos o decimos, en cada rostro que miramos con nuestra mirada callada y amorosa.

La contemplación sólo podemos vivirla en mitad de la vida diaria ―no separados y ajenos a la vida―, donde percibimos el aroma de Dios en el aire que respiramos, en los latidos de nuestro corazón, en la sonrisa o en el llanto de un bebé y en las lágrimas o alegrías de una madre.

La contemplación es mirar serena y gratuitamente todo lo que hay a nuestro alrededor ―sin tener que salir a la playa o a la montaña―, y ver, “con los ojos iluminados del corazón”, es decir, con una mirada interior y con el oído interior, la Presencia de Dios que seduce y enamora nuestra alma.

Así intuyo el despertar a la dimensión contemplativa que llevamos todos en nuestra alma. Ser contemplativo en la vida diaria, “poder hallar a Dios en todas las cosas y a todas en Él”.

Así lo escuché en los primeros años de mi formación jesuítica, y así ha ido resonando su eco en muchos textos de místicos de todos los tiempos y de todas las culturas.

Dentro de mí, al escuchar repetidamente, tenemos que “ser contemplativos en la acción”, “ver a Dios en todas las cosas”, siempre me brotaba una pregunta: ¿cómo? ¿Qué tendré que hacer yo?

El hilo conductor del despertar contemplativo no se ha roto nunca. Ahí estaba con sus dudas e interrogantes. Esa es la vocación y la espiritualidad que nos dejó San Ignacio a los jesuitas y que compartimos con todas las personas, religiosas y laicas, mayores y jóvenes. Es la esencia de la vocación de toda persona humana.

¿Es posible ser contemplativo en la vida diaria? ¿Es posible ver y percibir a Dios en mitad de la vida, en medio de nuestras tareas y obligaciones?

La respuesta es toda la historia de tantos hombres y mujeres contemplativos que enriquecen y embellecen nuestra espiritualidad cristiana.

Es posible despertar la dimensión contemplativa que nos ha regalado Dios y que permanece en nosotros siempre. Es posible porque no es un “artilugio” que nos inventamos las personas, ni es conquista nuestra, sino un don de Dios, que ha puesto en nuestro corazón.

A nosotros nos corresponde abrir la puerta, “mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno me abre, entraré y cenaré con él y él conmigo”.

“Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia...” (Sal 15).

La vida, nuestra vida, tu vida y la mía es un camino que hemos de recorrer y vivir dejándonos conducir por Dios, por el Maestro interior que nos llama, que nos seduce, que nos enamora y nos invita a vivir “lo único necesario”, la vida de Dios en nosotros, en todas las personas y en toda la creación.

Necesitamos dejarnos seducir por Dios y dejarnos enseñar por el Maestro interior para despertar la dimensión contemplativa, el ojo interior y el oído interior, o “los ojos iluminados del corazón”, para que podamos percibir y experimentar la Presencia de Dios en nosotros, en todas las personas y en todas las criaturas.

“Caminaré en presencia del Señor,
en el país de la vida” (Sal 114, 9).