Artículos - Alan Watts
Yo: un caso de identidad equivocada
Por Alan WattsCada uno de nosotros es un síntoma del estado del universo.
OM.
Me parece que si somos sinceros con nosotros mismos, la pregunta más fascinante del mundo es:
¿QUIÉN SOY?
¿A qué nos referimos cuando decimos la palabra
YO?
¿Qué sentimos cuando decimos
yo mismo?
Creo que no puede haber una preocupación más absorbente. Resulta tan misteriosa, tan escurridiza.
Lo que somos en nuestro ser más profundo escapa a nuestro examen de la misma manera que no podemos vernos directamente los ojos sin utilizar un espejo, que no podemos mordernos los dientes y que no podemos tocarnos la yema del índice derecho con la yema del índice derecho. Por eso hay siempre un elemento de profundo misterio en el problema de quién somos.
Este problema me ha fascinado durante muchos años y he realizado muchas investigaciones sobre lo que la gente cree que es, lo que quieren decir con la palabra yo. Resulta que existe un cierto acuerdo en todo esto, especialmente entre la gente que vive en la civilización occidental.
La mayoría de nosotros piensa que yo, el ego, yo mismo, mi fuente de consciencia, es un centro de atención y una fuente de acción que reside en medio de una bolsa de piel. Y así tenemos una concepción de nosotros mismos que yo llamo un ego dentro de una cápsula de piel.
En nuestro lenguaje cotidiano utilizamos la palabra yo de una manera muy especial. No estamos acostumbrados a decir: "Yo soy un cuerpo"; en lugar de ello decimos: "Tengo un cuerpo". No decimos: "Yo lato mi corazón", (de la misma manera que decimos: "Yo camino, hablo, pienso". Pensamos que nuestro corazón late por sí mismo y que no tenemos gran cosa que ver con ello.
Así, no consideramos que Yo, yo mismo, sea un ser idéntico a todo nuestro organismo físico. Consideramos que es algo que está dentro de él.
La mayoría de los occidentales sitúan su ego dentro de la cabeza. Te encuentras en algún lugar entre los ojos y los oídos y el resto de ti pende de ese punto de referencia. Esto no sucede en otras culturas. Cuando los japoneses o los chinos quieren situar el centro de sí mismos apuntan hacia la zona del corazón. Otros pueblos se sitúan en el plexo solar. Pero nosotros, occidentales, generalmente nos situamos en el medio de la cabeza, como si dentro de la cúpula del cráneo hubiese un pequeño cuartel general. En realidad nos concebimos como un hombre pequeñito, situado dentro de nuestra cabeza, que lleva auriculares para recibir mensajes de los oídos, que está sentado frente a un televisor para recibir mensajes de los ojos, que va cubierto de electrodos que le traen sensaciones de la piel y que preside un panel de botones, palancas y apagadores que, más o menos, controlan el cuerpo. Aun así, ese pequeño ser no es la misma cosa que mi cuerpo, ya que yo me hago cargo de lo que considero las acciones voluntarias de mi cuerpo. Sin duda, lo que se llama acciones involuntarias de mi cuerpo me suceden a mi y se me imponen, pero hasta cierto punto puedo controlar mi cuerpo.
Esta es, creo yo, la concepción occidental ordinaria del yo.
Veamos el tipo de preguntas que hacen los niños que han sido influidos por nuestro ambiente cultural:
― Mamá, ¿quién habría sido yo si mi padre hubiese sido otra persona?
Como vemos, nuestra cultura da al niño la idea de que el padre y la madre suministraron un cuerpo en el que el niño apareció en algún momento. Si esto sucedió en el momento de la concepción o del nacimiento queda un poco confuso. En toda nuestra manera de pensar encontramos la idea de que somos un alma o esencia espiritual aprisionada dentro de un cuerpo y que vemos al mundo como si fuese algo extraño para nosotros, como lo expresó el poeta A. E. Housman al decir "Yo, extraño y atemorizado, en un mundo que nunca hice".
Hablamos de
confrontar la realidad,
enfrentarnos a los hechos,
venir a este mundo.
Desde el nacimiento se nos enseña que debemos considerarnos como bolsas de piel que se enfrentan a seres extraños en un mundo profundamente ajeno a nosotros; hemos aprendido a creer que lo que está fuera de nosotros no forma parte de nosotros. Naturalmente, esto establece una sensación fundamental de hostilidad y extrañeza entre nosotros y el llamado mundo exterior, llevándonos a hablar de la conquista de la naturaleza, de la conquista del espacio y a considerar que nos hallamos en una especie de batalla contra el mundo que nos rodea.
Quisiera examinar la extraña sensación de ser un ser aislado. En realidad resulta totalmente absurdo decir que venimos a este mundo. No venimos a este mundo, surgimos de él.
¿Qué crees que eres? Si este mundo es un árbol, ¿eres tú las hojas de sus ramas? ¿O eres un pájaro que se ha asentado en un árbol muerto?
Sin lugar a dudas, todos nuestros conocimientos científicos sobre los organismos vivientes nos demuestran que surgimos de este mundo, que podría decirse que cada uno de nosotros es un síntoma del estado del universo en su conjunto.
Durante muchos siglos, la civilización occidental ha estado bajo la influencia de dos grandes mitos. (Cuando empleo la palabra mito no me refiero necesariamente a algo falso. Para mi, la palabra mito significa una gran idea o una gran imagen mediante la que la gente intenta comprender el mundo.)
El primer mito que ha influido profundamente al mundo occidental es la imagen de que el mundo es un artefacto, como la mesa de un carpintero o la jarra de un ceramista. De hecho, en el Génesis, aparece la idea que el hombre originalmente era una figura de barro que Dios sacó de la tierra, para luego darle vida con su aliento. Todo el pensamiento occidental está completamente impregnado por la idea de que todas las cosas, todos los acontecimientos, toda la gente, las montañas, las estrellas, todas las flores, todos los saltamontes, los gusanos y las estrellas de mar son artefactos que han sido creados. Por consiguiente, resulta natural que un niño occidental pregunte:
¿Cómo fui creado?
Esta misma pregunta sería totalmente rara para un niño chino, ya que los chinos no piensan que la naturaleza es algo creado. Consideran que es algo que crece y estos dos procesos son bastante diferentes.
Cuando hacemos algo, lo armamos uniendo sus partes o bien le damos forma trabajando desde afuera hacia adentro, como cuando tallamos una imagen en un pedazo de madera o piedra.
Cuando observamos crecer algo, lo que sucede es enteramente diferente. No va uniendo partes, sino que se expande desde adentro, complicándose gradualmente, expandiéndose hacia afuera como un botón que se abre o una semilla que se convierte en planta.
Pero detrás del pensamiento occidental se halla la idea de que el mundo es un artefacto elaborado por un arquitecto, carpintero y artista celestial que, por ende, sabe cómo fue hecho.
Cuando era pequeño, yo hacía muchas preguntas que mi madre no podía responder. En su desesperación solía decirme:
― Querido, existen cosas que nunca sabremos.
Cuando le preguntaba:
― Bueno, ¿algún día lo sabremos?
ella me respondía:
― Sí, cuando muramos y vayamos al cielo, todo quedará claro.
Y yo solía pensar que las tardes de lluvia, en el cielo, iríamos a sentarnos todos alrededor del Trono de la Gracia y diríamos a Dios:
― Bueno, ¿por qué lo hiciste de esta manera y cómo te las arreglaste para hacer aquello?
y entonces, Él nos lo explicaría a fin de dejar todo claro. Todas las preguntas serían respondidas. La teología popular concibe a Dios como una mente genial que lo sabe todo. Si le preguntáramos cuál es la estatura del señor Whitney en milímetros, Dios lo sabría y nos lo diría. Es una Enciclopedia Británica cósmica.
Desgraciadamente, esta imagen o mito en particular llegó a ser demasiado para nosotros, porque era demasiado opresivo. Resulta bastante enervante sentir que un juez infinitamente justo nos conoce de cabo a rabo y nos observa todo el tiempo. Así que los sustituimos por otro mito, el de un universo puramente mecánico. Este mito fue inventado a finales del siglo XVIII y fue adquiriendo una creciente aceptación durante el XIX y buena parte del XX, de manera que actualmente es cosa de sentido común. Muy pocas personas creen en Dios a la manera antigua. Dicen tenerla, pero en realidad no tienen fe en Dios. Esperan que haya un Dios, desean fervientemente que lo hubiera y piensan que deben creer que existe. Pero la idea de un universo regido por ese maravilloso anciano ya no está de moda.
No se trata de que se haya demostrado la no existencia de Dios, sino de que esta idea, de alguna manera, ya no concuerda con la vasta infinitud de galaxias, las inmensas distancias en años luz que hay entre ellas, etc. Así que, en lugar de ello, se ha puesto de moda (y no es más que cuestión de moda) creer que el universo es estúpido y que la inteligencia, los valores, el amor y los buenos sentimientos solamente residen dentro de la bolsa de la epidermis humana. Y que, en el exterior, todo es simplemente una especie de interacción caótica y estúpida entre fuerzas ciegas. [...]
Si estudiamos al hombre o a cualquier organismo viviente, tratando de describirlo exacta y científicamente, encontramos que nuestra sensación normal de nosotros mismos como egos aislados dentro de una bolsa de piel es una alucinación, algo totalmente chiflado. Porque cuando describimos el comportamiento humano (o el comportamiento de una rata, un ratón o un pollo) o cualquier cosa que deseemos describir, nos encontramos con que, si querernos ser exactos, también debemos describir el comportamiento de su ambiente.
Supongamos que yo camino y que alguien quiere describir la acción de andar. No podrá hablar de mi andar sin describir también el terreno. Sin describir el terreno y el espacio en que me muevo, todo lo que describimos es una persona balanceando las piernas en el espacio vacío. Así que para describir mi andar, hay que describir el espacio donde me encuentro.
Así, no podríais verme a menos que también viéseis lo que me rodea, lo que se halla detrás de mí. Si yo, mi ser, los límites de mi piel coincidieran con los límites de vuestro campo de visión, simplemente no me veríais. No me veríais debido a que, para verme, no solamente tendríais que ver lo que hay dentro de los límites de mi piel, sino también lo que se encuentra fuera. Esto es sumamente importante. En realidad, el misterio fundamental y absoluto, lo único que debemos saber para comprender los secretos metafísicos más profundos es esto:
Que para todo afuera hay un adentro,
y para todo adentro, un afuera,
y aunque son diferentes, van juntos.
En otras palabras, existe una conspiración secreta entre todos los adentros y todos los afueras y esta conspiración consiste en lo siguiente: parecer lo más diferentes posible y, no obstante, ser idénticos por debajo de las apariencias, ya que no podemos encontrar el uno sin el otro.
En eso consiste el secreto. Lo que es esotérico, lo que es profundo y lo que se encuentra dentro es lo que llamamos implícito; lo que es obvio y manifiesto es lo que llamamos explícito.
Y yo y mi medio ambiente, y vosotros y el vuestro somos explícitamente tan diferentes como cabe serlo, pero implícitamente vamos juntos. Y el científico descubre esto cuando intenta describir exactamente lo que sucede (lo que constituye el arte de la ciencia). Cuando describe exactamente lo que hacemos, el científico descubre que nosotros, nuestro comportamiento, es algo que no puede separarse del comportamiento del mundo que nos rodea. Entonces se da cuenta de que somos algo que todo el mundo está haciendo. Así como cuando el mar tiene olas (el mar, el océano, olea), así cada uno de nosotros es un olear de todo el cosmos.
Aquí estoy, porque la variedad es la sal de la vida. Pero lo curioso es que no hemos sido educados para sentir de esta manera. En lugar de sentir que nosotros, cada uno de nosotros, somos algo que todo el reino del ser hace, sentimos que somos algo que vino a este reino del ser como un extraño cuando nacimos (y en realidad ignoramos de dónde venimos, ya que no lo recordarnos) y también pensamos que cuando muramos, ahí se acabará todo.
Algunas personas se consuelan pensando que se irán al cielo, o que van a reencarnarse o algo parecido. Pero la gente en realidad no lo cree.
Lo que obsesiona a la mayoría de las personas es que cuando mueran se dormirán para no volver a despertar. Van a encerrarlas para siempre en la caja fuerte de la oscuridad. Pero todas estas ideas dependen de una falsa idea de lo que uno es.
La razón por la que tenemos esta falsa idea de nosotros mismos es, hasta donde yo la entiendo, que nos hemos especializado en una clase determinada de consciencia. Pero, en sentido general (y en términos aproximados), tenemos dos tipos de consciencia: una es el reflector y la otra es la luz ambiental.
El reflector es lo que llamamos atención consciente. Esta nos es inculcada desde nuestra más temprana edad y se nos dice que es la forma más valiosa de consciencia. Cuando en la clase el profesor dice: "¡Poned atención!", todo el mundo abre los ojos o se vuelve rápidamente hacia el profesor. Se trata de la "consciencia reflector", que fija la mente en una sola cosa a la vez. Cuando nos concentramos, incluso si no somos capaces de mantener un período de atención muy prolongado, utilizamos nuestro reflector sobre una cosa tras otra. Hacemos flip, flip, flip, flip.
Pero también tenemos otro tipo de consciencia al que yo denomino luz ambiental. Por ejemplo, podemos conducir nuestro coche durante varios kilómetros con un amigo sentado al lado y nuestra consciencia reflector puede estar completamente absorta en la plática con este amigo. Sin embargo, nuestra "consciencia luz ambiental" se encargará de conducir el automóvil, advertirá todos los semáforos, los demás coches, etc., y llegaremos sanos y salvos a destino sin siquiera pensar en ello.
Nuestra cultura nos ha enseñado a especializarnos en la consciencia reflector y a identificarnos sólo con esa forma de consciencia. Yo soy mi consciencia reflector. Mi atención consciente es mi ego; eso soy yo. Ignoramos en general la luz ambiental, aunque funciona todo el tiempo. Todos nuestros nervios son sus instrumentos.
Debido a que hemos sido educados para identificarnos con el reflector y menospreciar la luz ambiental, tenemos la sensación de ser solamente el reflector, tan sólo el ego que observa y atiende a esto o aquello. Y así ignoramos y no nos damos cuenta de la vastísima extensión de nuestro ser.
Las personas que por diversos medios se han dado cuenta de la existencia de su consciencia luz ambiental pasan por lo que se llama una experiencia mística o consciencia cósmica. Los budistas la llaman despertar. Los hindúes la llaman liberación, ya que descubren que el verdadero ser profundo (lo que somos fundamentalmente y para siempre) es todo el ser.
Todo lo que es,
las obras todas,
eso eres tú.
Solamente el ser universal que somos tiene la capacidad de concentrarse en tantas modalidades diferentes del aquí y ahora, así que cuando empleamos la palabra yo, utilizamos, como decía William James, una palabra que denota posición, como este o aquí. Al igual que un sol o una estrella tiene muchos rayos, así todo el cosmos se expresa en cada uno de nosotros con todas nuestras diferentes variaciones. Juega.
Juega el juego de John Doe, el juego de Mary Smith, el juego de la oruga, el juego de la mariposa, el juego del pájaro, el juego del pichón, el juego del pez, el juego de la estrella. Estos juegos difieren entre sí de la misma manera que el backgammon, el tute, el póquer y el bridge, o el vals, la mazurca y la polca. El cosmos danza con infinita variedad.
Pero cada una de las danzas que realiza, es decir tú, es algo que hace todo el ser. Nosotros nos olvidamos de esto. Hemos sido educados de tal manera que no nos damos cuenta de la conexión, no nos damos cuenta de que cada uno de nosotros es las obras todas, la totalidad, que juega de esta manera por el momento.
Hemos aprendido a temer la muerte como si fuera el final de todo y nada fuera a suceder después. Por consiguiente, sentimos miedo de todas las cosas que puedan producir la muerte: el dolor, la enfermedad y el sufrimiento. Pero si no sabemos, si no tenemos una consciencia vívida del hecho de que somos, básicamente, todo, no gozamos de la vida. Tan sólo somos un manojo de ansiedad mezclado con sentimientos de culpa.