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Artículos - Jean Klein

El conocimiento de nuestra verdadera naturaleza

Por Jean Klein
Jean Klein

Hablaremos en estas reuniones del "Conocimiento" de nuestra verdadera naturaleza; pero la palabra conocimiento será empleada aquí en su sentido estricto de realización metafísica, lo que quiere decir el establecimiento vivido en aquello que somos realmente. Se trata pues de una Realización.

Esta aproximación no debe comportar ninguna idea preconcebida, ni buscar alcanzar un fin imaginable, ya que no podemos imaginar ni concebir lo desconocido. Para la comprensión ordinaria utilizamos la analogía o el razonamiento. Pero aquí se trata de un Absoluto informal, de un supremo "Sujeto" que no puede ser jamás un objeto captado por el entendimiento. Esta búsqueda implica pues, necesariamente, la obligación de tener las manos vacías y una mente que ha desaprendido la estrategia del conocimiento. Proyectar un "Dios", un "Sí mismo", un "dónde", un "cuándo", revela esta estrategia que hay que eliminar absolutamente. La única.... técnica, si puedo expresarme así, en la que podamos pensar, tiene como base un "arte de escuchar" que es la suprema lección del método tradicional.

Por consecuencia, nuestras reuniones no os aportarán informaciones ni documentación en el sentido ordinario de estos términos; es por lo que tomar notas es desaconsejado. Lo importante es adoptar una posición "pasivamente activa", que os permitirá convertir en vuestra propia sustancia lo que haya sido comprendido en esta actitud. Os hará falta pues escuchar con una extrema vigilancia y todavía más, intentar al mismo tiempo escucharos a vosotros mismos.

La actividad de un hombre ordinario está constituida por reacciones que son la expresión de su constitución egocéntrica. El hombre ordinario es un "yo" rodeado de objetos agradables o desagradables, amigables u hostiles y todo lo que actúa sobre él le hace reaccionar en función de sus deseos y temores. En consecuencia, todas sus reacciones son falsas, parciales, inadecuadas, porque están fundadas en su perspectiva egocéntrica, que tiene por principio la ilusión de un yo separado. Todas las doctrinas tradicionales nos enseñan métodos que nos permiten abandonar este estado reactivo, para acceder al estado sin ego, donde todas las reacciones (respuestas egocéntricas) cesan para dejar sitio a acciones impersonales, que son respuestas verdaderas, imparciales y adecuadas.

Ocurre que, incluso el hombre egocéntrico, en ciertas circunstancias, responde a la solicitud de las cosas de esta manera espontáneamente adecuada. Esto le pasa a veces cuando es confrontado con algo radicalmente nuevo, que le es absolutamente imposible integrar en sus marcos mentales (egocéntricos). Eso puede sucederle también en la experiencia estética, poética, porque el objeto bello, siendo armonía y "expresión de armonía", posee por naturaleza un poder armonizador, que volviéndonos a equilibrar provisionalmente, nos coloca al ritmo de las cosas. Pero estos estados raros y fugitivos, estos "estados de gracia", que nos permiten entrever el paraíso perdido, permanecen desconocidos e inutilizados porque el ego los rechaza y huye de ellos como un signo de muerte.

Es importante haber comprendido bien todo esto para escuchar de manera fructífera una enseñanza tradicional. Ante un maestro la escucha debe ser una actitud calcada sobre esos momentos de gracia, en los que hemos emergido por un instante del estado egocéntrico. Hay que hacer un esfuerzo para recordar esos estados excepcionales de desnudez, despojamiento, acogida y lúcida apertura.

Este estado de escucha es verdaderamente el primer paso en el camino. Debemos entonces proceder a la observación de nuestros deseos, para llegar a comprender lo que buscamos verdaderamente en todos los objetos que se ofrecen a nuestra codicia. Llegaremos así a constatar que cuando el objeto deseado es despojado de todas sus particularidades y caracteres distintivos, queda un residuo constante, que es el fin real de nuestra búsqueda y se llama plenitud, alegría y paz.

Ahora bien, resulta que nada en el mundo objetivo proporciona una plenitud perfecta ni una alegría incondicionada. Constatamos siempre después de la conquista del objeto deseado, unos instantes de no deseo, pero muy rápidamente el deseo reaparece y nos lanzamos a una nueva búsqueda. Esto muestra claramente que el objeto no es lo deseado, ya que de otro modo su posesión suprimiría el deseo. Aquello que deseamos es la dicha (ananda), que está al mismo tiempo en mí y en todas las cosas. La conciencia de la omnipresencia de esta dicha se perdió cuando me convertí en un ego separado, olvidando mi identidad esencial con ella. A partir de ese momento, el mundo de los objetos y la dualidad surgen. Es esta dualidad la que nos hace entonces incapaces de descubrir su presencia en toda cosa y en nosotros mismos. Solamente somos capaces de reconocerla en los objetos que se encuentran en correspondencia con nuestra estructura egocéntrica. Estamos así condenados a luchar en un mundo donde se oponen lo agradable y lo desagradable, el bien y el mal.

La mayor parte del tiempo no hacemos más que oscilar entre el agradable placer y el desagradable dolor, sin poder entrever la verdadera felicidad de la que el placer no es sino la sombra. Pero en ciertos casos nos encontramos en presencia de un objeto que se armoniza con nosotros de una manera excepcional. Nos es posible entonces dejar atrás el placer, tener la experiencia de la dicha y descubrir así que el gozo perfecto está más allá de la dualidad placer-dolor, es de otra naturaleza. El placer, en efecto, es inestable, transitorio, de ahí su carácter huidizo y decepcionante. Cuando alcanza un grado muy alto de intensidad y pureza, más que apaciguar el deseo llega a colmarlo por un instante, entonces deja sitio a la alegría. Ella pues, no surge sino por la supresión del deseo, es decir del ego. Es por esto que el gozo verdadero es impersonal, más allá del ego. Cuando nos sumergimos en la dicha perfecta, cesamos de ser nosotros mismos, no hay más que ella; el objeto ha desaparecido al mismo tiempo que el sujeto.

 

P.- Tengo dos preguntas que plantear: la primera me concierne y la segunda es de carácter más general. Usted ha dicho que no había que tomar notas y sin embargo lo he hecho. Cada vez más y más, a medida que le escucho, y casi sin saberlo, me establezco en una posición de distanciamiento. Pero para tener el contacto directo, para sumergirse en la última Realidad, me parece que haya que pasar obligatoriamente por el intelecto. Es el que ve el camino, o al menos cree verlo; sabe que debe borrarse, o cree saberlo; y es por lo que pienso que anotando algunas ideas esenciales, releyéndolas e impregnándome de ellas, obtengo un mejor resultado que con la inmersión directa en lo desconocido.

La segunda pregunta es ésta: usted ha dicho que al principio la búsqueda se hace sin buscar. Pero entonces ¿Cómo hay que considerar las disciplinas destinadas a condicionarnos para la aproximación a la Realidad?

R.- Para comprender este acercamiento (a la Realidad) hay que liberarse primero de un prejuicio, a saber, que los objetos existen independientemente de aquél que los percibe. Después, hay que comprender que la percepción simultánea de varios objetos es imposible.

Cuando observamos atentamente alguna cosa, la conciencia penetra la visión y no somos más que visión. Cuando escuchamos realmente algo, no somos más que audición. No podemos ser jamás simultáneamente las dos. Podemos pasar muy rápidamente de una actividad a otra, de un pensamiento a otro, pero no puede haber simultaneidad. Así, usted puede constatar que es imposible sentir bien el surgimiento interior y tomar notas al mismo tiempo, sino es en detrimento de la calidad de la escucha. La palabra del maestro, hecha para llegar al oyente del momento, debe ser captada con su valor del instante. Sus palabras, releídas en apuntes, han perdido su "percusión'' inicial.

En cuanto a la preparación intelectual, debe ser apartada formalmente, para que la escucha preserve su autenticidad y espontaneidad.

En lo que concierne a las disciplinas, hay que descartarlas deliberadamente, porque implican necesariamente una tensión por el hecho de que siempre hay alguien que quiere disciplinar algo y "alguna cosa" que no quiere dejarse disciplinar. Siempre hay esfuerzo y conflicto.

Antes de emprender una búsqueda en profundidad, hay que poder mirar en uno mismo. Sin embargo, no hay que analizarse, compararse o evaluarse, sino observarse como observamos un objeto, y cuando observamos atentamente lo que surge, nos situamos exactamente y sin conflicto. La disciplina no tiene ninguna utilidad, las cosas se eliminan por sí mismas, por el discernimiento, sin que ejerzamos violencia sobre ellas. [...] Es solamente la reacción sin esfuerzo y sin elección... digo bien sin elección, lo que constituye el criterio de la Liberación.