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Artículos - Keith Dowman

Una explicación de la visión radical del Dzogchen

Por Keith Dowman
La Visión del Dzogchen

Estoy aquí para recordarles lo que ya saben, y no me refiero a lo que les han dicho los lamas tibetanos, ni a lo que han aprendido en los libros. Me refiero a lo que sabemos intuitivamente, experiencialmente, lo que hemos intuido como la naturaleza de la mente: ese es el enfoque que distingue al Dzogchen del Vajrayana. El Vajrayana supone una forma de vida tradicional, una filosofía, una meditación, una práctica, algo que hay que aprender y que depende de otro ser humano. El Dzogchen, en cambio, es estar aquí y ahora. Y se trata de lo esencial que siempre subyace. No se trata de lo que queremos ser, sino de lo que ya somos, de lo que hemos sido desde el tiempo sin principio, desde el tiempo inmutable. Eso es aquello en lo que insiste el Dzogchen; es lo que afirma de principio a fin. En el Dzogchen no hay mucho más que la identidad con la consciencia de la naturaleza esencial de la mente o, dicho de otro modo, no hay mucho más que el conocimiento, o el re-conocimiento, de lo que realmente somos.

Dado que el aquí y ahora es siempre un “brote”, una eflorescencia, en ese sentido, siempre es también un evento, una celebración. Estamos aquí para celebrar la naturaleza de la mente, para celebrar el quid de lo que ya sabemos. Y no hay nada que podamos añadirle a eso. No hay ningún dogma. No hay ninguna doctrina. No hay ningún texto. Simplemente está el reconocimiento de lo que somos, de la naturaleza esencial de nuestro ser, nuestra naturaleza búdica. Y eso no es algo que tengamos que cultivar o desarrollar. Es algo que ya tenemos en su medida plena. Todo lo que hacemos es la expresión de la naturaleza búdica en el cuerpo, la palabra o la mente. Y no podemos hacer nada sin expresar esa naturaleza búdica. Cualquier cosa que hagamos es pura en el principio, en el medio y en el final. Ninguna cosa puede salirse nunca de su pureza esencial.

El cielo puede nublarse ocasionalmente, pero el sol brilla siempre tras las nubes. Y si no podemos verlo directamente, al menos podemos ver su resplandor reflejado. Y ese reflejo, captado por la intuición, revela la luz que es la naturaleza esencial en la visión del Dzogchen. Incluso en la nubosidad del samsara, con la intuición innata podemos ver la naturaleza de la mente. No es nada nuevo, después de todo. Esa intuición es un señalamiento de la naturaleza de la mente que siempre ha estado ahí. No hay nada que aprender, nada que debamos procesar con la mente racional. Lo que sea que se infiera intelectualmente será siempre una irrelevancia. El Dzogchen, la cognición directa de la naturaleza de la mente, es algo que se siente, que solamente se siente en el núcleo profundo del corazón.

Una diferencia crucial entre el Vajrayana y el Dzogchen, es que el Dzogchen va directamente al corazón del asunto, al centro del mándala, mientras que en el Vajrayana uno se aproxima entrando por la puerta principal, donde los guardianes de la puerta necesitan de una ofrenda. Tenemos que pagarles una cuota, un impuesto, debido a nuestra humildad o sentido de insuficiencia, y sólo después podemos entrar. Hay allí un ritual de entrada, un ritual comunitario, que nos muestra lo que ocurre de una manera muy formulista. Después de esos rituales iniciáticos, empoderamientos y autorizaciones, que marcan etapas en un proceso de aprendizaje, a través de la comprensión intelectual trabajamos hacia el conocimiento del centro. Esto lleva mucho tiempo.

El Vajrayana y sus procesos son el producto de siglos de desarrollo en el contexto cultural asiático. A mi modo de ver, el proceso de aprendizaje del Vajrayana, en su forma tibetana, aunque puede asimilarse de forma intelectual, no es compatible con nuestra cultura cristiana en un sentido existencial, experiencial. Estoy convencido de que la presentación del dharma, el dharma del Dzogchen, debe adaptarse a nuestras necesidades. Y nuestras necesidades son las de una cultura que está justo al borde de una comprensión de la naturaleza de la mente. Tal vez ya estamos ahí. La historia nos trajo a este punto: el siglo XX nos condujo aquí. ¿Hay una sensación de cataclismo inminente? Tenemos que adecuarnos al momento.

La esencia de la realización del Dzogchen es el reconocimiento de la naturaleza de la mente: “reconocimiento de la naturaleza de la mente” es la frase, una frase rica y cargada. ¿Qué significa? Significa la comprensión experiencial de nuestro propio ser. Los budistas hablan de la “práctica” de esta o aquella técnica, de esta o aquella meditación. La “práctica” describe lo que hacemos para realizar un concepto ideal. La “práctica” es el método que utilizamos para alcanzar un estado del que carecemos. Pero no es necesario que practiquemos la naturaleza de la mente. Cuando tomamos el camino de la inmediatez, ya estamos allí. Nunca nos hemos separado de la naturaleza de la mente, aunque la mente racional, impulsada por la causa y el efecto en el tiempo, insista en lo contrario. La mente racional insiste en el dualismo de sujeto/ objeto, de nosotros y ellos, yo y tú, dentro y fuera. Sólo podemos reconocer la inmanencia de la naturaleza búdica cuando la tiranía de la mente racional se afloja, cuando se debilita de alguna manera.

En el centro del corazón hay unidad, unicidad, no-dualidad. El reconocimiento de la naturaleza de la mente es otra forma de decir “reconocimiento de nuestra no-dualidad esencial”. La experiencia del ser, la experiencia de la realidad, surge en la resolución de toda dualidad que nuestra mente racional pueda afirmar, la resolución de todo aquello en lo que el lenguaje insista y de todo aquello que las formas de pensamiento representen.

La mente racional ha producido las maravillas tecnológicas de nuestro tiempo, la belleza de este espacio en el que estamos sentados y una ciencia extraordinaria. Sin embargo, no hay felicidad en ese universo dualista de la ilusión creada por la mente. La satisfacción final, seguramente, reside en la resolución de la dualidad, y no en una representación sofisticada de la misma. Pero aquí no buscamos la satisfacción, no buscamos la felicidad, a pesar de las afirmaciones del Dalai Lama. Lo que nos preocupa es la consciencia. Cuando tengamos la consciencia básica, la satisfacción llega automáticamente como el remolque que sigue al tractor. Buscamos la consciencia básica que es la naturaleza de la mente. Buscamos la luz de la mente. Estamos mirando esa luz; esa es una mejor manera de decirlo.

La mente racional crea una brecha entre el concepto y su realización, y esa brecha es el embrollo en el que nos encontramos. La mente racional se imagina una meta diferente a la forma de lo que sea que se encuentre en la consciencia aquí y ahora, y luego se inventa una técnica para alcanzar esa meta fantaseada. La mente estadounidense es famosa por resolver problemas prácticos y formular técnicas. Esa facilidad goza de una elevada estima en esta cultura y, de hecho, en todo el mundo actual. Pero aquello que los yoguis y yoguinis del Dzogchen conocemos como realidad, reside justamente en la revelación desnuda de la luz de la mente, aquella que solo se muestra en el colapso de la mente que resuelve problemas. En ese punto estamos en el centro del corazón mirando hacia afuera, mirando desde adentro hacia afuera, en una experiencia unitaria, sin separación, unidos con lo que sea que esté sucediendo. Esa consciencia tiene lugar en el momento atemporal del aquí y ahora. Ocurre donde ya estamos, porque nunca podemos separarnos del aquí y ahora. Desde el momento de la concepción en el vientre materno hasta el final del último suspiro en nuestro lecho de muerte, permanecemos en el aquí y ahora, querámoslo o no. Y la experiencia directa de ello nos da la realización de Buda, el reconocimiento de la naturaleza de la mente.

En la tradición del Dzogchen, el aquí y ahora se representa como una “vasta extensión”, longchen, como en “Longchen Rabjam” (el nombre del yogui y poeta más grande). Longchen designa el aquí y el ahora, donde siempre estamos, en la inmediatez del momento. Olvídate del espacio-tiempo multidimensionales: el aquí y ahora es un momento atemporal sin dimensión. No hay extensión espacial ni temporal en el instante mismo donde acontece esto que escuchamos, este estar sentados, esta respiración, este pensamiento. En el instante mismo no hay separación. Esta solo existe cuando miramos hacia atrás, cuando la mente racional entra en acción, cuando hay un ego pensante, un “yo” que hace esto o lo otro, y con esa percepción inmediatamente se presenta todo el universo dualista.

En ese universo somos islas, por supuesto. La consciencia individual es una isla en ese océano, un planeta en ese universo; y tenemos miedo, debido a la fragmentación y la separación. Y en ese miedo y trepidación proyectamos diferentes ideas sobre dónde estamos y quiénes somos, según nuestro Karma. Creemos que esas proyecciones son la “realidad”, y que esa realidad es “verdadera”, pero todo lo que vemos son los diversos reinos del samsara, producidos por diferentes estados psicológicos que nos definen como entidades separadas. Pero creemos en eso, creemos en lo que proyectamos como real.

Todo el mundo tiene una idea diferente de lo que ocurre, pero todo es una ilusión. Lo que es real y verdadero, es lo que todo el mundo experimenta en común todo el tiempo. Por lo tanto, es obviamente falso que mi visión personal y cambiante de lo que es real, sea la visión de lo que es verdadero. Si mi visión es diferente de la de los demás, entonces es una ilusión (mas bien un engaño). La única experiencia acerca de la que todos podemos estar de acuerdo, en tanto que realidad, donde no hay absolutamente ninguna discusión, es el aquí y ahora no-dual, la realidad de este momento atemporal de experiencia, la experiencia directa de la naturaleza de la mente. Todo el mundo aquí está de acuerdo con eso: al menos todos los que han tenido la intuición de la naturaleza de la mente saben de lo que estoy hablando. ¡Por supuesto! Y no es porque seamos budistas; de lo que hablo aquí es del legado fundamental del hecho de ser humanos: la experiencia sensorial del aquí y ahora.